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El hijo del embajador. (Entrega final). Por Hilda Henríquez de Flores

(Entrega final)

Hilda Henríquez de Flores

 

En la casa de Rosario se desarrollaba otro drama:

  • ¿Y a voz qué te pasa? Preguntó su padre a Rosario. Te he visto devolver la comida. No me ocultés nada porque cuando vos vas yo ya vengo. ¿Por qué te has venido ahora que Magdalena más te necesita para atender a los Señores?

Era entrada la noche. La pequeña lámpara de kerosene pendiendo de una viga del corredor de la casa humilde, no lograba mitigar  las sombras, que a medida se alejaban de la casa se convertían en  seres deformes. Rosario y su madre permanecían silenciosas sentadas en un banco, el alma les temblándoles  en el pecho. Segundo estaba también sentado cerca de ellas, sobre las raíces de un árbol que daba sombra a la casa, sosteniendo su mate que consumía con sorbos espaciados. Miraba a las dos mujeres  con una mirada indefinida, ocultando la rabia que lo consumía. El comentario del hombre  sacudió a las dos. Era la confirmación del hecho que ambas conocían y que ansiaban ocultar al padre, algo que sabían era imposible.  En su indefensión, para sentirse seguras, se tomaron  las manos y rompieron en llanto.

Él prosiguió:

  • ¿Y Magdalena dónde estaba? ¿Qué putas hizo para prevenir esta desgracia? ¿Por qué no te previno? Tan inteligente que te veía yo, hija. Aquí hay buenos muchachos para que escojas con quien casarte. Son tus iguales. Ese francés ya te jodió. Mañana se va para Francia y te deja preñada.

El hombre hablaba furibundo.  Tenía el rostro contraído, el surco profundo entre sus cejas acentuaban su expresión. Se puso de pie y acercándose a Rosario, amenazó con pegarle. Súbito, la madre se levantó y le detuvo la mano.

– ¡Pará, Segundo! ¡Pará! Le gritó-. ¡A mi hija no le pegás!

– Vos sos culpable porque no aconsejaste bien a tu hija. Le dijo él.

– Y vos también. Porque vos se la llevaste a los Señores Weil para que les sirviera. ¿Qué sabías vos, quiénes eran ellos? ¿Qué podemos hacer ahora? Cuidar a nuestra hija, solo eso.

– Decís bien. ¡Vos cuidas a tu hija y yo me encargo del Doctor!

Sentenció, poniéndose de pie. Luego se  dirigió con pasos rápidos hacia el  interior de la casa.  Regresó con  una  daga que tenía guardada. Bajo la mirada atónita de su mujer y su hija, de espalda a ellas, inició el trabajo de  darle filo, apoyándola en  un horcón del corredor. Procedió con rapidez. Cuando se dio vuelta a ellas, su rostro era el de un desconocido. El sudor le bajaba por las mejillas morenas, la cólera  se le hundía en el cerco del  entrecejo, su mirada era feroz.

Asombrada  al ver a su padre tan alterado, la joven sacó  valor para decirle:

– No papá, no manche sus manos de sangre. ¡Por piedad no lo haga! Yo voy a trabajar para alimentar a mi niño.

– ¡Callate, Rosario! Gritó el hombre colérico, al tiempo que la tomaba de una muñeca, apretándola con fuerza. No tenés idea del daño que él te ha hecho, a ti  y a toda la familia. Éstas  cosas se arreglan como hombres. Yo soy tu padre y voy a vengar tu honor. A ese doctor, no me importa de donde venga, yo le cobro lo que nos ha hecho. Insistió-.

Y mirando a las dos, levantó en alto el símbolo brillante   de su venganza. Las mandó a dormir de inmediato y se perdió en la noche abismal, seguido de los ruegos llorosos de su mujer y su hija.

Ambas lloraban.  Se  dejaron caer en el banco, como buscando apoyó a sus vidas hundidas en la impotencia y desesperación.   La joven recostó su cabeza en el hombro de su madre. Cuando se calmaron, Rosario preguntó a su madre:

–  ¿Será que no me quiere, mamá?

La madre dudó para responder. No quería decirle a su hija lo que pensaba.

–  Pronto vamos a saber la verdad de todo esto.

–  Pero, mamá, si él… me dijo que se va a casar conmigo.

– ¿Se mira bueno verdad? Comentó la madre.

– Él fue quien se dio cuenta que no me había venido la regla. Yo le dije que así era. Y él dijo que yo iba a tener un niño. Entonces me sobó el estómago y yo me puse a llorar, y él también lloró.  ¿Cree que no me quiere mamá?

–  A veces la gente no es sincera. Dijo la mujer sin dar mayor  respuesta. Yo nunca conocí a mi verdadero padre. El que hizo de mi padre, fue tu abuelo Andrés. Cuando yo tenía quince años el señor que era mi papá,  vendió y se fue. Por eso es que vos no te parecés a nadie de por aquí. Él era extranjero.  Lo que te digo, a mí no me conoció.  Me duele, hija, que tengás el mismo destino de tu  abuela. Comentó la mujer con lágrimas en los ojos.

– Después de que nazca el niño, yo me voy a ir a trabajar a Tucumán. Comentó Rosario con voz apagada y suspirante.

–  Recemos, hijita, dijo Ángela, para que dios resuelva esto para bien tuyo. Y también para que  ilumine a Segundo y no cometa una barbaridad y  termine en la cárcel.

 

Aquella noche, sin duda nadie durmió. La mente de todos era un remolino de ideas que no concluían en nada. La vida los había llevado a una encrucijada donde sus almas confundidas, dudaban de su decisión definitiva.  Todos se sentían inmersos en una oscuridad absoluta.      Después de dar vueltas por los alrededores, con el cuerpo palpitante por la cólera, Segundo llegó a la casa de los patrones donde todo estaba en silencio. Con sigilo llegó a la ventana del cuarto de la servidumbre, sabía que allí se encontraba Magdalena. Llamó con un toque suave. Magdalena estaba despierta. Sobresaltada por la visita inesperada, se levantó y fue a la ventana. Cuando abrió se encontró con la figura sombría de su primo. De reojo miró hacia la hamaca donde estuvo recostado Louis y se alegró de verla vacía. Aunque era de noche, el reflejo estelar  le permitió  ver el rostro alterado del hombre que sin mediar palabra le dijo:

  • Vieja estúpida, ves lo que ha sucedido a mi hija, está embarazada del pendejo francés.

Cuando escuchó las palabras de su primo, ella se quedó sin respiración, sintió que iba a caer.  Como pudo se agarró de la ventana. Rosario no le había dicho nada. Sin dejarla hablar el hombre continuó:

– El hijueputa la ha mandado ahora para la casa. Decime dónde duerme ese pendejo. Tengo que hablar con él. Al mismo tiempo que hablaba levantaba en alto la daga.

– No, primito. No le hagas daño a nadie. Le rogó ella entre lágrimas-. Regresate a la casa. Cuando  amanezca vas a tener la mente más clara, entonces hablas con él.

Ella temblaba de pies a cabeza. Hizo esfuerzos por reponerse del impacto que la  noticia del embarazo de Rosario le producía.  El rostro del hombre se le perdió en la penumbra. Su mente no resistió y cayó desmayada-.

Sin comprender lo que había sucedido, él continuó vomitando su cólera:

  • No te pongás del lado de semejante miserable. Tiene que amanecer, por aquí voy a estar. Esto no se queda así.

Dichas esas palabras, fue a ocultar su sombra entre  los arbustos silenciosos.

 

Cuando volvió en sí, Magdalena se sentó en el piso, se levantó como pudo y se acostó de nuevo. Lloraba. No quería que nadie la escucharan, se tapó la cara con la almohada. Sentía culpa, y cólera contra el extranjero. Una lluvia  de sentimientos encontrados asediaba su alma.  Cuando se repuso y se levantó notó que el amanecer se acercaba porque escuchó el canto distante de algunos pájaros. Un sonido en la ventana que daba al patio trasero de la casa, y que no pudo identificar, alteró su estado soñoliento. Se levantó  despacio y tocando los muebles oscuros llegó hasta la ventana que acostumbraba a dejar media abierta. Al final del paisaje impreciso, un resplandor luminoso pintaba una línea de color. Mirando desde la ventana reconoció la silueta de Louis caminando en la penumbra del espacio abierto. Llevaba una maleta. Se dirigió hacia el galpón donde guardaban los carros. Sin duda abandonaba la casa. Escuchó el ruido del motor al encenderse, después vio al picáp retroceder hacia el espacio abierto. Se detuvo un instante, luego avanzó hacia la calle vecinal. La figura de Segundo apareció corriendo, persiguiendo el vehículo, fue demasiado tarde, el Doctor se había marchado.

 

Había amanecido. Magdalena se fue a bañar con  desgano. A su  regreso  se encaminó a la cocina a preparar el desayuno para los señores, que por cierto se levantaron tarde. Hacía todo con desgano. Decidió que era la última comida que les preparaba a los patrones. Cuando los señores se acercaron al comedor, ella les sirvió el desayuno con la actitud fría que le mandaba  su cerebro. Su rostro tenía una expresión pétrea. En el fondo de su corazón el odio le crecía contra aquellos seres descorazonados que sin duda despreciaban a su sobrina, y que habían convencido a Louis de que no se casara con ella. Y  que también  no eran capaces de notar la desesperación que la consumía. Después de servir el desayuno, ya en la cocina se tomó una taza de café negro. Luego se fue al cuarto a arreglar sus cosas. Con pereza doblaba su ropa y la de Rosario.  Luego se sentó en la cama pensativa mirando al vacío.  De pronto vio que al pie de la ventana del cuarto había un papel doblado que llamó su atención. Le extrañó, porque ella no manejaba ninguna clase de papeles. Fue a recogerlo, lo extendió  y empezó a leer lo que decía. Su rostro se iluminó.  En aquel momento preciso, sonó la campanita que usaban los señores para llamarla. Ella acudió.  Mientras  caminaba, muy asombrada, seguía leyendo el papel. Cuando llegó al comedor era otra persona. La señora Weil que no escuchó el motor del picap encendido en la madrugada, y le preguntó si había visto salir a su hijo. Desde  el fondo de su corazón, con un grito contenido de felicidad  ella le contestó: “El Doctor fue a Tucumán. Me dice en este papel que les diga que fue en busca de la costurera que hará el vestido de novia de Rosario. También va a buscar al padre que los va a casar. La boda será a fin de mes”.

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Leer parte 1: https://www.diariocolatino.com/el-hijo-del-embajador-cuento-por-hilda-henriquez-de-flores/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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