Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Mirábamos a esos individuos musculosos por la televisión y queríamos ser iguales. No teníamos ni la menor idea de lo que conlleva el proceso, mucho menos que además de voluntad requiere disciplina. Sin importarnos nada más que aumentar nuestra talla, Rafael y yo comenzamos a indagar.
Cuando era pequeño mi tía Kenia se convirtió en mi primera entrenadora. Así que tenía una ligera idea de lo que implicaba levantar pesas. Pero fue hasta que conocimos a Fabricio Hernández, quien era fisicoculturista, que procuramos tomar ese camino. Él tenía un gimnasio, pero estaba en Santa Tecla. Logramos que nos diera un par de becas, pero nunca fuimos. A dónde sí fuimos fue al clásico Iron Power de la Calle San Antonio Abad. No por nuestras indagaciones, por supuesto. Sino que Rodrigo, el hermano de Rafael, asistía ahí y nos recomendó con el dueño para que nos dejara una cuota más accesible. No recuerdo cuánto pagábamos, pero sí que una mitad la ponía yo y la otra mi amigo.
El dueño se llamaba Rolando. No recuerdo el apellido, era un señor blanco que nos recordaba algunas caricaturas clásicas por su corte de pelo y su grande y ancha nariz (lo cual le valió un apodo que le puso mi amigo: don Narigón). No era muy alto, pero tenía unos enormes brazos musculosos a pesar de su edad. Era un tipo muy simpático y buena gente. Andaba todo el tiempo con camisetas centro, pans de colores primarios y chancletas balco.
Nosotros, Rafa y yo, como buenos novatos creíamos que la cosa era sacarle jugo a la moneda. Empezamos a ir todos los días sin excepción, para hacer las mismas rutinas que nos había enseñado don Rolando. No nos importaba el dolor, si no era Rafa el que insistía en ir, era yo. Pero ahí estuvimos la primera semana sin falta. Entonces don Rolando al ver nuestra obstinación nos explicó que los músculos requieren descanso para desarrollarse, además de alimentación, y que había que trabajar por grupos musculares. Un día estos, el otro aquellos, descanso y volver a repetir. Aún con su explicación, volvimos al ruedo. Nos saltábamos los descansos o hacíamos más de lo que debíamos. Creo que lo más usual era intentar levantar más peso del que podíamos. Gracias a dios que nunca sufrimos un accidente, aunque estuvimos cerca.
Con el tiempo dejamos de asistir, y don Rolando vendió el Iron Power. Ahora lo veo en el mismo lugar de siempre. Como una huella indeleble de querer ser grandes cuando comenzamos a vivir.