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El GRAN TEATRO DEL MUNDO

ADL

A la memoria de José Luis Santos

En cierta ocasión un conocido y laureado director teatral de país al entrevistarlo sobre una temporada dramática me expresó, medio en serio y medio en broma, pero muy certero, una frase lapidaria: “Es que uno como personaje nunca se equivoca en su papel”. Esto me dibujó en el rostro una reflexiva sonrisa ya que constituía una verdad irrefutable. Por supuesto, en nuestro propio libreto ante la vida, nunca nos equivocamos, somos, incluso, absolutamente predecibles.

Y es que el mundo es implacable. El mundo es cruel y maravilloso, y su gran Autor, infinitamente sabio. Ya lo decía el genial compositor argentino José Santos Discépolo (1901-1951) en su famoso tango “Cambalache” (1934). He aquí un fragmento de su inicial letra escrita en ese lunfardo trasgresor: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé/ En el 510 y en el 2000 también/Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafa’os/Contentos y amarga’os, valores y doblé/Pero que el siglo 20 es un despliegue/De maldad insolente, ya no hay quien lo niegue/Vivimos revolca’os en un merengue/Y, en el mismo lodo, todos manosea’os”.

Por su parte, la famosa canción italiana compuesta por Jimmy Fontana (1934-2013) presenta un excelente relato de la continuidad del mundo, más allá de nuestras presencias efímeras y frágiles deseos y voluntades: “El mundo. /Llorando ahora yo te busco. /Y en el silencio yo me pierdo. /Y no soy nada al verte a ti. /El mundo. /No se ha parado ni un momento. /Su noche muere y llega el día. /Y ese día vendrá”.

Publicada inicialmente en 1655, en Madrid, España, “El gran teatro del mundo” es una magnífica pieza teatral del gran dramaturgo Pedro Calderón de la Barca (1601-1681).

La obra perteneciente al estilo barroco es un auto sacramental (composición dramática cuyo tema se centra en el misterio eucarístico católico) de gran belleza formal, con un marcado sentido conceptista. Una espléndida alegoría de una sociedad fuertemente jerarquizada, crédula de la condenación en el infierno, de la salvación celestial, o de la expiación de sus culpas en el tormentoso purgatorio. Al final poco importa lo feo o bello, lo miserable o rico que se haya sido en esta vida, pues la muerte instala a todos por igual, frente al juicio divino. Un motivo que ya era recurrente en la pintura y la poesía medioeval, sobre todo religiosa, y que prosigue en los siglos XVI y XVII.

En su inicio, el Autor llama al Mundo manifestándole su deseo que comparezcan ante él: el Rey, la Discreción, la Gracia, la Hermosura, el Rico, el Labrador, el Pobre y un Niño. El Autor ordena al mundo que reparta a cada cual su ropaje, que otorgue su temporal misión a cada personaje. En escena Intervine a su vez, la voz, como una conciencia que señala y canta.

Como bien afirma el gran narrador norteamericano Truman Capote (1924-1984): “El mayor placer de la escritura no es el tema que se trate, sino la música que hacen las palabras”. Y un maravilloso sentido musical y filosófico es lo que impregna las breves páginas de “El Teatro del Mundo”, donde cada quien vive su personaje, coherente con sus características, y donde al final, todos rinden cuentas al Gran Autor de los Días, y poco importa ya la indumentaria que los distinguía cuando eran habitantes del Mundo.

Así dice el Autor: “Si soy Autor y si la fiesta es mía, /por fuerza la ha de hacer mi compañía. / Y pues que yo escogí de los primeros/ los hombres, y ellos son mis compañeros, / ellos, en el Teatro/del mundo, que contiene partes cuatro, / con estilo oportuno/ han de representar. Yo a cada uno/ el papel le daré que le convenga, / y porque en fiesta igual su parte tenga/ el hermoso aparato/ de apariencias, de trajes el ornato, / hoy prevenido quiero/ que, alegre, liberal y lisonjero, / fabriques apariencias/ que de dudas se pasen a evidencias. /Seremos, yo el Autor, en un instante, /tú el teatro, y el hombre el recitante”.

El Mundo responde en esta muestra: “Autor generoso mío, / a cuyo poder, a cuyo/ acento obedece todo, / yo, el gran Teatro del mundo, / para que en mí representen/ los hombres, y cada uno/ halle en mí la prevención/ que le impone al papel suyo, / como parte obediencial,/ que solamente ejecuto/ lo que ordenas, que aunque es mía/ la obra, es milagro tuyo”.

En otro apartado de la obra, el Autor sentencia: “con cualquier papel se gana, /que toda la vida humana/ representaciones es”.

La vida como una obra de teatro donde los actores usan sus máscaras. Pero al final, todos entregan sus trajes, sus farsas ante el Mundo, para luego presentarse ante el Autor. Así el rey atormentado, exclama ante el Mundo: “¿Tú no me diste adornos tan amados? / ¿Cómo me quitas lo que ya me diste?”. Responde el Mundo: “Porque dados no fueron, no, prestados/sí, para el tiempo que el papel hiciste. /Déjame para otro los estados, / la majestad y pompa que tuviste”.

Y cuando el Rey, la Hermosura, el Rico, el Labrador y el Pobre, se quejan. El Mundo todopoderoso responde: “Ya es tarde; que en muriendo, no os asombre, /no puede ganar méritos el hombre. / Ya que he cobrado augustas majestades, / ya que he borrado hermosas perfecciones, / ya que he frustrado altivas vanidades, / ya que he igualado cetros y azadones, / al teatro pasad de las verdades, /que este el teatro es de las ficciones”.

Cuando el artista quiere escapar del Mundo, dominarlo, extraer sus jugos más dulces y cantar victorioso, el mundo, iracundo, lo somete. De esta manera, el gran escritor irlandés Óscar Wilde (1854-1900) hace memoria de lo que fue su gran tentativa vital: “Traté el arte como la suprema realidad y la vida como una simple forma de la ficción”. Sin embargo, la realidad del Mundo fue inmisericorde con él. Citamos nuevamente, ahora, sus amargas palabras tomadas de su conmovedora obra epistolar “De Profundis”: “Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flagelarnos. Nos llevan a la ruina con lo que en nosotros hay de bueno, de amable, de humano, de amoroso”.

Al final, contra viento y marea, el hombre sigue en su eterna aspiración al cielo, en la búsqueda perpetua de su inmortalidad. Como Ícaro, nos elevamos hacia el sol de nuestra propia voluntad, libérrima, pretendiendo bebernos intensamente la vida, pero en ese intento, los quemantes rayos de nuestras propias pasiones nos queman las alas y caemos inexorablemente.

En ocasiones, el Mundo nos pesa demasiado, y nuestro propio Mundo Interior se vuelve una auténtica tortura. Presa de voces infernales que no soportamos, nos abandonamos a una mortal e impetuosa corriente que nos arrastra irremediablemente hasta perdernos.

Esta semana hemos lamentado la muerte del joven estudiante de periodismo de la Universidad de El Salvador, José Luis Santos, quien sufriendo una terrible perturbación se colgó de una pasarela de la ciudad, en las proximidades de su misma Alma Máter. Su trágica muerte nos duele profundamente, porque cada vez que jóvenes como él mueren en esas condiciones nos preguntamos, como personas mayores y como sociedad, hasta dónde fuimos responsables de ese desenlace, hasta dónde el accidentado Mundo que les entregamos los condujo a esas decisiones.

No hay duda, el Mundo está lleno de bellas luces, pero también de fatalidades. Transformarlo en un lugar más justo, libre y de oportunidades para todos, deberá seguir siendo una de las razones fundamentales de nuestras vidas.

Leer a los grandes autores del ayer, a los clásicos de nuestra lengua como Calderón de la Barca, siempre será un bálsamo, un consuelo, una llama que nos hará más vivible el Mundo, ese Mundo nuestro tan particular. Desde luego, hasta que el Gran Autor o quien sea, nos llame nuevamente a su presencia, ya sin máscara ni traje alguno.

 

 

 

 

 

 

 

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