José M. Tojeira
“Muchos alcaldes solo se dedicaban a robar” fueron parte de las palabras del actual presidente del país. Aun reconociendo que hay algunos honestos, insistió en que la mayoría roban. Por supuesto, al tener la mayoría de las alcaldías el partido Nuevas Ideas, el presidente está hablando de una buena parte de sus alcaldes. Pero no hay investigación sobre el tema ni un número de acusaciones en los juzgados que sean coherentes con las frases del discurso presidencial del primero de junio. Sin embargo, no faltaron las acusaciones de robo y cercanía con los delincuentes contra los que antes llamábamos los partidos tradicionales.
Robar parece que significan dos cosas distintas según quien las haga. En algún momento se nos decía que algunos de los proyectos sociales o de seguridad del país no se hacían públicos para que otros países no los copiaran. En vez de una ley de justicia transicional que tienda a la reconciliación en el país, se prefieren leyes duras y punitivas, revestidas de un vocabulario que insiste en que ahora por fin se está haciendo justicia. La justicia podrá ser selectiva y parcial, centrándose en las zonas marginales del país o en los enemigos políticos. Los jueces podrán dar sentencias injustas a sabiendas, pero el lenguaje siempre insistirá en que nunca hubo tanta justicia como en el presente.
Las tareas estatales de investigación y persecución del delito se han convertido en “guerras”. Primero fue la guerra contra las maras y recientemente se ha anunciado la guerra contra la corrupción. Como en toda guerra hay aliados y enemigos. Y por supuesto se trata de diversa manera a quienes son cercanos al “régimen” y a quienes son catalogados como enemigos. No es extraño que a algunos de los detenidos se les considere presos políticos.
Aunque a veces nos olvidamos de muchos, precisamente porque son pobres, pero también deberían ser considerados presos políticos los más de cinco mil inocentes detenidos por el régimen. Porque ha sido más la política que la justicia la que ha promovido unas detenciones masivas con altas dosis de arbitrariedad.
El lenguaje sirve para todo, incluido para llamar bueno a lo malo y malo a lo bueno. Ahora resulta que hay guerras buenas y pacifismos malos. Los Derechos Humanos no son los que aparecen en los instrumento legales internacionales que hemos firmado y ratificado. Y quienes se han dedicado durante muchos años a defenderlos son solamente vividores. Víctimas son solamente las que el poder decide que lo son desde su propio lenguaje. Parece que todos hablamos la misma lengua, pero el poder le da al lenguaje tales matices que las palabras acaban significando solamente lo que dice el poder. O al menos eso se pretende.
La democracia trató desde sus comienzos de elaborar un lenguaje objetivo, construido sobre derechos y deberes universales. Los regímenes autoritarios construyen sus propios significados y manipulan de tal manera el vocabulario que convierte en políticamente correcto solamente lo que les conviene. Ya lo hacían algunos gobiernos anteriores cuando hablaban de desarrollo, igualdad ante la ley o justicia social. Pero hoy el lenguaje del poder se construye con una especie de exclusividad que trata de eliminar del debate todo lo que no cabe en el discurso oficial. Y utiliza, en una especie de subcontrato de las redes, los peor del lenguaje, el grito agresivo y el insulto, contra todos los que utilizan un discurso diferente del poder.
Reconocer democracias a partir del lenguaje es fácil. A mayor transparencia, tanto del lenguaje como de las acciones, se encuentra una mayor democracia. Cuando el lenguaje se convierte en un galimatías oportunista y las acciones y proyectos carecen de transparencia, los menos que se puede decir es que la democracia está enferma. La curación no es difícil, pero hace falta voluntad política para ello.