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El hotel de la poesía

Álvaro Darío Lara

Escritor y docente

 

Con más de una veintena de títulos publicados, la poesía de Edgar Alfaro Chaverri (1958) nos sigue llegando fresca y espontánea, como el delicado rocío, ante las primeras luces de la mañana. Una mañana campestre, de población que ve hacia la verde altura de las montañas del oriente salvadoreño. Es la comarca donde mora actualmente el poeta, rodeado de sus ayeres, pero fortalecido también por la esperanza diaria de la palabra.

Su poesía, en los últimos años, ha viajado en hermosos cuadernillos, trabajados con primor de dedicado artesano y mediante el ciberespacio.

Así, se ha presentado ante mi mesa este día, y me lo ha retratado siempre de cuerpo entero, apasionado, muy conocedor y dueño de sus verdades interiores, hondo en el canto hacia la amada, ahora quizás ceniza, fantasma, amarillento recuerdo: “En algún lugar del océano/sin duda/sobrevive el sudor que empañó/los ojos del espejo que alguna vez/nos vio desfallecer por tantos sueños/rabiosa espuma que en necio vaivén/-incluso ahora-/ladra/muerde y devora nuestros cuerpos/con rumor de olas que nos llaman/por nuestros propios nombres/tributo de sal a esa playa/que altaneros/recordamos sin atrevernos a volver/aparejadas esculturas infinitas/en el resonante caracol del cielo/sólo queda espacio para el eco/de una voz/es decir/tu delirante voz”.

Es el amor que pasa, como pasa todo bajo el sol. El poeta inaugura otra hermosa canción: “Y pensar que de todo lo que fuimos/alguna vez/ahora apenas soy/ un poema sin truco/ un arte de magia que de milagro pudo/ser/un deseo al margen del paraíso/un recuerdo blasfemo/la gloria perversa de un gran amor/ante tu olvido soy eso/pero tú/ ya no”.

Un pensamiento de Virginia Woolf, publicado por Edgar en su sitio electrónico, nos lo devela: “Sólo se me ocurre decir, breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que  cualquier otra cosa”. Y es que, esa fidelidad a sí mismo, es el único tesoro indestructible que acompaña al escritor, al artista.

Esa fidelidad que puede traernos, soledad, pobreza, sufrimiento, pero que se yergue, paradójicamente, como nuestra auténtica tabla de salvación. En ocasiones, es el precio por llegar a ser, por llegar al poema. Nos lo confirma Mrs. Charles E. Cowman: “Cuando mejor puede percibirse la belleza del mundo estrellado; es cuando las sombras de la noche se deslizan por el firmamento. Hay bellezas que florecen en la sombra que jamás florecerían en el sol”.

Por ello, hasta esa humilde estancia donde Edgar, tiene apenas una cama y algunos enseres, pero donde todos los días la poesía se le aparece, milagrosamente, regresan estos versos de su inconfundible autoría: “Aquí no hay nadie/ el hotel está vacío/ no es California/ sino San Antonio/en Santiago de María/ hoy parece anteayer/ la mujer de la tarde/la que vino con el joven/se fue sin hacer ruido/hoy/ayer parece mañana/porque soy el reflejo/de alguien que no está”.

Sin embargo, sí estás, Edgar, y siempre estarás, en el viento de la poesía, esa lengua misteriosa, de aquel, que es, el Todo Universal.

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