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El hombre que sabía demasiado: mea culpa (1)

René Martínez Pineda
@renemartinezpi
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Tengo que reconocerlo y, discount además, pharm tengo que purgarlo con cristiana y dantesca resignación: ejercí la docencia durante muchos años como si se tratara del servicio militar obligatorio, para mí y para mis pobres estudiantes; ejercí la docencia –vilmente engañado por la educación por competencias neoliberales que, de puntillas, metió sus tentáculos en las aulas- pensando en formularios y cronogramas y controles de asistencia, en lugar de pensar en mis estudiantes y su libertad de aprendizaje; mis estudiantes de ciencias sociales que siempre tienen ritmos de aprendizaje e imaginarios diferentes… y por eso estoy donde estoy: en la vil calle. Ya tengo unos siete años de vivir en la calle -bajo las luces mortecinas de ese sucio portal de inmigrantes transoceánicos de olor raro y hablar enredado- en el peor y más unánime de los desamparos.

Somos muuuuchos los que aquí vivimos y dormimos desprovistos de sueños… somos cientos, somos miles, pero nadie nos ve ni nos escucha porque sólo somos visibles y audibles ya cuando la noche lo ha cobijado todo con su denso y glacial añil. ¿Se da cuenta, señor, de que tengo un léxico que, por abundante, fino y metafórico es impropio para vivir en la calle y salir ileso de sus fauces? No le miento cuando le digo que no sé cuántos años han pasado exactamente: ocho o nueve o diez… y ya no me importa, porque he aprendido que cuando se carece de techo y de compañía humana y de comida tibia tres veces al día el tiempo no existe, no existe, sólo es la conciencia espinosa y banal del espacio ajeno monitoreado por calendarios sin días festivos ni cumpleaños propios; sólo es el recuento vocinglero de presidentes, militares, putas tristes y diputados perversamente idénticos. Y el espacio tampoco existe, sólo es lo que, apenitas, cubre la mirada a través de las lágrimas que, imitando al tal Picasso o al empresario más rico del país que dice que está en crisis, tergiversan a su antojo el paisaje y los impuestos para seguir acumulando dinero y haciendas y carros de lujo y almacenes.

El tiempo y el espacio existen, sociológicamente hablando, sólo cuando están juntos como una misma dimensión con dos caras, y entonces ya no son lo que la puta ignorancia académica nos hizo creer que eran: la simple e inerte sumatoria de ambos. ¡Qué engaño más grande el de Newton, por dios! ¡¿Cómo es posible que yo no supiera que, desde Einstein, el tiempo es relativo y sinuoso como un laberinto de la soledad?! ¡¿Cómo es posible que yo, con tantos y tantos títulos académicos, no haya detectado que la historia oficial es sólo la historia del victimario?! ¡Puta! Lástima que eso lo descubrí cuando ya era muy tarde para mí y mi destino de hombre domesticado-domesticador, o sea de hombre oprimido-opresor… que esa es la maldición del ladino que aún nos persigue, implacable. Claro que de haberlo sabido antes otro gallo me cantara y otras cosas yo habría escrito y enseñado y discutido y aprendido con mis estudiantes. Las anteriores parecen reflexiones sociológicas porque eso son; eso es lo único que logro recordar de la honorable profesión que tenía antes de venir a parar aquí. Yo estoy viviendo en la vil calle –se lo cuento, aquí, en confianza, aprovechando este breve instante de lucidez que no me alcanza para salir de ella- no por falta de educación, sino por todo lo contrario… y por las crisis económica e ideológica, claro está, pero estas últimas fueron una causa secundaria, al menos en mi caso. ¿Ellos? Ellos están acá porque, prácticamente, nacieron acá; ellos están acá porque no tienen patria debido a que no tienen patrimonio.

Es cierto, tal como usted dice, que cada día era y es más difícil cubrir todas las necesidades básicas, que cada vez son más, pero al igual que muchos se podía vivir… duramente, pero se podía vivir restándole centavos a la comida, al cultivo del espíritu, al tratamiento de los achaques crónicos, a los viajes familiares… sí, restándole milímetros de leche a la pacha. Pero no fue eso. ¡No! Un día, sin qué ni para qué, cuando salí de la universidad pública en la que trabajaba como profesor de ciencias sociales y esotéricas, ganando un salario medianamente decente, simplemente ya no supe cuál rumbo tomar, simplemente ya no supe qué hacer con todos los libros que había leído y memorizado al pie de la letra para alardear con mis colegas y mis estudiantes parando el culo y frunciendo el ceño. Me quedé mudo, aturdido, frío, ciego, inmóvil a media calle, sin saber si terminar de pasarla o regresarme, y por estar pensando cuál pie mover primero –¿el izquierdo… el derecho… ambos al mismo tiempo?- dejé de caminar y pensar.

Me quedé parado a media calle, y fue entonces que sentí cómo la médula espinal se apoderaba, con un escalofrío dictatorial, de mi cerebro, y ya no supe qué hacer o cómo llegar a mi casa o cómo reconocer a mis familiares cuando me topara con ellos al doblar la famosa esquina de la muerte. ¿Quién dice que no se puede naufragar en tierra firme? ¿Quién dice que se puede estar muerto estando vivo? Ellos, seguramente, notificaron de inmediato mi desaparición ante las autoridades competentes que siempre son incompetentes, pero jamás se les ocurrió buscarme aquí, aquí, en la vil calle, debajo de esos cartones apestosos a orines hervidos; o buscarme allá, en el duro regazo de ese puente esquelético que se ríe de mis zapatos rompidos.

Después de un año y medio de búsquedas tan infructuosas como escatológicas, ellos y yo nos cansamos, nos cansamos, y desde entonces la vil y sórdida calle ya no es un lugar tan terrible, o tan oscuro, o tan peligroso, porque gané la certeza de que no voy a escapar de ella jamás. ¡Jamás! La certeza es, por si usted no lo sabe, lo único que nos da sosiego mental y cardiaco, aunque sea la certeza de que estamos condenados a la cadena perpetua de la miseria económica y espiritual; aunque sea la certeza unánime y rotunda y vertical de que, aunque nos creemos uno de los sabios de Sion, somos unos estúpidos en actualización constante.

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