José M. Tojeira
Comenzamos el año y si se hiciera una encuesta volverían a aparecer la violencia y la economía como los dos grandes problemas populares. La fuerte presencia real y mediática de la violencia contribuye a que la violencia aparezca incluso por encima de la economía como preocupación. La gente se siente insegura en el bus, try en la calle, hospital en el camino a la casa e incluso en la vivienda. Es casi seguro que el tema sea también objeto de debate dado el clima electoral, que comienza precisamente con el propio inicio de año. Y como de costumbre unos dirán que están haciendo lo que pueden y otros dirán que lo hacen muy mal. Pero la violencia y delincuencia no es un problema nuevo de El Salvador. Sin miedo a equivocarse se puede decir que es un problema estructural. Y como tal, el debate sobre cómo frenar la delincuencia y remitirla a niveles mínimos, no puede ser cuestión de recetas, sino esfuerzo de analizar estructuralmente el problema.
Un primer paso es darse cuenta de que la violencia estructural genera casi siempre violencia personal. En general es el drama de América Latina que teniendo solamente el diez por ciento de la población mundial sufre el treinta por ciento de los homicidios que se cometen en el mundo. La explicación más frecuente y correcta es el simple hecho de que América Latina es la región con mayor desigualdad en el ingreso económico por familia a nivel mundial. Y esa realidad no es una casualidad. Desde tiempos coloniales la estructuración social de castas estaba al servicio de la producción de beneficios tanto para la metrópoli como para el funcionario español o la familia criolla con nombre y pertenencia a la élite. Y la estructuración burocrática de controles y papeleo estaba al final persiguiendo los mismos fines, dejando con frecuencia la solución de los problemas de convivencia a ciertas formas de iniciativa grupal o individual. La independencia no cambió el esquema, aunque lo reforzó con políticas económicas en las que la explotación estaba más que permitida, al tiempo que el liberalismo económico individualista se expandía y defendía el poder del fuerte frente al débil. La mezcla de liberalismo económico radical con pautas de comportamiento autoritario fueron creando estas sociedades nuestras donde la explotación casi no se ve como problema y donde las desigualdades siguen floreciendo. Y quien lo dude puede ver una vez más en la reciente subida del salario mínimo cómo la diferencia entre el salario de la ciudad y el del campo se separan cada día más en detrimento del trabajo agropecuario.
A este doble elemento de cultura autoritaria y liberalismo económico se ha sumado, a partir sobre todo del fin de nuestra guerra civil, una cultura consumista terriblemente agresiva. No está estudiado en el país el efecto que tiene sobre una mayoría pobre o con carencias nada o poco superables la sistemática propaganda que trata de convertir el poseer y el comprar en los mecanismos principales de autosatisfacción. Pero es evidente que si la propaganda comercial está incitando a comprar felicidad a gente no tiene los medios para comprarla, un buen plus de infelicidad se le está generando. Y ese disgusto, si bien se puede reprimir o incluso aceptar, produce también, lógicamente, tanto el deseo de emigrar como, en ocasiones, un tipo de rebeldía que lleva a la apropiación violenta de lo ajeno. Y cuanto más se concentra la sociedad en defender ese estatus de injusticia de unas diferencias en el ingreso y en la riqueza que no dejan de crecer, mejor se organizan aquellos que se rebelan, aunque sea primitiva y violentamente contra ese absurdo sistema.
Podrán algunos alegar que en El Salvador se ha reducido la pobreza y no por ello ha bajado la violencia. Pero aunque es cierto que la pobreza ha disminuido, la desigualdad se mantiene en niveles excesivamente altos. E incluso un fuerte sector de la nueva clase media es sumamente vulnerable. Lo que hace que sea más fuerte la tendencia de acumular rápido el mayor bienestar posible, como prevención en una sociedad insegura. Esa inseguridad frente al futuro ofrece una magnífica perspectiva de florecimiento de la corrupción, la droga y cualquier forma de enriquecimiento ilícito o poco moral cuando no inmoral, pero rápido. Y si a ello se añade la extendida corrupción incluso entre los más altos exponentes de la política, acompañada de la impunidad y la debilidad de las instituciones de justicia y persecución del delito, el menú de la violencia está plenamente servido.
Comienza un año, y muchos dirán, tanto a lo largo de la campaña electoral como a lo largo del año, que hay que enfrentar y vencer a la violencia y al delito de una vez por todas. Los partidos se acusarán unos a otros, creando en ocasiones mayor confusión y desesperanza. Aparecerán seudoprofetas diciendo lo que hay que hacer es tal cosa o tal otra. Pero mientras no tengamos una visión estructural de país y estemos dispuestos a cambiar las causas profundas de la violencia, todo quedará en palabras. Tal vez sea hora de comenzar a cambiar estructuras mentales, además de las sociales, para que los resultados de nuestros esfuerzos de paz sean más viables.