Matías Romero,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
El hablar….¿qué otra cosa somos sino nuestro hablar? ¿Hay algo que nos guste más que hablar? ¿Hay algo que hagamos sin hablar? En la palabra somos, de la palabra venimos y hacia la palabra vamos. Todo lo demás es oscuridad y nada. Importa, pues, que examinemos nuestra palabra, nuestra conversación, nuestra “plática” y logremos establecer en ella cuáles son los elementos auténticos y cuáles los follajes parásitos que se adhieren a ese árbol de la vida.
Antes del lenguaje, dicen los lingüistas, el pensamiento es una masa amorfa, un caos que necesita el espíritu empollador de la luz. Esto quiere decir que el lenguaje es un orden. ¿Un orden impuesto al pensamiento? ¿Luego, son distintos lenguaje y pensamiento, y el pensamiento es anterior al lenguaje? ¿Y es posible el pensamiento sin lenguaje?
Serias preguntas son estas. Para no confundirnos en sus respuestas tenemos que distinguir entre el hecho y la posibilidad. De hecho, en el hombre, tal como nosotros lo conocemos, no hay pensamiento sin lenguaje. Pensamiento y lenguaje se hallan estrechamente unidos, si entendemos el lenguaje en su más amplio sentido y no lo reducimos al ámbito de lo fonético, ni mucho menos al de la palabra escrita. Si tomamos en cuenta las palabras “internas” y los muchos signos y símbolos de que se vale la imaginación, sin vacilar tenemos que decir que las unidades del pensamiento vienen siempre cabalgando sobre los signos que les sirven de soporte.
De hecho, pues, idea y palabra andan así unidas, pero en cuanto a la esencia y la posibilidad son distintas y, si bien es evidente que la palabra no tiene sentido sin el pensamiento, éste sí se concibe como superior y anterior a su signo, de tal manera que concebimos como posible y aun como real la existencia de espíritus pensantes que no necesiten el intermedio de la palabra para comunicarse.
Es un hecho fuera de toda discusión que el idioma, tal como todos lo aprendemos de los labios de nuestros padres, es un tesoro de cultura y tradición. En el idioma, junto con la leche, se nos entrega, no sólo un medio de expresión sino una determinada forma de vida, una determinada concepción del mundo, una fe, un concepto de nosotros mismos, de nuestra familia, de nuestra patria y de la vida en general. El inglés son los que hablan inglés. El español es España y América. El alemán es Alemania y el francés es Francia, así como Roma es el latín y los judíos son la Biblia y el hebreo.
El idioma mismo en cuanto idioma, cualquier idioma, es en sí mismo la forma elemental de la cultura y el resumen de los principios básicos de la metafísica.
Si en un esfuerzo de análisis fenomenológico logramos apartar los “temas” de nuestras conversaciones y de nuestros monólogos, así como los recuerdos y herencias culturales, veremos que a través de todos estos temas, como una constante conciencial, se transmite un hilo relacionador y una aguja tejedora. Diríamos que, además de la tela y del bordado que en la tela se hace, el hilo y la aguja con los cuales se hace el tejido son ellos mismos un tejido.
Lo primero que aparece en el lenguaje, como elemento esencial, es un yo ordenador. El que habla ordena. Ordena en el sentido de poner en orden y en el sentido de dar órdenes. Ponerse hablar es ponerse a disponer. Si esta labor fuera sólo de poner en orden, de colocar las cosas, sería fácil y agradable, sería un poema recitado sobre el universo, así como un director de orquesta recita o describe los signos de su batuta mientras miles de músicos (las cosas) le responden con una armonía indescriptible. Pero la obra del lenguaje no es sólo poiesis. No es sólo acorde o acuerdo. Es también desacuerdo, desavenencia y conflicto. Es entonces cuando el hombre ataca a las cosas rebeldes y les ordena, les grita, las increpa y las violenta. La palabra le sirve no sólo para decir sino para maldecir. Por la palabra una parte del mundo queda bendita; el resto queda maldito y condenado. De esta manera, el yo ordenador se convierte en yo moralizador. Lo acorde y lo discorde, es decir, lo bueno y lo malo, son las dos categorías primitivas según las cuales el hombre clasifica el mundo. Se ve, pues, que esta metafísica, o mejor dicho, pre-física y pre-ciencia son en el fondo una ética. ¡Sin intentarlo, hemos venido a caer, una vez más, en la tesis de Heidegger!
La experiencia del bien y del mal, que en nosotros como en el primer hombre, es de las primeras o la primera, y la experiencia de agresividad sobre el mundo, nos dan dos nociones semejantes a las de lo bueno y lo malo: lo correcto y lo incorrecto. La corrección y la incorrección son la base de la gramática y esta aparece desde sus inicios psicológicos como una disciplina cuyo oficio es corregir. Hablamos para dominar el mundo, para regirlo corrigiéndolo y, puesto que el corregir no es sólo imponer lo correcto y tachar lo incorrecto sino también co-regir o regir con (gobernar en compañía de alguien), resulta que el lenguaje es también un acto político mediante el cual el hombre se organiza en sociedad y se sindicaliza con los demás hombres para poder prevalecer sobre las fuerzas de los elementos.
En la estructura del idioma son básicos también y aparecen desde las primeras manifestaciones del habla de los niños los conceptos o categorías de cosas y acciones, es decir: de naturaleza y acción, de ser y operar (natura et operatio). Estas dos categorías primitivas categorizan todos los demás elementos gramaticales. De éstos, en efecto, unos se agrupan cerca del sustantivo (adjetivo, pronombre, artículo) y otros alrededor del verbo, es decir, de la acción (adverbio, preposición, conjunción). No tocamos aquí el problema de la interjección.
Finalmente, sería una tarea muy interesante y no demasiado difícil, el tratar de probar que la dinámica del lenguaje, es decir, el impulso que hace que el yo afirme o niegue, junte o separe los elementos gramaticales, no es otro que el de los conocidos principios lógicos y ontológicos: el de identidad, el de contradicción, el de tercero excluido y el de razón suficiente. Para esta investigación las conjunciones ofrecen un precioso campo.