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El Gran Cañón, una peligrosa maravilla natural

Sébastien Duval/AFP

¡Cuidado, selfies mortales! El segundo parque nacional más visitado de Estados Unidos, el Gran Cañón, registra esta primavera boreal un pico inusual de muertes accidentales. A pesar de los llamados a la prudencia, los visitantes siguen tomando riesgos.

Desde lo alto de sus despeñaderos rojizos se extiende la inmensidad, centenares de kilómetros de áridos y sinuosos desfiladeros en cuyo fondo el río Colorado continúa incansablemente su obra de erosión, comenzada hace millones de años.

A esa eternidad, se unieron para siempre cuatro personas en la misma cantidad de semanas entre marzo y abril pasado.

El cuerpo de un turista japonés fue encontrado en una zona boscosa, lejos de las abruptas laderas rocosas. Antes, una serie negra de tres caídas mortales, incluyendo un quincuagenario de Hong Kong, que se desplomó al vacío mientras intentaba sacar fotos.

“Hay algunas barreras cerca de los miradores más populares, pero no queremos ponerlas en todas partes”, dice a la AFP Kris Fister, portavoz del parque nacional, situado en el estado de Arizona. “Lo que hace especial a los parques es no tener una barrera que te separe de este lugar magnífico”.

“Les pedimos a las personas permanecer en los senderos designados, mantenerse a una distancia prudencial del borde. Es una cuestión de sentido común”, agrega la mujer, con pantalón caqui y camisa gris, uniforme de los “ranger”.

“Es también importante prestar atención cuando se toman fotos”, advierte.

En “Mather Point”, donde de los autobuses desembarcan turistas apurados, el mensaje claramente no siempre es escuchado.

Esta terraza natural, la más frecuentada del parque, es quizás el lugar de Estados Unidos donde se toman la mayor cantidad de selfies.

El borde opuesto del cañón está a 16 kilómetros a vuelo de pájaro. Hay barreras que protegen a los visitantes, pero un centenar de metros más lejos, una joven se aventura al borde del precipicio sin protección.

“Desde aquí podemos ver suficientemente bien, no veo razón para acercarnos al borde”, comenta Kathryn Kelly, turista británica, observando a la imprudente. “Escuché que un hombre se cayó tomando una selfie y me cuesta sentirme mal por él. Es una suerte de selección natural”.

-“No es Disneylandia”-

Entre la docena de personas que mueren en promedio cada año en el Gran Cañón, según las cifras del National Park Service, las caídas son, en realidad, inusuales.

La mayoría de los decesos están más bien ligados a las diferencias de altitud y al calor sofocante del verano. Carteles preventivos -“No te conviertas en una estadística”, “Bajar es opcional, subir es obligatorio”- advierten a los excursionistas a lo largo de los senderos que descienden al fondo del cañón.

Al fondo del desfiladero, cerca de las aguas agitadas del Colorado, el Phantom Ranch les ofrece un lugar para pasar la noche, un descanso muy bienvenido luego de largas horas de marcha.

En los estantes del comedor comunitario, un libro pasa revista a todos los decesos registrados en el parque: “Over the Edge: Death in Grand Canyon”.

Caídas, inundaciones súbitas, ahogamientos, tormentas, serpientes, suicidios, asesinatos. Hay muchas maneras de morir en el Gran Cañón.

Originario del estado Michigan, Jim Stanley, de 71 años, leyó la obra antes de hacer frente a esta peligrosa maravilla, que espera a cerca de siete millones de visitantes este año, para celebrar el centenario de su designación como parque nacional.

“Eso no me desalentó”, afirma el hombre, con su pantalón de acampar firmemente sujetado por tirantes con los colores de la bandera estadounidense. “Al contrario, ahora soy consciente de los riesgos. Mucha gente lo da por sentado, pero el Gran Cañón no es Disneylandia”.

Un halo de misterio siempre ha envuelto al parque. Las numerosas desapariciones a lo largo de los años a través de su vasto territorio, lo han hecho una especie de triángulo de las Bermudas terrestre.

Un choque de dos aviones sobre el cañón, causó con 128 muertos, la peor catástrofe de la aviación comercial de la historia en su momento. Era 1956, mucho antes de la proliferación de selfies.

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