Luis Armando González
Estamos en vísperas de la celebración-conmemoración de un aniversario más del asesinato de los jesuitas de la UCA. Como si nada han pasado los años desde aquella terrible madrugada del 16 de noviembre de 1989. “Como si nada” es un decir, buy viagra pues 25 años no son algo despreciable en la vida de las personas y de los pueblos. De hecho, buy muchas cosas han sucedido en El Salvador en esas dos décadas y media; el país es el mismo en muchos sentidos, rx pero también es otro. Sin embargo, la sensación que se tiene en cada noviembre es que el asesinato de los jesuitas es algo próximo, sobre todo para quienes han inspirado su propia vida en su legado.
Cada noviembre, entonces, es obligado reflexionar sobre el legado de los jesuitas de la UCA. En realidad, no es algo extraordinario, sino algo de rigor; se ha venido haciendo desde el momento mismo de su partida y se seguirá haciendo en el futuro.
Por mi parte, no perderé esta oportunidad –como he hecho en otros años— para reflexionar sobre el legado de los jesuitas, pero haré desde un ángulo poco usual, que a muchos les parecerá “políticamente incorrecto”: me centraré en lo que no se valora de ese legado, es decir, en lo que sus “herederos” parecieran estar dejando de lado.
Para ello, doy un rodeo previo acerca de aquello a lo que usualmente se presta atención cuando se habla del legado de los jesuitas. Por lo general, todos los que hablamos de ese legado nos fijamos, por un lado, en el talante ético, cristiano y académico principalmente de Ellacuría, Martín-Baró, Segundo Montes y Amando. Y, por otro, prestamos atención a los contenidos (y a la obra) en la que se materializa su legado. Es decir, el énfasis recae en la personalidad de quienes no han dejado un legado y en el carácter del mismo. Es inevitable que sea así y ello es necesario: hay una riqueza enorme (intelectual, ética, cristiana) en eso que los jesuitas nos dejaron y también en sus personalidades morales e intelectuales.
Pero todo legado –por serlo—tiene dos polos: uno, el de su procedencia (que es el aludido en el párrafo anterior); y otro, el de su destino (del cual prácticamente no se habla). O sea, un legado tiene una dimensión de recepción que puede capitalizarlo (haciéndolo producir), o empobrecerlo (dilapidándolo o no cultivando sus vetas más fructíferas).
En otras palabras, cuando hablamos del legado de los jesuitas de la UCA no deberíamos obviar la reflexión sobre cómo ha sido recibido y cultivado (hecho producir) ese legado. Es necesario, en este sentido, fijar la atención no sólo en quienes hicieron el legado y en el carácter del mismo, sino en quienes lo recibieron y en lo que éstos hicieron con aquél.
En estos 25 años: ¿han sido consecuentes los “herederos” del legado de los jesuitas con las exigencias del mismo? ¿Han hecho producir ese legado? ¿Han cultivado sus vetas más ricas en lo ético y en lo intelectual? ¿Han honrado la herencia recibida?
Esas y otras interrogantes son ineludibles, si se quiere trascender la repetición insistente (no carente de un afán de lucimiento erudito) de lo que los jesuitas dijeron y escribieron. Esto lo que hace es reducir el papel del “heredero” (autonombrado o designado como tal por otros) a ser un mero repetidor y sistematizdor de las ideas y tesis de los jesuitas, especialmente de Ellacuría.
En esa lógica, el legado de los jesuitas consistiría básicamente en sus libros, artículos, conferencias, entrevistas –en todo lo que tuviera una formulación oral o escrita— y estaría bien resguardado por quienes supieran explicar a otros cuáles son las ideas y tesis que tejen ese legado. Conocer los detalles de sus biografías permitirá a los “herederos” explicar mejor a otros –a los que “no los conocieron”— la obra recibida y quiénes fueron sus autores.
¿Pero ese es todo el legado de los jesuitas? ¿Ser repetidores y sistematizadores de sus ideas y tesis es la mejor prueba de ser un buen heredero de ese legado? Son preguntas que invitan a la reflexión y que no pueden despacharse tan fácilmente.
Desde mi punto de vista, aunque no me parece mal que haya repetidores-sistematizadores del pensamiento de los jesuitas, no creo que eso los convierta en los mejores herederos. O, mejor aún, que esa sea la mejor forma de cultivar y hacer producir la herencia recibida.
Por lo menos, a nivel intelectual se debería hacer algo más –mucho más— que sistematizar y repetir. Se debería intentar crear formulaciones nuevas para entender la realidad nacional, a partir de lo recibido. Aunque se tratara de unos esfuerzos elementales e incipientes, pero que pusieran de manifiesto el empeño de superar la pereza intelectual y el miedo a equivocarse. Ambas cosas son manifestación de un grave acomodamiento intelectual, al cual no eran afectos ni Ellacuría ni Martín Baró ni Montes, pero al cual son afectos –me temo— algunos de sus “herederos”.
Por lo menos, en el plano ético, quienes se dicen herederos de los jesuitas deberían ser personas no sólo comprometidas con el cultivo de un conocimiento riguroso y creativo, sino comprometido con los problemas del país y su gente. En esto último hay mucha tela que cortar. Por ejemplo, la obtención de conocimiento y títulos para obtener privilegios y poder –y para que a la persona la llamen no por su nombre, sino por su título— contradice flagrantemente el legado ético de los jesuitas.
Nada más ajeno a los jesuitas que la “titulitis” de nuestro tiempo y la petulancia asociada a ella por parte de quienes ya no quieren ser llamados por su nombre, sino por el último grado académico recibido (que faltaba más, debe ser y tiene que ser el de Doctor), pues los “grados básicos” valen poco, comenzando con el vergonzoso grado de Licenciado.
Casi nadie recuerda –o quiere recordar— que para el P. Ellacuría la buena formación superior comenzaba con una sólida licenciatura, de la cual derivaría todo lo demás en la vida académica de alguien. Y para él la licenciatura era grado básico no por ser algo “elemental”, “pobre”, “sin fundamentos”, sino por ser la base de la formación académica. De ahí que para Ellacuría fuera esencial contar con licenciaturas fuertes. No hay duda, en el país se caminó en una dirección opuesta: se debilitaron las licenciaturas y se asumió que en los grados académicos posteriores se iba a construir las bases del conocimiento, y no –como es lo razonable—que en éstos (quienes tuvieran la vocación) iban a especializarse (partiendo de las bases sólidas forjadas en la licenciatura) y trascender hacia la elaboración de aportes disciplinares. Ni modo, caminamos en una dirección equivocada, y parece que no tomaremos fácilmente otro camino.
De tal modo que alguien, aunque sea buen repetidor y sistematizador, si usa el conocimiento y sus títulos para estar por encima de los demás –y para ver qué privilegios obtiene a partir de ello— no está haciendo un buen uso del legado recibido. Como quiera que sea, cada cual tiene que ver cómo se posiciona ante el legado de los jesuitas de la UCA. Este XXV Aniversario debería ser una oportunidad para reflexionar no tanto sobre los jesuitas y su legado, sino sobre los herederos del mismo; sobre la forma en la que ese legado es puesto a producir o no, o sobre como el mismo se empobrece, dilapida o traiciona.