Armando Molina,
Escritor
Después de diez horas de venir metido en mi carro desde Tapachula, México, por la Panamericana; de dar cuatro “mordidas” a cuatro diferentes cuerpos de seguridad al pasar por Guatemala; de finalmente salir ileso de Guatemala hacia El Salvador con un policía de hacienda ebrio en el asiento trasero; de venir acompañado por una mujer californiana que por primera vez en su vida pisa una república bananera centroamericana; con diez colones “jalvadoreños” en el bolsillo, más veinte dólares en billetes –incluyendo monedas–, y siete años sin visitar El Salvador; ¿qué más se puede uno imaginar le pueda ocurrir al llegar al paso de aduana de Las Chinamas en El Salvador?
Bueno, en mi caso confieso que no me esperaba un mariachi desgranándose una versión ranchera del Carbonero como a eso de las seis de la tarde, aun cuando fuera 30 de diciembre un día antes de cerrar el año 90 y empezar el 91. Pero tampoco esperaba encontrarme con la banda de asaltantes vestidos de paisano cuyos miembros, para variar, traían credenciales de “empleados públicos” salvadoreños, dizque de Aduanas.
La verdad es que yo ya estaba sabido de que ingresar a El Salvador por tierra siempre tiene su tinte de drama, no solo por las inevitables “mordidas” que hay que desembolsar por todo el trayecto, sino también porque los actores fortuitos con los que uno se topa en el camino son tan buenos en su arte que muchos de ellos rayan en escenas de la “vida real” con su actuación.
Como he consignado, era 30 de diciembre; domingo para ser más exacto; y mi mujer y yo fuimos dejados en libertad (condicional en todo caso pues sabíamos que volveríamos a pasar a nuestro regreso) al pasar la pluma del lado de Guatemala. Arribamos (verbo más elegante este de arribar) al paso de Las Chinamas pasadas las seis de la tarde. Por supuesto que mi primera impresión fue que “finalmente habíamos llegado a nuestro destino”, como se lee en los panfletos turísticos en su afán de marketing moderno (siguen los dejes de elegancia). No teníamos ni la más puta idea de lo que encontraríamos allí. En mi caso naturalmente, después de siete años sin visitar mi tierra natal me esperaba algo más… eh, ¿cómo decirlo?… ¿sofisticado, tal vez? Vaya ideas ingenuas las mías, por no decir pendejadas.
Descendimos en el carro la cuesta que del puente fronterizo del lado guatemalteco conduce al estacionamiento del garitón de Las Chinamas ya en territorio salvadoreño, y el primero en hacernos un alto fue todavía un policía de hacienda chapín quien, a decir por la “patada” que soltaba el fulano, andaba acelerado desde temprano. Pero por supuesto que nos detuvimos rápido; ya yo me había fijado que con la clase de armas “para mantener la seguridad del pueblo” que cargaba este recluta, nos habría hecho cuerpo astral allí mismo y sin pensarlo demasiado.
El P.H. se acercó a la ventana del carro por mi lado y me pidió “los papeles”. Se los entregué con la mayor amabilidad posible, dada la ventaja que me llevaba con el calibre de su juguete. Ya dije que eran pasadas las seis de la tarde, y sabemos que en el trópico a esa hora el claroscuro es más oscuro que claro. Pero el policía se puso a mirar –literalmente hablando– los papeles, mientras mi mujer y yo nos mirábamos el uno al otro mosqueadísimos. Pero nos quedamos callados esperando el fallo final de la “inspección”.
En eso estábamos, cuando de la sucia semi oscuridad tropical apareció de pronto la figura tambaleante de otro P.H., y por el estilacho con que éste último se ajustó el correaje de servicio me di cuenta de que también venía bastante acelerado. Pero otra vez a petición mía mi mujer y yo seguimos quietos en nuestros asientos jugando el rol del hermano lejano ausente y la turista despistada que lo acompaña.
El nuevo P.H. se acercó al primero y en la oscuridad cruzaron entre sí unas cuantas palabras (entre ellas un par de soeces). Uno de los policías se descolgó del correaje una lámpara de mano y medio alumbrándose en lo oscuro, esta vez entre los dos se pusieron a “mirar los papeles”. Les dieron un par de vueltas con gran seriedad, los miraron detenidamente (ya dije que estos cabrones son actores profesionales). Y finalmente, el que traía la lámpara de mano habló:
–¿Para dónde la tiran? –me preguntó. Era obvio que íbamos para El Salvador.
–A Las Chinamas, señor agente –respondí. Esto de “señor agente” nunca ha fallado en Centroamérica.
–¿Y de dónde vienen? –volvió a preguntar el policía.
–De México…
–¿De México; con placas de California?
–Ah no, no, no… venimos de California, cierto… De Los Ángeles –dijimos mi mujer y yo casi al mismo tiempo y, naturalmente, acompañado de risitas nerviosas.
–Ya decía yo –dijo el P.H., e hizo una mínima pausa. –Y bueno, ¿qué se traen de los Yunai? ¿Algún perfumito aquí para los muchachos? ¿O algún pantalón de esos de moda?
De nuevo risitas nerviosas de parte nuestra.
–No, señor agente, mire que de veras lo siento mucho; ya solo nos queda lo justo para cruzar al lado de El Salvador.
–¡No´mbre, qué va´ser! ¡Dese algo aquí para nosotros! – Yo percibí algo de amenazador en su voz aguardentosa.
–De veras que ya no tenemos más dine… eh, quiero decir regalitos, señor agente. Dejamos los últimos allá arriba con los muchachos de la pluma.
Se hizo un silencio incómodo. Los P.H. lo pensaron por un momento. Luego el uno le dijo al otro en su reconocido acento chapín:
–¡Mirá esos cabrones, vos! Ya van dos que nos mandan desvalijados.
Y nos dejaron seguir.
Un minuto después me fumigaban el carro a la entrada del garitón de Las Chinamas.
Yo me bajé del carro para ir a averiguar qué clase de trámites teníamos que hacer en aquel lúgubre garitón, y al solo pararme en tierra estuve rodeado de un grupito de cipotes de edades entre 10 y 15 años que me traían aperado diciéndome que ellos me hacían los trámites “por lo que usted quiera darme, señor”. Les dije que se calmaran (aunque por dentro yo sabía que el que necesitaba calmarse era yo) y me fui a dar un par de vueltas por el lugar. Y al instante me sentí peor. Lo único que encontré por allí fue un cartel escrito a mano pegado a la mugrosa pared del garitón, que listaba los requisitos para cruzar la frontera –¿cuál de ellas? era difícil de averiguar a través de aquel pedazo de mierda de cartel cuyo único fin parecía ser el de dejarlo a uno más confundido de lo que ya llega.
Finalmente me dirigí a uno de los tipos que pululaban por ahí, un tipo de más o menos mi edad, pensando que eso me ayudaría a que me hiciera los trámites correspondientes; (después me di cuenta de que es mejor que lo hagan los cipotes). De entrada, el fulano me dijo que el trámite costaría 180 colones; espantó con puteadas a un par de cipotes que quedito le llamaban “oreja”, y me pidió el dinero adelantado. No tuve más remedio que ir a cambiar los últimos dieciocho dólares que mi mujer traía en billetes (por cierto, los coyotes cambistas no aceptan monedas a menos que sean regaladas, para que usted lo sepa). Regresé al carro y le pedí a mi mujer los últimos dólares. Ella ni siquiera hizo preguntas, se tomaba todo aquello como si se tratase de la forma más natural de cruzar una frontera. Me pregunté si alguna vez se había visto en una situación parecida; pero rápidamente concluí que ella todavía seguía mosqueada digiriendo las últimas sorpresas con el policía de hacienda chapín en el asiento trasero y con los otros dos que nos habían aparecido en estado voluble de ebriedad.
Protestando y desconfiado tuve que darle un adelanto de 120 colones al fulano, de quien pronto averigüé que su nombre era Reynaldo, un tipo flaco de musculatura fuerte como alambre templado, típico salvadoreño poseedor de una cara de pocos amigos pero que parecía conocer a la mayoría de los coyotes de oficio y a los coyotes (léase, “agentes”) de aduana, que son los peores para bajarse a la gente decente.
Ya con el dinero en mano, Reynaldo nos indicó que sacáramos las cosas del carro y las colocáramos sobre unas bancas de cemento alineadas a la orilla del garitón.
Mi mujer y yo nos pusimos manos a la obra; sacamos las cosas del baúl rápidamente y luego nos pusimos a esperar; no había de otra. La pandillita de cipotes nos dejó solos finalmente, y mientras esperábamos llegaron otros tres vehículos –entre ellos un pickup Toyota repleto hasta el tope de cachivaches.
Se apearon los choferes que parecían venir en caravana desde Miami, según pude entender por sus comentarios y el par de puteadas que dejaron caer al ver el horizonte oscuro salvadoreño. Pero tranquilamente se fueron al garitón a hacer los trámites de aduana.
Uno de ellos se acercó a platicar con mi mujer y yo como para matar el tiempo. El fulano tenía una cara de ex carterista imposible de ocultar, pero se comportaba bien dada las circunstancias. Nos dijo que, en efecto, venían de Miami y habían salido hacía tres días y que-qué-problema era pasar las fronteras centroamericanas, etc., etc. Mi mujer, quien se había alejado unos cuantos pasos mientras el tipo y yo platicábamos, vino a pararse a mi lado como rayo de Jalisco, cuando un grupo de soldaditos equipados hasta el cereguete con armas de grueso calibre empezaron a escupirle fogonazos de M-16 a una ceiba que, según pude deducir por el griterío que se armó, contenía una periquera entre sus ramas. Los soldaditos (qué más se le puede llamar a estos sueños colectivos, como decía el bardo Dalton) estaban cagados de la risa pasándose una botella de guaro (no pude distinguir la etiqueta debido a la oscuridad patente) que, supuse, les producía aquella euforia homicida. El ex carterista ni siquiera pispilió; es más, se sacó una cajetilla de Kent de la bolsa de la camisa y nos ofreció un cigarro a mí y otro a mi mujer quien ya para entonces había comprendido que el asunto aquí iba en serio.
Aquí tengo que confesar que yo también me sentía extremadamente cabreado, hasta el punto de empezar a cortar clavos con el c…, no era de menos. Así que le dije a mi mujer que se calmara (aunque nuevamente, quien necesitaba calmarse era yo). A mí me parecía que aún había más sorpresas por descubrir…
Fue a estas alturas que empecé a dilucidar un par de asuntos sobre los cuales había venido leyendo en algunos de los periódicos que traía conmigo de California, y en ´La Jornada´ de México cuyas “iluminadoras” páginas traía en ruta hacia El Salvador. Me refiero al afamado y aclamado eslogan político salvadoreño, “La década de la paz”, producto este – estoy más que seguro– de la mente publicitaria de algún empleado estrella del distrito financiero de San Francisco, Madison Avenue o Los Ángeles (San Francisco, si no me equivoco).
Pero quiero dejar claro que mi afán aquí no es de ninguna manera político (aunque los filósofos-cliché digan que “todo acto” es político); al contrario, me considero un individuo completamente inmune a las sandeces babeantes de un rabioso cancerbero primermundista, ya no se diga a las de cualquier politiquillo tercermundista. Lo que sí quiero establecer es que soy parte de un grupo –privilegiado sería una palabra de demasiado vuelo– de individuos cuya característica fatal es la de ser atentos observadores de la condición humana; especialmente si alguno de estos payasos que ya mencioné me está pisando el dedo gordo del pie izquierdo, donde para mi detrimento me crece un vil uñero que me hace la vida aún más difícil y molesta.
Por otro lado, pensaba en los miles de patriotas gringos engañados precisamente por esos medios de comunicación allá, en Tower Hills, Nebraska, donde sólo el 0.0001 por ciento de la población sabe exactamente dónde está ubicado el paisito bananero en el mapa. Y naturalmente que este asunto no debería preocuparle a ningún individuo que crea que un comunista es un animal de dos patas que devora niños. Porque allá en los Estados Unidos ocho de cada diez “patriotas” aún creen que El Salvador es una finquita cafetalera con exóticas playas llenas de sirvientas y de indios tiraflechas (y misiles), donde existen tribus de comunistas… ¡que todavía comen gente! (Y esto se aplica a otros millones de amantes de los Estados Unidos que siguen de cerca los “eventos históricos” que escupen los periódicos del establishment estadounidense). ¿Pero qué otra cosa se puede uno imaginar cuando muchos de esos “patriotas” le exigen a su congresista local que provean de armas sofisticadas tipo M-16 a todos esos indios tiraflechas? La cosa no podría ser más absurda, ¿no es cierto? Miles de intelectuales en Estados Unidos se devanan los sesos pensando en cómo es posible que “ciudadanos gentiles, de gran corazón, tiernos como niños” (como los gringos se autocalifican), puedan ser capaces de semejante barbaridad. Pero para comprender este punto es solo necesario echar un vistazo a las características de esos “patriotas”… La pregunta es: ¿Dónde más sino en un corazón “americano” es tan fácil encontrar las más grandes paradojas?
Veamos. Estados Unidos quiere ser para el mundo un pilar de virtuosidad y decencia, pero en el seno de su clase gobernante (y dominante) se descubren las peores patrañas históricas en las que salen a relucir los filosos colmillos de la intriga, el racismo y la mentira (Y aquí solo es necesario echarle un vistazo histórico al patético Richard Nixon y su círculo íntimo compuesto de matones, estafadores y engañabobos de corbata y traje oscuro, para uno darse cuenta de esta singular característica). Sólo los gringos se jactan de ser ciudadanos conscientes de los daños que se le causan al ecosistema del planeta (y conste que no todos), mientras diariamente se hartan hamburguesas y papas fritas en un Macdonald´s o en un Burger King, cuyos productos producen mensualmente y en acción combinada cuatro millones de toneladas de basura. Los gringos quieren presentarse ante el mundo como una nación de ciudadanos que aman la paz y respetan los derechos humanos, mientras veinte mil de sus tropas de asalto invaden una islita caribeña de 1,500 habitantes, porque “se sospecha” que media docena de telegrafistas y tres o cuatro maestros cubanos traman invadir Texas; o planean bombardear veinticuatro horas diarias a un psicópata árabe que se esconde tras treinta millones de inocentes ciudadanos, aniquilando en el operativo a 500 mil personas como quien combate una zompopera en el traspatio de su casa. Y ya más tarde, con el telón de “Mission Accomplished” de trasfondo, regresan los héroes a casa en donde les esperan los otros “patriotas” con desfiles y carrozas y salen a recorrer las calles abrazados nada menos que con Mickey Mouse y los siete enanos, entre ellos congresistas y senadores.
Pero pronto me di cuenta de que esta clase de ironías no tienen sentido alguno cuando uno se encuentra atascado en las fronteras de las finquitas cafetaleras a cinco mil kilómetros del punto de partida y rodeado de campesinos tiraflechas (y misiles) que portan M-16s, Made in USA, “para defender la soberanía del pueblo”.
Lo cierto es que los soldaditos desaparecieron con la pólvora y el etileno, y mi mujer se aseguró de quedarse cerca en caso de que a aquellos cabrones les diera por escupirle fuego a la gente en lugar de la periquera. Esa fase cancelada, empezó la fase de las chabacanadas. Y me refiero a las payasadas grotescas del mimo borracho que resultó ser el administrador de la aduana de Las Chinamas esa noche; un personaje siniestro, de pelo cano, a quien bien se le hubiera podido apodar “el Enano”, dueño de una cara de comediante más que de administrador. Pero, en fin, qué se puede esperar de cierta mediocridad perniciosa que poseen los gobiernos salvadoreños en cuestiones de escoger su personal administrativo. Esto, yo más bien creo es un reflejo directo de sus gobernantes. Y lo peor del asunto es que existía el peligro de que este comediante nos hiciera pasar la noche a mi mujer y a mí metidos en el carro porque a semejante hijueputa “no le caímos bien después de cenar”. Eso era lo que me temía.
Reynaldo regresó de hacer alguno de aquellos engorrosos trámites y vino a pedirme otros veinticinco colones para finiquitar el paso de la frontera; también me dijo que tendríamos que esperar un rato ya que “el señor administrador estaba cenando”. Para entonces yo ya estaba a punto de empezar a putear al alguien; pero bajito, disimuladamente, Reynaldo me dijo que el fulano parado bajo el umbral de salida del garitón era el “oreja” del administrador, y oreja en general. Así que me quedé calladito viéndome más bonito, esperando a que “el señor administrador terminara de cenar”.
Mientras tanto, Reynaldo me dirigió a un puesto de soldados donde tenía que declarar ciertos datos sobre mi carro y la razón de mi visita a El Salvador. Este último asunto me mantuvo ocupado por unos minutos pensando en toda una gama de puteadas que bien me hubiera gustado soltarle a un par de aquellos cabrones.
Estando parado detrás de una persona que terminaba de declarar la razón de su pendeja visita a El Salvador para ser maltratado por semejantes hijos de puta, empecé a darme cuenta de que mi mujer y yo éramos los únicos propensos a que nos diera un ataque de gastritis debido a tanta cólera y exabruptos. Digo esto, porque me di cuenta de que la demás gente se tomaba todo aquel abuso de estos peleles con credenciales de empleado público, con gran naturalidad, como si se tratase de un trámite más a concluir. Entonces me di cuenta de que había que tomar una decisión enérgica de tipo filosófico, nada de decisiones tipo animal; es decir, aquella de aceptar el maltrato de tanto energúmeno uniformado portador de un carnet de gobierno que le permitía tener mano libre (y peluda) “en cuestiones aduanales”… todo con tal de sobrevivir aquella pesadilla burocrática en versión tropical. Y he ahí un buen ejemplo del porqué los países centroamericanos están bien jodidos en cuestiones de calidad humana. Y ese es un tema que comienza desde el jefe de gobierno que se hace del ojo pacho, o a quien simplemente le importa una mierda lo que un judicial en estado etílico o digestivo haga con un ciudadano decente. ¡Y pensar que en este mi país hasta los soldaditos de retén se creen amigos personales de Ronald Reagan!, ¿nos vamos entendiendo? Y es que en estas cuestiones ¡hasta los mexicanos ya iban adelantados con sus lecciones aprendidas! Me figuro que son asuntos que tienen que ver con la calidad del individuo que se es, con educación (y no me refiero a la escuela, sino a instrucción básica: respeto a la vida humana, amor a los animales, etc.)
Quise pensar que esa cuestión filosófica tenía una conexión inmediata y absoluta con la obscena contienda civil que se vivía en El Salvador en ese entonces. Y realmente creo haber encontrado indicios de falta de calidad humana, sobre todo. Pero la idea me pareció demasiado elemental, ¡y por lo tanto sospechosa, por la puta!
¿De qué se trataba entonces? ¿Somos realmente una tribu de una raza maldita que era necesario tener subyugada a como diera lugar? ¿Era necesario tratarnos como mierda los unos a los otros para que las cosas del país marcharan de la misma forma mediocre e ineficaz? Y es que aquí en El Salvador ni siquiera hemos aprendido a hacer cola para subirnos al bus, mucho menos evitar ir a defecar al ver un predio baldío. Pero estas son observaciones agrias, y aunque pueriles, sí son relevantes a la situación que se vive en los países centroamericanos. La pregunta quizás debería ser: ¿qué es aquello que nos evita, nos obstaculiza, aquello que nos hace tan difícil la tarea de ser individuos con calidad humana? ¿Qué es, por dios, qué? ¿Será la raza, realmente? ¿La mediocridad evidente de los gobernantes? ¿La gama de estafadores y mentalidades medievales que forman el grueso de la sociedad instruida salvadoreña? ¿Qué sería? Esas eran mis preguntas.
En fin, tenía que tomar una decisión. Yo de mi parte hubiera empezado a discutir con alguno de aquellos farsantes. Pero por otro lado estaba mi mujer. Y ella estaba nerviosa. Comprensible. Yo también lo estaba. Pero en mi caso, la misma sangre que corría por las venas de aquellos cabrones corría también por las mías. Además, yo no había venido a El Salvador después de siete años para convertirme en mártir. O al menos así lo creía.
De lo que sí estaba seguro es que teníamos que terminar de cruzar la frontera esa misma noche; las historias que el ex carterista había contado sobre asaltos y degüellos en la carretera a San Salvador eran mitológicas y espeluznantes. Y ya eran las nueve de la noche…
Finalmente, el administrador, el mimo borracho con cara de comediante terminó de cenar. Salió al corredor del garitón donde solapadamente se soltó un pedo y un eructo, y procedió a encender un cigarro. “A ver,” dijo, “¿quiénes son los que ya pagaron los óbolos?” Hablaba en forma retórica y me pregunté si con eso apantallaba a la plebe ignorante. Concluí que sí pues el resto de sobalevas lo trataban con una extraña especie de respeto, la clase de respeto con la que se tratan cierto tipo de criminales.
El mimo caminó a lo largo del corredor del garitón moviéndose despacio, tomándose su tiempo, chequeándoles con ojos ávidos las nalgas a las mujeres jóvenes que esperaban cruzar la frontera. Decididamente se detuvo frente a mi carro, y le echó un vistazo a mi mujer. “Un minuto más, hijueputa, y te juro que te echo una puteada,” me dije para mis adentros. Yo sentía que me hervía la sangre y se me apretaba en las sienes como una barra de hierro. Sabía también que llevaba las de perder; los soldaditos sólo esperaban la orden del enano de pelo cano para arrancar con sus M-16. El veneno que salió de la boca de aquel batracio casi me hace perder el control
–¿Así que traes a pasear a tu gringa?
Yo ya no pude aguantarme más, y le respondí:
–Sí, hombre, pero apuráte; firmá las babosadas y dejanos pasar. ¿Qué decís?
Yo ya sabía que a esta clase de malandrines burocráticos lo que más les encabrona es que alguien les hable de vos frente a sus subalternos; es el peor de los insultos que se le puede dar a estos cancerberos bravucones; rápidamente pierden la compostura.
El enano de pelo cano se encabritó por un instante. Miró de un lado a otro y a cada una de las personas que lo rodeaban. Después volvió a mirarme.
–¿Y vos quién sos? –me preguntó.
–Un ciudadano, hombre. Y buen patriota también. ¿Por cierto, vos cómo te llamas?
–El que hace las preguntas aquí soy yo.
–Yo pensé que tu chance era de firmar papeles y cobrar “óbolos”.
–Estamos aquí para evitar infiltraciones de indeseables y traficantes –, dijo. Seguía muy retórico.
–Bueno, entonces hacele las preguntas a estos agentes. Ellos ya terminaron de registrarme el carro.
–¿Quién le hizo los trámites a este? –preguntó fulminante y despectivo el mimo borracho que dizque era administrador de aduanas.
Se hizo un silencio incómodo entre los sombríos espectadores que nos rodeaban en ese momento. Del fondo del garitón salía el alarido de un conocido cantante salvadoreño que imitaba a un mediocre cantante mexicano en la radio.
–Ya el muchacho se fue –le contesté yo.
–Entonces vas a tener que esperarte un rato –me dijo con ganas de joderme la vida–. Aquí te hace falta un sello y una firma.
–N´ombre, ya todo está en orden. El único que tiene que firmar sos vos –acentué la palabra vos para su mayor encabronamiento. –Te agradecería lo hicieras porque quiero llegar a San Salvador esta misma noche.
No había vuelta de hoja. Lo había topado al cabrón. Sin embargo, pensé que me saldría con otra babosada. Pero ya no me importaba tanto. De mi parte estábamos a mano.
–¿Y qué venís hacer a El Salvador? –volvió a preguntarme con un deje de repugnancia en el tono de voz.
–Pensé que dijiste que traía a pasear mi gringa.
Me di cuenta de que mi ironía no hacía mella en la cara dura de aquel fulano siniestro.
–Aquí dice que sos ingeniero. A mí no me parecés ingeniero.
–Mirá qué cosas; en eso estamos iguales también. Vos a mí no me pareces administrador de aduanas. Ni siquiera te voy a decir lo que pienso de vos –. Volví a enfatizar el apelativo.
Los demás hombres que presenciaban la escena me miraban sorprendidos. Me imaginaba la clase de tipejo que realmente era aquel fulano con aquella gente. Ahora podían verlo frustrado conmigo, como si estuviera desnudo ante los hombres que se suponía tenían que respetarlo.
Me midió una vez más con una mirada fulminante. Pero conmigo esa mierda de miradas no funcionaba. Iba a decírselo, pero me contuve. No había más necesidad de burlarme de semejante pelele que lo único que sabía era joder gente decente. Y por supuesto otros no tan decentes. ¡Hay que saber conocer la diferencia, por favor! Yo soy un ciudadano, por la gran puta. Que conste.
El mimo borracho finalmente estampó su firma en aquel inservible papel. Yo ni siquiera le di las gracias. Me metí en mi carro donde me esperaba ansiosa mi mujer, y salimos en dirección de la pluma. Con los faros iluminé en la oscuridad un solitario rótulo que leía: “La década de la paz. Bienvenidos a El Salvador.”
Según mi mujer y yo la pesadilla burocrática había concluido. Ni por cerca. Pero no creo necesario seguir narrando los periplos de poder de tanto cabrón insignificante con ínfulas de librepensador en mi paisito bananero. Baste decir que ahora estoy tendido en una cama de hospital, bien jodido, pensando en todo este asunto. Supongo que toda esa serie de incidentes en la frontera hubiera bastado para darme una idea de lo que me esperaba en mi país después de siete años sin visitarlo. Está claro también que no he obtenido respuestas a mis “preguntas sociales”. Dudo que alguna vez las obtenga. La gente, mi pueblo, por supuesto me pasa diciendo a cada rato: “Mire, ingeniero, para averiguar eso mejor véngase a vivir a El Salvador de nuevo.” Y creo que tienen toda la razón. Lo mismo me dicen mis familiares. Y también agregan: “Ay hijo, ¿cuándo iremos a cambiar en este país?”
Esa me parece una magnífica pregunta.