Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Decía von Humbolt que la verdadera patria del ser humano es su lengua. Unamuno exhortaba a los hombres a escudriñar en la lengua pues en ella se podrá encontrar el sedimento de siglos de la cultura de un pueblo. Mucho se esconde tras la lengua y los idiomas, y en todo ese escondido bagaje, se contiene un inmenso tesoro histórico y cultural. Pero de la lengua y del lenguaje se dicen muchas cosas, simpáticas unas, aventuradas otras. Dice Friedhelm Mosser, en su rico libro de filosofía para no filósofos, que la lengua es la madre de todas las equivocaciones. La historia del lenguaje es fértil en ese tipo de historias. Y nos cuenta algunas.
Los egipcios han sido considerados como el pueblo más antiguo del mundo. Su rey Psamético II, (594-588 a.C.), trató de demostrar que ello era cierto, y lo hizo utilizando un argumento basado en la antigüedad de su lengua. Hizo traer dos recién nacidos y los confió a un pastor. Este debía dejarles en un lugar vacío, haciéndose amamantar de sus cabras, y, y esto es probablemente lo más importante a objeto de esta interesante historia, asegurarse de que no pudieran escuchar ninguna palabra humana. Así, protegidos de toda influencia externa, pensaba el rey, los pequeños habrían desarrollado por ellos mismos un lenguaje, pero un lenguaje que habría sido igual a la lengua humana, y ello haría posible establecer cual era el primer pueblo que habría aparecido sobre la tierra. Así pensaba este rey. Sucedió que después de un par de años, el pastor se presentó a la corte con sus protegidos. En dicho tiempo, habían aprendido a hablar, porque balbuceaban la palabra “bekos”, y sólo esta. En egipcio no existe la palabra “bekos”. El rey, asustado, requiere de sus sabios asesores investiguen si dicha palabra podría provenir de algún otro país, y las investigaciones de los sabios encontraron que entre los frigios que habitaban en el Asia menor, “bekos” significaba “pan”; ello era significativo pues cada vez que los niños protegidos del pastor pronunciaban dicha palabra, extendían los brazos. Evidentemente, tenían hambre. Con un tanto de melancolía, el rey, que con todo era sabio también, y esto más, justo y prudente, proclamó a los frigios como el pueblo más antiguo del mundo. El rey, pues, pretendía serlo del pueblo más antiguo del mundo, y utilizó el lenguaje para, a su manera, demostrarlo; pero al resultar que no era así, admitió, sin embargo, lo legítimo de su procedimiento, esto es, reconocer que el lenguaje era el método adecuado para demostrar tal antigüedad.
Sostenía Leakey, el gran paleoantropólogo, que estaba totalmente convencido que ya el “homo erectus” de la frente baja sabía hablar, y que los primeros seres humanos, cuando partieron del África para afincarse en la Tierra hace un millón seiscientos mil años, ya portaban tres grandes conquistas en su haber: el fuego, la amígdala, y la conversación. Diamond, por su lado, sostenía rotundamente que nuestro ya desarrollado y evolucionado lenguaje habría nacido por lo menos cien mil años hace, como producto de una “explosión creativa”. Historias hay, pues, de las más a las menos creíbles; pero todas coinciden en confirmar la importancia genuina y definitiva del lenguaje en la evolución de los seres humanos, confirmándolo como parte esencial de su identidad y de su cultura. Por ello, yo vengo insistiendo en que debemos cuidar nuestras propias lenguas, protegerlas y defenderlas, porque en ello va en una buena parte el sostenimiento de nuestro propio ser.
Continúo con los relatos. Según la teoría del “bau-bau”, el lenguaje ha brotado de la imitación de los sonidos rumorosos emitidos por el ambiente y por los animales. Sobre la base de la teoría del “ahia”, el punto de partida del lenguaje se encuentra en la instintiva expresión del dolor, del gozo o de la sorpresa. La teoría del “ah isaa” sostiene que los primitivos se sabían acompañar de cantos rítmicos, a la manera de los marineros, cuando cargaban sobre sus hombros pesadas cargas de animales. Pero de todas estas fantásticas e interesantes teorías, la más romántica es la teoría del “tandararei”, del danés Otto Jespersen: El lenguaje se desarrolló del juego y del cortejo que sabía acompañar la tierna operación de eliminar los piojos de una cabeza.
Hay teorías sobre el lenguaje y su origen francamente sorprendentes y de un alcance realmente enorme. El flamingo Johann G. Becanus sostenía, aduciendo pruebas etimológicas probablemente falsas, que el paraíso se encontraba en Alemania, que Adán hablaba una lengua teutona privada de cadencia, que también el Antiguo Testamento original estaba escrito en alemán y que sólo más tarde Dios, no se sabe porqué motivo, había autorizado su traducción al hebreo.
San Agustín, el Obispo de Hipona, de quien se dice que tenía una memoria de hierro, en sus “Confesiones” sostiene que fue por sus primeras lecciones que comenzó a hablar. “Cuando los adultos, decía, nombraban cierta palabra para designar alguna cosa y acompañaban el sonido con un cierto movimiento del cuerpo hacia dicha cosa, yo me la memorizaba: Observaba y tenía en mi mente que llamaban con aquel cierto sonido a aquella cierta cosa cuando deseaban designarla…..Así, las palabras que recorrían aquella frase en una cierta y precisa secuencia, y a fuerza de sentirla repetidamente, comenzaban a relacionarse con la cosa que querían significar”. Esto que dice San Agustín ha sido la base de la llamada “Teoría de los objetos”, aplicada al significado: “Las palabras son signos para las cosas”. A cada objeto corresponde una palabra, o más, y viceversa. Esta teoría se explica como un llenar de significado las cosas, como por ejemplo, ventana, perro, nariz, etc.; pero ¿qué sucede con palabras como “después”, “significado”, “debido a”, etc. San Agustín ha desarrollado con ello, las llamadas “declinaciones” y los “ablativos absolutos”. Wittgenstein, el gran filósofo del lenguaje, refiriéndose críticamente a San Agustín, decía que en el lenguaje común se entiende muy a menudo que cada palabra tiene muchos significados, y que dos palabras con diferente significado se pueden utilizar en una frase aparentemente del mismo modo. Ponía como ejemplo el gran filósofo austriaco la “inocente palabrita ‘e’”, que a la vez, puede significar identidad, elemento de un conjunto, que un conjunto puede ser parte de otro conjunto, o también significar existencia
Prosigamos con historias simpáticas sobre el lenguaje. El método del “dedo índice” es muy llamativo, fascinante y significativo: “¡Yo, Tarzán!”, “¡Tú, Jane!”, “¡Esto, liana!”. Los niños suelen jugar con las palabras muy creativamente, y lo hacen muy sintéticamente.
El lenguaje es un mar de ambigüedad, “enmascara al pensamiento”, decía Wittgenstein. En su rico ensayo del cual he tomado algunos de los ejemplos dados, Mosser se pregunta finalmente, ¿qué cosa significa en realidad la enigmática palabra “bekos”? Después de dos mil quinientos años, el error científico del faraón se ha aclarado: La presunta palabra originaria no era probablemente otra cosa que el eco del balido de un cabretillo.