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«El Hijo del Embajador». Cuento, por Hilda Henríquez de Flores

(Primera parte)

Hilda Henríquez Flores

 

La primera vez que Louis vio a Rosario, la joven se movía  mezclada entre la servidumbre, atendiendo a los invitados. -Él no le puso mucha atención-  Los invitados fueron las personas que vivían y  trabajaban para la estancia,  y otros vecinos dueños de buenas tierras del lugar, con quienes los Señores Weil habían hecho amistad.  Eso fue la noche de la fiesta de bienvenida que sus padres le ofrecieron, cuando llegó de Francia, recién graduado como médico. Cuando el Señor Weil se retiró del servicio diplomático de su país, decidió retirarse a vivir al campo  con su esposa. El joven había llegado, con el deseo de  pasar una temporada con sus padres en Argentina. Decidió  que la campiña sería el mejor lugar para descansar, después de pasar ocho años estudiando.

 

Al día siguiente el encuentro cercano con ella  fue inevitable. Cuando él se dirigía hacia los establos decidido a  montar un caballo y dar un paseo por el lugar,  ella venía hacia la casa. Su belleza lo sobresaltó. De inmediato notó que  era diferente a los vecinos con quienes había compartido el día anterior. Sorprendido, mientras avanzaba hacia ella, en dos segundos la desnudó. Un  cosquilleo  enervante recorrió   su cuerpo y supo que tenía que llevarla a la cama. Cuando estuvieron cerca, ella lo saludó con una expresión dulce, casi infantil, sin imaginar los pensamientos oscuros que pasaban por la mente del extranjero.

–Bon jour, dijo él. Al darse cuenta de que la había saludado en francés,  repitió el saludo en español. Los dos rieron,  y siguieron caminando dándose la espalda. Pero Luis se detuvo y volteó la cabeza para seguir viéndola, admirado por su porte y su  rostro de rasgos finos.

 

Los señores Weil partieron para Francia pocos días después, acudiendo al llamado que les hacía un hermano de él, en una carta que su hijo les trajo.  Al Doctor no le molestó la situación inesperada, quería descansar.  Pasó por su mente  la oportunidad que tenía de estar cerca de la  joven que había visto, sin la mirada de sus padres. Al tercer día de llegado, notó que la joven no aparecía por ningún lado; pero sí,  la escuchaba hablar en la cocina con Magdalena la empleada  a cargo de la casa. Ese día, después de cenar, se dirigió a la cocina. Ellas habían terminado de cenar y conversaban, disfrutando sendos mates, sentadas frente a una pequeña mesa, iluminadas por una luz opaca. Él se paró en el dintel de la puerta y desde allí las saludó, quería confirmar la visión que de la joven había tenido el día anterior. Quería  observarla detenidamente, aprovechando  la distracción de hablar con ellas  sobre vaguedades. Rosario permanecía aferrada a un conejo blanco que sostenía contra su pecho. Sonreía y hablaba poco. Con los ojos puestos en ella, Louis recordó el cuadro de Leonardo Da Vinci, “La Dama del Armiño”. Siempre le había impresionado aquel bello cuadro del florentino, por la expresión tan natural e inocente que tiene la joven del cuadro, similar  a la que expresaba la joven que tenía frente a sus ojos.

Antes de retirarse  invitó a las dos a que fueran al corredor para seguir la conversación, y contemplar la noche con las montañas de fondo.  Allí estaba él esperándolas cuando llegó Magdalena para decirle  que no podían estar con él,  porque su sobrina tenía sueño y se había ido a dormir, y ella todavía tenía trabajo  en la cocina. Pensando en la actitud negativa de la joven, concluyó que ella quizá  era una fruta prohibida para él. Sin  embargo, con la intención de conocerla más, programó  un viaje con ella y Magdalena a Tucumán, y también les dijo que podían invitar a otra persona.  Fueron  al paseo Magdalena,   Rosario y otra joven que ayudaba  también  en la casa. Estando en una caafetería degustando un postre  con sus acompañantes, Louis observó que  entre la joven y las dos mujeres adultas había una  diferencia abismal en su físico. Las señoras tenían los rasgos  genuinos de los pueblos originarios de América; pero Rosario no.  Sus  rasgos no eran comunes en la región.  Recordó lo que sus padres le habían comentado sobre los dueños de las estancias en el lugar, casi todos eran extranjeros. Así que dedujo que por allí venía el origen de la joven. Sus rasgos físicos lo denunciaban. Él  fue prudente y no hizo ningún comentario. Cuando  terminaron de almorzar conversaron sobre la vida en la región; él les contó de sus estudios y vida en París. Pero  por más que trató de hacer  conversación con Rosario, ella respondía con respuestas lacónicas. A la joven  le resultaba difícil ver  a los ojos al hombre que  la miraba incisivo. Cuando regresaban, él les dio la sorpresa de que iba a instalar una escuelita en la casa, por la noche, para que aprendieran algo y no se sintieran aburridas.  Y  les dijo, que él  también necesitaba estar ocupado en algo. Rosario no dijo nada, pero se alegró.

 

Louis disfrutaba estar en aquella región. A pesar de haber viajado por toda Europa en ningún lugar se había sentido tan dueño de sí mismo, tan libre. Al poniente de la estancia la silueta de los Andes se erguía majestuosa. Era impresionante contemplar la montaña cubierta de nieve, que no tenía fin, ni hacia el norte ni hacia el sur. Él, que había viajado por toda Europa y llegado hasta los Urales rusos, jamás había sentido la emoción que sentía en aquellas  tierras. La sencillez de la gente, su bondad, y algo más que les salía desde dentro lo habían cautivado. Sentía su alma renovada y serena. Hablando consigo mismo,    decía que su permanencia en aquella región  tenía en él un efecto  renovador.  Llegó a la conclusión de que toda su vida anterior había sido una vorágine de vivencias superfluas. Lo único que tuvo valor fueron sus estudios. Eso sí, porque desde niño decidió que quería ser médico. Recostado en la  hamaca se mantenía meditando para indagar más sobre su persona. Era un autoanálisis constante. Recordaba una sentencia que había leído: “Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a Dios”  Una vez más, llegó a la conclusión que a donde fuera debía ser una persona  al servicio de los demás, porque esa era la verdadera vocación del médico. Sabiendo que estaba de paso en el lugar,  quiso que su estancia en la casa fuera útil a los vecinos.  Además  de las clases que impartía a las mujeres por la noche,   programó una jornada médica que los vecinos recibieron con beneplácito muy agradecidos. Más, en el fondo de aquellos proyectos se ocultaba  la intención de estar cerca de Rosario.

 

Las alumnas de la escuela fueron  Magdalena y  Rosario. A Carmen, la otra empleada, no le interesó el estudio propuesto. Los temas  de las clases eran variados, aprovechaba los pocos libros que sus padres habían ordenado en unos estantes de la sala. A la hora de las clases se reveló en Rosario un cambio notorio que  Louis no pasó desapercibido. Era inteligente y vivaz, ponía atención a las clases y hacía preguntas, aunque muchas veces, se mostraba cohibida. Magdalena no tuvo mucho interés, a tal grado que también decidió no asistir a las clases. Así que se retiraba a un extremo de la sala a zurcir ropa, y a  oír música en un pequeño radio que el Señor Weil le había regalado. Muchas veces optaba por retirarse a dormir.

 

En el contacto cotidiano de las clases con su alumna, Louis se dio cuenta de que la atracción que sentía por Rosario no era un simple deseo físico,  sino algo más profundo que él se resistía  aceptar. Después de terminadas las clases, cuando se retiraba a dormir no podía borrar de su mente la imagen de aquel rostro nimbado por la pureza.  Al despertar quería seguir mirándola. Varios días luchó con aquel sentimiento. No podía ser que él, un médico europeo, estuviera enamorado de una campesina, pensaba. Sin embargo Cupido ya había lanzado sus dardos. Sus padres habían dispuesto que la joven no llegara a trabajar el día domingo; pero él le pidió que llegara con el pretexto de que Magdalena necesitaba ayuda. Magdalena se extrañó un poco por la actitud del  patrón,  pero no le dio importancia.  Él  se sentía feliz teniéndola cerca, con aquella felicidad que experimentó cuando tuvo su primera novia a los quince años.  Pero  su  mente de hombre moderno, de una cultura sexual diferente, no se conformaba   sólo con mirarla. Quería más de ella. Y no comprendía la barrera infranqueable que había entre los dos.  La novia de sus quince años fue una compañera de estudios que después de enamorarlo se trasladó a vivir a Istambul y   nunca regresó. A pesar de ser un hombre joven hacía mucho tiempo que no pasaban por su alma aquellas emociones. Cierto que había andado de novio con algunas jóvenes  en Paris; pero sin  tener relaciones serias. No  quería distraerse de sus estudios.  La situación con Rosario lo tenía confundido. A veces dudaba   si en realidad estaba enamorado de la joven…  la   mente se le revolvía como un torbellino y el rostro de Rosario giraba a su alrededor, quitándole el sueño. Esto no puede ser.   ¿Qué me sucede?  Se repetía. Lo mejor es que me regrese a Francia. Sentenció un día.

Las clases continuaron.  Y los hechos se precipitaron. Con aquellos sentimientos en su alma, el hombre no pudo guardar silencio. Y una noche, en vez de dar clases le confesó a Rosario que se había enamorado de ella. La joven se sonrojó.  Sus ojos se humedecieron. La declaración era inesperada. Las manos blancas de Louis sostenían sus manos, y él se acercaba más a ella mirándola con ternura, como nadie la había mirado antes. El Doctor Louis, que  era completamente diferente a los muchachos de la zona, que vestía ropa fina, y olía bien,  estaba junto a ella haciéndole aquella confesión. Sintió miedo. Pero también cierta satisfacción bullía dentro de su alma. Sin decir palabra se levantó, él también se puso de pie. Luego  posó una mano sobre su hombro, le dio un beso en la frente y le dijo: “Que duermas bien, amor mío”.

 

Aquella noche, ambos no pudieron dormir. Louis sentía que la quería mucho, no podía negar  sus sentimientos.   Muchas preguntas y conjeturas pasaban por su mente.  ¿En qué va a terminar todo? No debo hacerle daño. ¡He sido un estúpido! No es para tanto. Para poseer una mujer no es necesario tanto teatro. Soy un hombre como todos. Deseo una mujer, la busco y si accede, bien…pero…  Rosario no merece ningún daño…  es diferente a todas las que conocí antes. Y pensaba que allá   donde  él había crecido,  las parejas  libremente se  entregaban, eran otras costumbres.  Pero  ella no era como las otras. ¿Pero qué me sucede? Se preguntaba-. ¡Una  más y ya!   ¿Por qué no fuiste como cualquiera Rosario?  Yo  tengo la culpa de todo. Venir a dar clases a estas mujeres. ¡Y a mí que me importa que sean ignorantes! Comentó colérico.  Y  decidió que al siguiente día prepararía maletas y se largaba para Francia.

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La joven también padeció una noche en vela. Sentía  el tibio beso de Louis en su frente.  Que ella, ya había imaginado  y deseado cuando se iba a la cama.  Fue la primera  caricia  de un hombre sobre su cuerpo, y  la hacía  feliz.  Cientos de ideas y preguntas  pasaban por su mente:   ¿Será sincero?  Cómo voy a creer que ese joven de la ciudad va a quererme.  Ni pensarlo. Así son los patrones.  Arruinan  a las muchachas, las dejan embarazadas embarazadas.   Después ni las  vuelven a ver… Me voy a ir de la  casa, no vendré más a trabajar. Pero  no podría dejar de verlo…  La culpa es de mi tía nunca me ha aconsejado.  No  podría dejar de verlo… no puedo irme…Dijo a punto de llorar.  Y se pasó la mano por la frente como queriendo borrar el beso recibido.

A Louis le fue imposible marcharse. Rosario tampoco se fue. Aunque al siguiente día esquivó la mirada del patroncito, puso más esmero en su arreglo personal.  Él  lo notó, y    tomó  su proceder como una actitud de beneplácito  a su declaración. Y  teniendo aquellos dos seres los mismos sentimientos terminaron entregándose al amor.  Al estar con ella en la intimidad, Louis confirmó que no sólo el deseo lo había acercado a ella. La joven por su parte sentía dentro de su pecho  el aleteo de un pajarito que le susurraba un gorjeo dulce, como el canto de aquellas aves que alguna vez escuchó en la espesura del monte, cuando  iba a recoger frutas con sus hermanos. La experiencia amorosa la hacía feliz. Luis la había cautivado con su mirada azul, sus palabras cariñosas, sus caricias. Por momentos olvidaba  que ella era una campesina y él un hombre distinguido con muchos estudios.

Por supuesto Magdalena comprendió desde el principio la actitud del doctor hacia su sobrina, porque él se lo comentó;  pero jamás  imaginó que aquellas palabras fueran más allá. Como mayor que era se dio cuenta de la relación que tenían. Y no se explicaba por qué no   previno a su sobrina, y la mandó para su casa  prohibiéndole  acercarse a la casa.  Lo que hizo fue guardarse el secreto.

 

Después de tres meses, en víspera de la llegada de sus padres, que tardaron  más de lo previsto. Louis envió a Rosario a casa de sus padres. Dos días, le dijo, mientras hablo con mis padres  y aclaro algunos detalles. Ten la seguridad de que nos vamos a casar, le dijo. Muy sumisa, Rosario aceptó.

Cuando llegaron los señores Weil notaron algunas mejoras que su hijo había hecho a la casa. La había pintado, ampliado los patios y   había   plantado muchas matas de flores por los alrededores, con la ayuda de los trabajadores. La casa se miraba reluciente. También  notaron que su hijo lucía diferente. En   su rostro había una expresión  de gozo. Sonreía  a menudo y era más comunicativo. Pensaron que todo era obra de su contacto con la naturaleza y de su descanso  lejos de los libros. Después de cenar pasaron a la sala a tomar su café  -los señores no habían aprendido a degustar el mate- y a comer algunos panecillos de la cocina francesa que habían traído. Hablaron  de París y de la familia, y de los pormenores del viaje.  La Señora Weil comentó:

  • La ciudad está bella como siempre, hijo. Tus hermanas y amigos te esperan pronto.

Tranquilo,  y con una sonrisa en los labios Louis dijo, dirigiéndose a los dos:

–  No pienso regresar.

–  ¿Qué es lo que dices?  Preguntó el padre, extrañado.

–  Así como lo oyeron. No pienso regresar porque me voy a casar.

Al escuchar aquellas palabras ambos se quedaron mudos. Su admiración les tornó los ojos inmensos. Él se dio cuenta de que sus palabras les habían caído como un cubo de agua helada. Al verlos como estatuas  en los sillones, les dijo:

  • ¡Pero vamos¡ Digan algo. Soy yo el que les acaba de hacer el anuncio.

El padre  le preguntó:

-¿Y se puede saber con quién te casas?

–  Bueno. Me caso con Rosario la hija del cuidandero. Respondió  con expresión alegre, al tiempo que levantaba sus manos para dar énfasis  a lo que decía-.

– ¿Qué? Dijo la madre poniéndose de pie. ¡Estás loco Louis! No es posible.

– Ya me esperaba esta reacción. Comentó él, seguro de si mismo.

– ¿Qué te pasa? Dijo el padre muy molesto. ¿Cómo vas a dejar tirada tu profesión teniendo un futuro tan brillante en Europa?

– La medicina se puede ejercer en cualquier parte del mundo. Y la obra es más valiosa cuando es para los necesitados. Si supieran como se necesita un médico en estas zonas. Comentó el joven. Ya hice una campaña médica  aquí. Yo traje algunas medicinas y otra las fui a conseguir a Tucumán.

Haciendo uso de su sentido común, el embajador trató de llevar la conversación sin expresar una oposición declarada a los propósitos de su hijo. Empezó a hablarle de todo lo que su profesión le ofrecía en Europa. Su prima Camile le dejaba su clínica, porque ella se trasladaba a otro centro hospitalario. Su tío Jean Paul también le tenía una plaza en el Centro Médico Nacional donde podía hacer su especialidad. Louis  miró a su padre detenidamente, al tiempo que por su mente pasó su propia imagen de médico atendiendo pacientes en el hospital, donde hizo sus prácticas. Y recordó sus sueños de estudiante, sus  planes sobre el futuro que con  sus compañeros esbozaban en sus horas de ocio. En ese momento se dio cuenta de que él, en poco tiempo,  había  cambiado el rumbo de su futuro, dirigiéndose hacia una dirección  jamás  imaginada.

Al verlo pensativo. La madre ya repuesta de la sorpresa,  le dijo:

  • Cuando llegues vivirás como siempre con tus hermanas y al final del año te mueves a la casa que está alquilada en Chatou. Tú sabes ese lugar es exclusivo. Tienes que partir Louis. Tú no eres de esta clase de gente. Crees estar enamorado. Esos sentimientos son pasajeros. No podrás ser feliz al lado de una persona tan diferente a ti. De otra clase social.

Louis la miró con ojos extrañados. En  el fondo se sintió molesto por las últimas palabras de su madre. Demostrando cierto enojo comentó:

–  ¿Y ese tema de la clase social, qué?

–  No nos hagas eso, hijo. Yo no quiero emparentar con esa gentuza. Le dijo la madre muy enojada mirándolo de frente.

–  Tu madre tiene razón. Debes  regresar  a Francia cuánto antes.

–  Pero padre -comentó el joven, molesto y persuasivo- si tú me enseñaste aunque fuera por carta, porque siempre hemos estado separados, que todos los seres son iguales ante Dios, y que nosotros no debemos hacer excepción de persona sólo por su humildad y su condición social. Tengo guardadas todas las cartas que ustedes me enviaron. Se las podría leer. Yo puedo ser feliz en cualquier parte del mundo. Ahora que recuerdo. ¿Cómo está Francoise?

–  Linda muy linda. Dijo  la madre entusiasmada y contenta de que él  mencionara a la joven que siempre había estado enamorada de él.  Ella es buena persona. Todo el tiempo  habla de ti. Te envió unas galletas y unos chocolates que ella misma  hizo. Regresa, Louis. Aquel es tu mundo. Queremos evitarte que pases aquí malas ratos y que después te arrepientas y vuelvas allá habiendo tenido desengaños desagradables.

– Yo lo que no comprendo, dijo Louis mirándo a los dos con ojos escrutadores,  ¿por qué ustedes quieren vivir aquí, si no les gusta esta gente. ¿Cómo van a vivir aquí junto a ellos? Regresen a París. Allí es su mundo. Cuando uno está en un lugar, convive con la gente. Ellos le sirven a uno, y  uno a ellos. En momentos de necesidad todos nos unimos como hermanos. ¿Y quieren vivir aquí con esos pensamientos absurdos y faltos de caridad? Están muy equivocados.

Se puso de pie y se paseó en la sala frente a ellos. Después volvió a tomar asiento.

Los señores no respondieron. Siguió la conversación. Magdalena en la cocina -no se retiró cuando escuchó que Louis mencionó a su sobrina-. Aunque no entendía nada estuvo pendiente de la jerigonza. Las  voces  subían de tono, bajaban y volvían a subir. Mencionaron  a Rosario varias veces. No dudó de que el Doctor les  había informado de su   decisión, y que los señores se oponían, por las frases subidas de tono que escuchaba.  Hacían   silencio,  luego volvían con la conversación. Despuésde unos minutos, por el tono de sus voces, la mujer notó que se habían calmado los ánimos. El Doctor hablaba tranquilo. Siguieron conversando,  pero  no volvieron a mencionar a Rosario.  Escuchaba  claramente que el joven  repetía ui mamó, ui papá. Expresiones que ella conocía porque Louis  se las había enseñado. Sentada en una silla, en un rincón oscuro de la cocina, Magdalena se dijo:  Ajá, él ya dijo que sí. Ya lo convencieron estos viejos ingratos. Todos son iguales. Si el Doctor no se casa con mi sobrina me las paga. Tienen que saber estos extranjeros que con nosotros no se juega. Si el abuelo de mi niña se aprovechó de su abuela. Yo les  voy a demostrar que la pureza de una niña vale.  Después de lavados y enterrados los cuchillos me voy para Bolivia y jamás regresaré. ¡Lo juro por mi madre y por mi tierra santa! Dijo colérica apretando los puños. Sus pensamientos fueron interrumpidos, cuando escucho otras palabras que  eran también conocidas para ella: bone nuit. Todos  dijeron bone nuit. Se iban a acostar. Oyó que cerraron puertas. Luego escuchó pasos en el corredor. Se levantó y con suavidad se acercó a la ventana. En la penumbra  vio como Luis salía al patio con una botella   y un vaso, y fue  a recostarse en una de las hamacas que colgaban de los árboles del  patio. Al ver al hombre, ignorante a su amenaza. recordó  los tres meses que había compartido con él. La alegría que había traído a la casa, antes aburrida  y silenciosa.  Servir a los señores era diferente. En su vida nunca había vivido momentos  tan agradables.  Aunque a veces le fallaba el español, el Doctor era conversador, siempre tenía de que hablar y miraba con unos ojos tan dulces a Rosario que ella no dudaba de que estuviese enamorado de ella. ¿Y ahora qué? Se preguntó. Sentía una opresión en el pecho. Todo era como haber despertado a una pesadilla. Cerró con suavidad la ventana.  Dio media vuelta y elevando las manos al cielo, dijo con vehemencia: ¡Perdóname Señor!

(Continuará el próximo sábado…)

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Remoto. Fotografía de Mauricio Vallejo Márquez. Portada Suplemento TresMil sábado 12 de octubre 2024