René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
¿Existen las condiciones objetivas y subjetivas como para que, más allá del delirio de grandeza que signa a los conquistadores sin escrúpulos y a los eruditos sin trono, seamos algún día el “homo perfectus”, o ese es el último e irremediable ridículo de arrogancia que sufre el ser humano? La vida -de forma abrumadora- demuestra que podemos ser presas del mismo miedo que asoló al Medioevo y volver a sus formas de enfrentarlo. Solo hizo falta un virus -sin dinero, ni ejércitos bien armados, ni postulaciones a premio Nobel- para acabar con la soberbia del “homo deus o perfectus” y corroer los patrones culturales que le daban coherencia a la hegemonía imperialista, incluidos los de las igualmente arrogantes religiones. Esta Semana Santa en cuarentena y sin multitudinarios actos rituales llenos de culpa y esperanza, fue un ensayo planetario de la tele-religión que amenaza con nutrir las creencias fundacionales del cristianismo, islamismo, hinduismo, budismo y mercantilismo, por citar las más grandes, siempre y cuando no alteren el fervor y la entrega al prójimo que, en el capitalismo, tienen como principales indicadores el diezmo puntual, la limosna constante, la renuncia de oficio a la herencia familiar y la ceguera progresiva. Por supuesto que, pensando como político en elecciones, ningún líder religioso carente de principios morales desaprovechó la crisis sanitaria para fortalecer la fe que los sostiene en el púlpito y estos enfrentaron la pandemia a partir del culto al sacrificio consuetudinario del pueblo, emulando así la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. ¡¡Pero los pobres no resucitan ni en cuerpo ni en alma al tercer día!!
Al respecto, la posición oficial de la Iglesia católica plantea –subliminalmente- que se puede ver la pandemia desde dos ángulos: de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Esgrimiendo un paralelismo bastante débil, el argumento de la iglesia -que le sirve de coartada a los empresarios que se han opuesto a las cuarentenas- es que si las personas se detienen en las causas históricas de la muerte de Cristo se van a confundir y cada una de ellas estará tentada a decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre (…) e inocente es también la economía”. Pero obviando esas posiciones subjetivistas y martiriales podemos preguntarnos: ¿Cuál es la luz o el signo que todo esto arroja sobre los meses trágicos que vive y vivirá la humanidad? En este caso debemos ver las causas en su conclusión como efectos históricos, no solo los que son a todas luces negativos –cuya patética crónica vemos cada día en los datos de los muertos, infectados, desempleados y reprobados por el sistema educativo que está doctorándose en exclusión social en línea- sino también los efectos positivos que solo una observación crítica más atenta nos ayuda a captar en todas sus aristas e implicaciones sociológicas: la gigantesca y bárbara desigualdad social que se fortalece, de forma deliberada, con la versátil exclusión que están sufriendo muchos sectores populares que, por las mismas razones, no pueden ni con el tele-trabajo ni con la tele-educación, lo cual puede llevarnos a construir (o aceptar con cristiana resignación) el nuevo imperio del capitalismo digital.
Claro que siempre existe la posibilidad de que, como reflexiones en la caverna de la cuarentena, los pueblos opten por destruir esa nueva realidad antes de que le den las primeras nalgadas; esa nueva realidad llamada cínicamente “la nueva normalidad” para que las personas se crean obligadas a aceptarla para no ser vistas como “anormales”, o sea como “disfuncionales”.
Desde la perspectiva sociológica que se mofa o refuta la existencia de ese “homo perfectus”, podemos afirmar que una de las lecciones de la pandemia es que todo lo que en la sociedad se vive pasa por el oscuro filtro de la política perversa que, montada en los hombros de los partidos políticos, lucha por continuar con la gobernabilidad basada en la corrupción y la impunidad, y eso pone en peligro el destino de la humanidad, pues no se tiene pensado –al menos no lo piensan las élites económicas más poderosas- cambiar la orientación y cuantía de los gastos planetarios que están en función del sometimiento, expropiación y explotación de los pueblos propios y ajenos. En otras palabras, las lecciones civilizatorias que deja la pandemia las podemos hallar en los sectores más pobres de todos los países (solidaridad, confianza, valor, humildad, etc.) que ven el absurdo del “homo perfectus” que se imagina a sí mismo reinando en la sociedad del conocimiento (que no es más que la sociedad de la ignorancia). En ningún discurso de culpa sobre la pandemia se escucha que digan que: “de hoy en adelante se destinarán los inconmensurables recursos financieros usados para las armas para satisfacer las necesidades urgentes y menos urgentes de la población: la salud, la higiene, la alimentación, el agua potable, el salario digno, la educación, la vivienda, la lucha contra la pobreza”.
No obstante, si como ciudadanos (que, formal y falazmente, decidimos el destino de los países en el tablero de juego de la democracia electoral) no somos capaces de ver los errores e injusticias y de promover los cambios; si no somos capaces de sacar lecciones civilizatorias de una tragedia sin civilización será poco factible que la feroz pandemia (de la que todavía no sabemos qué tan heridos o magullados vamos a salir) nos sirva para aquello que caracteriza a los seres humanos en su estadía en el planeta: adaptarse y readaptarse a partir del conocimiento y de la experiencia que surgen de las necesidades y del entorno concreto frente al cual responde de inmediato para poder sobrevivir. Esa característica del ser humano no la hemos visto a plenitud en la pandemia. Reflexionando sobre la situación, muchos científicos sociales y médicos afirman que la OMS ha hecho el ridículo porque son burócratas acomodados o conferencistas inocuos bien pagados cuya experiencia se reduce al área de sus oficinas; porque no conocen la experiencia de campo que da el estar en primera fila; porque no han estado en los laboratorios manejando virus ni implicados en crisis epidémicas, razones por las que no ha sido capaz de aconsejar a los gobiernos, muchos de los cuales han dado tantos tumbos como ella en tanto protagonista de un fracaso global que nos demuestra que no tiene ninguna autoridad ni para prevenir ni para curar.
¿Saldrá ileso el delirio del “homo perfectus” al finalizar formalmente la pandemia y hacer el recuento en los cementerios y en las filas de los desempleados? Me parece que la respuesta es doblemente obvia y doblemente antagónica. El capital seguirá construyendo su “homo perfectus” (por eso no se deducirán responsables de la matanza) y los pueblos seguirán buscando un futuro en el que no solo tengan que poner los muertos y las lágrimas.
Más allá de los debates académicos y políticos; más allá de deducir culpables hay que determinar lo fundamental: la vida de uno depende de la vida del otro, por tanto, la desigualdad social es una aberración.