Luis Armando González
No es inusual, al realizar una discusión sobre la libertad, referirse al enfoque filosófico que distingue entre libertad positiva –es decir, como capacidad de autoderminación— y libertad negativa –es decir, como ausencia de constreñimientos—, lo cual no está mal si lo que se busca es dar razones para justificarla. También se pueden ofrecer razones para la libertad como derecho fundamental e incluso especificar el listado de libertades particulares que las sociedades modernas, democráticas y de derecho, asumen como inviolables. En la misma línea, se puede argumentar ideológicamente en favor de la libertad y traducir esos argumentos en compromisos político-partidarios. Todo esto se hace, y se seguirá haciendo, pues a los seres humanos, como animales parlantes que somos, nos gusta dar razones de todo lo que tiene que ver con nuestra vida y felicidad. Y en la libertad se juegan asuntos vitales para los miembros de la especie Homo sapiens.
Ahora bien, los argumentos y las razones (de tipo filosófico, ético-jurídico o ideológico) son posteriores a la dimensión primaria de la libertad, que hunde sus raíces en la naturaleza biológica de los seres humanos. Antes de cualquier elaboración conceptual que hable de ella, hay un instinto de libertad que, como tal, es preteórico; y que, aunque no se tenga ningún argumento o concepto sobre el mismo, está presente en los individuos, como parte ineludible de su vida. Está presente como una compulsión que impele al organismo humano a rechazar constreñimientos y coerciones, y a buscar las condiciones biológicamente óptimas –de homeostasis— que favorezcan su ejercicio, su despliegue, su vigencia biológica. Uno de los despliegues de ese instinto de libertad es el movimiento, el desplazamiento y la actividad física.
Esta característica del instinto de libertad es un legado de una evolución –del género humano y sus ancestros— marcada por la migración permanente y la búsqueda y ocupación de nichos de supervivencia que, desde la salida de África de hace unos 150,000 años, aún no ha cesado en el presente. A lo humanos se nos ha definido de muchas formas: animales pensantes, animales que hablan, monos desnudos y monos parlanchines, entre otras. No es frecuente que se nos defina como “animales caminadores”, pero también lo somos y desde líneas genéticas ancestrales que dejaron su marca en nuestros genes, en nuestros cuerpos y en nuestros instintos.
Uno de esos instintos es, precisamente, el de la libertad. Como se dijo, sale a relucir, al margen de las ideologías o concepciones filosóficas de los individuos, cuando éstos se sienten constreñidos en la posibilidad de desplegarlo, por ejemplo, en algo tan básico como la capacidad de desplazarse espacialmente o de realizar actividades físicas.
Es ese instinto de libertad en las personas el que fue lacerado por las prácticas represivas y de tortura realizadas durante los regímenes dictatoriales y totalitarios. De hecho, la inmovilidad –de los presos políticos en las cárceles y de los ciudadanos fuera de sus hogares— fue una medida represiva infaltable en esos regímenes, aunque no la única ni la más inhumana.
En las condiciones más extremas de constreñimiento de la libertad de movimiento –o de expresión del pensamiento, o de relacionarse con otros, por ejemplo— el instinto de libertad impulsa a los individuos a aprovechar cualquier grieta, en los mecanismos de control, para hacer prevalecer sus ansias de libertad. Y cuando esos mecanismos se aligeran o son suprimidos, lo normal son los desbordes públicos de los individuos, desbordes en los que no son extraños el desorden y el descontrol en los comportamientos.
Por otra parte, la democracia liberal –y el republicanismo democrático— tienen como inspiración doctrinal la inviolabilidad de la libertad de los individuos. Sin embargo, bajo determinadas circunstancias críticas, también en los ordenamientos democráticos (y de derecho) se puede constreñir, de manera drástica, la libertad de movimiento de grupos significativos de personas. Las exigencias impuestas por los valores democráticos y los marcos constitucionales mandan que la libertad (y sus especificaciones) de los ciudadanos no debería ser conculcada más allá de lo necesario, lo cual, en situaciones extremas, no es fácil. Pero encontrar las fórmulas, que no sobrepasen más allá de lo necesario (o que corrijan lo más pronto posible) los constreñimientos de la libertad de las personas, es un imperativo ineludible, si los valores y compromisos estatales son los del Estado democrático de derecho.
En la actual situación suscitada por el coronavirus, prácticamente todas las naciones con firmes tradiciones democráticas y de derecho han tenido que imponer constreñimientos –con variaciones de intensidad y de amplitud— a la libertad de movimiento de sus ciudadanos. En algunas, sus Estados han buscado restringir esa libertad en los mínimos necesarios; en otras, se han bordeado o incluso sobrepasado los límites de lo necesario, con el subsiguiente malestar ciudadano. Debe entenderse ese malestar, por lo menos en parte, como una manifestación del instinto de libertad, que, dicho sea de paso, no es ni bueno ni malo: simplemente es.
Es, pues, importante tomarlo en cuenta, cuando se toman medidas que seguramente lo van a sacar a flote, ya sea de manera subrepticia o de manera abierta. No hay mejor estímulo para el instinto de libertad que el sentir limitadas por la fuerza, y de forma desproporcionada, las ansias innatas de caminar, relacionarse y hablar con otros seres humanos. Cuando es inevitable para un Estado democrático de derecho limitar, controlar o abolir la movilización ciudadana o el contacto interpersonal, esas medidas no deberían ir más allá de lo necesario (en intensidad, extensión y duración) en sintonía con el fin que se persigue, que siempre debería ser el bienestar y la felicidad de los ciudadanos, que es el único fin que justifica, como enseñó Maquiavelo, el ejercicio de la autoridad estatal.