René Martínez Pineda
Ahora bien, el traidor –sin ponerle nombre propio ni color específico- no es un retorcido simple, ni un simple retorcido, porque incluye muchos vicios ordinarios tales como la deslealtad, la crueldad, la mala intención, la indignidad, la infamia, la opción por una clase social a la que no pertenece. Si bien es cierto que la traición es, en los regímenes políticos basados en la corrupción e impunidad, un acto común y esperado, ésta debe ser comprendida, sin ínfulas moralistas, como algo extraordinario que está basado en la ambigüedad moral propia del mercantilismo. Y es que la traición no es una simple deslealtad o un error político por el que se puede pedir “perdón oh dios mío, dios mío perdón”, y decir borrón y cuenta nueva; la traición es un desplazamiento de lealtades hacia otra persona o cosa como el dinero, ese equivalente general que compra lo barato. Entonces, es menester hablar de los sinuosos conflictos de lealtad que llevan a traicionar incluso al Estado mismo, la cual es la última traición en tanto afecta al traidor mismo. Sobre esta última traición hay que decir que, en su forma simple, la razón de ser del Estado es la premisa de que los gobernantes no seguirán sus inclinaciones o lealtades personales, sino los intereses de la mayoría y, siendo así, no es una elección política, es una elección social.
Así, la traición es el indeseado desenlace del dilema de lealtades que, en nuestro caso, llevó a instaurar un sistema político de traidores, en tanto que la inmensa mayoría de votantes (los traicionados) son del pueblo, y eso lleva al síndrome suicida del traidor: traicionar a quienes lo pusieron en un cargo que hay que refrendar. Está claro que en política es difícil trazar, al menos cuando se tiene el poder, la línea roja que divide el bien del mal, y eso la convierte en una ruleta rusa usando un Nagant M1895 con seis cartuchos de males de distinto calibre y un cartucho de salva: la lealtad al pueblo. Ese cartucho de salva insinúa que el traidor absoluto no existe o que la traición es una cuestión de fechas y doctrinas (el dinero es una doctrina poderosa), de modo que algunos traidores iniciaron como héroes… y viceversa.
Se vea por donde se vea, la traición siempre es un acto repugnante y, al mismo tiempo, es un acto que valida los valores morales del sistema capitalista, por ser éste un sistema fundado en la corrupción, el pillaje y la explotación, y cuyo desenlace moralizante sólo se pone en evidencia cuando se pone en evidencia al traidor en su versión estrictamente política (traicionar la causa del pueblo) o en su versión pecuniaria (corrupción per se). Pero ¿cuánto tiempo han esperado los salvadoreños para librarse de los traidores políticos y pecuniarios? ¿es suficiente castigo convertirlos en el blanco de los chistes e insultos más atroces? ¿a cuántos años de cárcel equivale un chiste o un insulto por histórico que sea? ¿es suficiente amenazar al traidor con no volver a votar por él? ¿es satisfactorio sustituir el ejército de fiscales con el ejército de leperos implacables? ¿le hace daño al traidor que le griten en la calle “traidoooor”, o ya está inmunizado contra eso?
Lo anterior significa que el oficio de traidor sólo es rentable cuando está acompañado de un pueblo mudo, de un pueblo que se siente felizmente reivindicado con el insulto al traidor y no le preocupa meterlo en la cárcel, tal como lo sugiere la teoría de las revoluciones sociales. Esto es una crueldad con dos caras igualmente infames, no importa si una de ellas lleva la máscara del patriotismo moralmente inocuo e indiferentista. He ahí donde radica la doble traición de la izquierda oficial salvadoreña, pues no sólo traicionó el sudor del pueblo al robar sus fondos, sino también traicionó las posibilidades de contar con una revolución con cambios revolucionarios al adquirir las mañas del sistema en lugar de erradicarlas. Ahora bien, hay que decir que el pueblo mira como traidores a los políticos de izquierda, no así a los políticos de derecha. Siendo así, la traición a los traidores no se constituye en una traición del pueblo debido a la anulación de signos.
En mi opinión, el sistema político ha estado usurpado por un ejército de traidores de mil colores cuyo lema es “los traidores vivirán mientras viva la república de los ingenuos”… o su sinónimo. Sin embargo, no podemos llamarnos república porque se traiciona en público el interés de la cosa pública. Por otro lado, la existencia de los traidores como una clase gobernante vitalicia (por el momento) ha hecho que los partidos se constituyan en una auténtica familia de traidores con lazos fuertes, en cuyo seno siempre se pueden identificar los parientes ricos y los parientes pobres, distanciados entre sí, pero siempre listos a defenderse unos a otros para que la traición siga siendo una tradición.
Más allá de lo anterior, el sabor más amargo de la traición es la que cometen los que enarbolaron una lucha revolucionaria y cuyos líderes y funcionarios –una vez firmada una paz sin ausencia de guerra- pusieron como referencias personales (las recomendaciones de oficio de un pudiente para acceder a un puesto) el nombre de los miles de mártires de una revolución que fue convertida en una re-traición. Es la apatía social, la fragilidad económica que subyuga y la levedad cultural que confunde el nodo nacional lo que explica nuestra resignación frente a la traición. Sin duda, cuando no hay un consenso moral básico sobre lo que hace legítimo a un régimen político, la traición es sociológicamente difusa y profusa debido a que no se puede exigir lealtad en una sociedad que no tiene razones materiales adecuadas para la solidaridad social como constructo del imaginario de la nación.
Desde la sociología política puedo afirmar que la traición siempre tiene sus razones que la hacen políticamente provechosa para la gobernabilidad perversa en una democracia que vive de los políticos que han aprendido que no traicionar es morir, es negar el sustento de la historia del capitalismo. Pero ¿puede construirse una democracia electoral basada en el consenso de que hay que traicionar a los votantes? ¿existen traiciones benignas –las traiciones por lealtad a los siempre traicionados- como la de Monseñor Romero a una iglesia católica que dormía a los pobres y avaló masacres y fraudes electorales, o la de Enrique Álvarez Córdova a la oligarquía terrateniente? Sea cual sea la respuesta a esas interrogantes sociológicas, lo cierto es que no podemos aspirar a construir otro país sin antes saldar cuentas cabales, en lo electoral e ideológico, con aquellos que traicionaron la ilusión del pueblo, ese pueblo que hoy se juega el futuro mismo del sistema político con una nueva ilusión. Otra traición acabaría de forma definitiva con la política y la democracia. Así de lapidario.