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El hombre que soñaba un claro laberinto

ALVARO DARIO LARA

 

El título de este día es una paráfrasis de un verso de Borges, tomado de uno de los dos sonetos que el gran poeta ciego dedicara al no menos grande, filósofo Baruch Spinoza (1632-1677). Y no sabe uno con certeza quién es quién, si es el propio Spinoza que sueña una y mil veces con el mítico laberinto borgeano o es Borges, preso de la luz cegadora del Dios que es toda la única substancia, en la mente divina de Spinoza.

Spinoza es el gran apóstol de la libertad humana. En un siglo caracterizado por la profunda intolerancia, este judío holandés, cuyo origen, más claro, apunta hacia la localidad de Espinosa de los Monteros, en Burgos, España, tuvo la honra intelectual -para la posteridad- de ser execrado del judaísmo, a la tempranísima edad de los 23 años.

Su sed por la verdad, por la explicación razonada de la realidad, lo llevó, entre otros abrevaderos, a Descartes, para luego ir configurando su propia filosofía, donde las lecturas y estudios exhaustivos de la tradición hebrea, cristiana y de otras fuentes lo hizo convertirse en un autor discutido, leído con pasión; y también, con pasión, perseguido.

Desde la Cábala hasta la obra de Tomás de Aquino, se traza uno de los arcos más fascinantes de Spinoza. Para él la substancia fundadora y fundante de la realidad es Dios. Causa de todas las demás substancias. Dios como la substancia única y universal, perfecta además.

Esta idea de totalidad, lo llevó a no privilegiar lo divino, como un ente, separado de la naturaleza creada, acercándolo de esta forma, a una suerte de vital panteísmo. Siguiéndolo: Deus sive Natura. Otro de sus importantes aportes es la concepción que no existe división entre el cuerpo y la mente humana, sino al contrario, ambas forman una unidad, es decir, el monismo.

En Spinoza hay una maravillosa adhesión a la matemática y a la geometría. Pero no desde los fríos entendidos cientificistas-mecanicistas, más bien, desde su convicción de la capacidad del símbolo y de la metáfora, del lenguaje, del sonido y del número, como complejas realidades cifradas, como profundos y misteriosos métodos de la cábala, para acceder a la luz divina.

Afirma Borges, en una de sus tantas conferencias sobre la Cábala (los interesados deberán rastrearla) que: “…los cabalistas encuentran una palabra que no compromete demasiado a la divinidad: es emanación, y se le adjudican diez emanaciones. Diez inteligencias, diez ángeles, seres intermedios, que son emanaciones. De esas emanaciones, dice la cábala, nacen mundos que duran lo que las chispas de una fragua. Mundos innombrables, que surgen y mueren”.

Borges expresó siempre su deseo de escribir un libro sobre Spinoza, sin embargo nunca lo hizo. Y es enigmático como en las aguas del espejo de la vida, donde se refractan  los rostros de ambos, reitero, uno no distingue si es Spinoza discurriendo desde el Aleph, o si es Borges, sabio, sentenciando, desde la Ética.

La tuberculosis acabó con el cuerpo de Baruch Spinoza a sus escasos 44 años. Sin embargo, dejó tras de sí, toda una monumental obra. Imposible entender la contemporaneidad filosófica sin él.

De entre muchos de sus escritos, hay una cita memorable, que siempre me da paz y consuelo, sobre todo en estos días de acelerado canibalismo. Aquí va, como botella, al mar de nuestra necedad por ser infelices: “El gozo jamás es malo, sólo es mala la tristeza”. Un aplauso para esta lección del inmortal  filósofo y delicado pulidor de lentes, Baruch Spinoza.

 

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