Eliézar Romero
Yace ahí, fría, como las antiguas mañanas decembrinas vestida con un traje blanco y sus manos entrelazadas en su estómago el recuerdo de mi Evita. No me queda más que besar sus mejillas pomposas y ruborizadas, que no perdieron ese colorcito de mujer tímida y enamorada aun postrada en aquella cama de sábanas blancas. -Evita han venido a verte –le susurré al oído mientras le ponía en su cabeza una corona de rosas frescas, que al besarle sus labios pálidos se convirtió en hermosos dientes de león que volaron como los pájaros, dejándole sus cabellos teñidos de blanco como la nieve inexistente –Despierta, querida despierta –le dije. Recuerdo a Evita en su jardín, continuo al patio de nuestra casa, con su cabello corto castaño y ondulado; vestida con trajes de diferentes colores y hechuras, floreciendo como sus rosas una vez terminado el invierno. Mantenía en una de sus orejas una azucena y corría como niña pequeña por toda la amplitud verde y boscosa, haciéndome muecas que consideraba patéticas y a veces seduciéndome como adolescente curiosa. Su aroma era fresco y mañanero, su sudor cálido como las aguas de un lago. Y ahí estaba yo, mirándola desde lejos mientras comía frutas o con un periódico en la mano hasta que cierto día cayó. -Evita, háblame –le dije. Y el hilo de sangre que salió de su nariz se deslizó generoso hasta su barbilla, mientras una nube oscura cubrió el color de sus ojos, la misma que regresó con un potente trueno cuando Eva estaba postrada en una cama de pétalos, hermosa como siempre; rodeada de lo que a ella le gustaba: de toda clase de flores.
Amigos y familiares le observaban pero ninguno, ¡ninguno! la observó como yo, ni siquiera su madre a quien tanto odié por despreciar la sensualidad que mi Eva emanaba hasta por la mirada. -Augusto –dijo la mujer a mi lado –Lo lamento más por ti que por mí. Lo peor que le pudo pasar a Eva es que le crecieran las caderas, fue eso y su bondad lo que hizo que muchos hombres me dejaran sentada en el sofá como una viuda ridícula.
La verdad es que nunca pude ser como ella y me arrepiento haberlo intentado cierto día. Imagínate, tanta belleza y no la salvó de nada, mientras yo, por muy fea y amargada que esté seguiré viviendo y haciéndome más fuerte. Que Diosito te bendiga y te de la resignación que necesitas, Augustito. -Y a usted que Dios le de el perdón, doña Eva. Yace ahí mi Eva, mi E-VI-TA, mujer que da vida. Se que se pasea amorosa por este jardín en las madrugadas, siempre encuentro café hecho por la mañana y escucho la radio encendida en la sala. Como ya habrá visto la casa sigue siendo azul a pesar que la pintura de las paredes se está cayendo, he dejado que crezca el césped y probablemente eso le causa cierto desgano, además de las manzanas podridas y de los mangos que han caído de los árboles debido a las últimas tormentas. La cruz que tiene plasmado su nombre continúa aquí.
El pasado noviembre la adorné con gallardetes y frutas, la barnicé y la perfumé un poco, dejé caer la colilla de mi cigarro para que sintiera mi olor, recuerdo que un pequeño ramaje está creciendo a sus pies. -Evita ¿qué será de mi mañana?, ¿existe la posibilidad de acompañarte en este viaje a lo desconocido? Sigo siendo miedoso pero he tenido días difíciles. ¿Por qué siempre que te veo a través de la ventana te quedas allá, lejos como un lucero y entras a la casa mientas duermo? Háblame a través de mis sueños, cuéntame que se siente dejar el infierno ¿has visto a Dios?, ¿has visto a los ángeles?, ¿has cantado con ellos? Como lo hiciste cuando estuve enfermo y postrado en cama sin tener si quiera la fuerza para acariciarte el cuerpo con la yema de mis dedos. Bésame Eva, solo una vez más como lo hiciste en aquella eterna madrugada de febrero, déjame sentirte en mi pecho para enredar mis manos en tus cabellos, para decirte cuánto te quiero.