Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la lengua
He escrito este cuentecillo a mi nieta Andrea, en su mayoría de edad:
“
El viejo y la niña leían, mientras esperaban a la orilla del camino. Era aquél, un ambiente solitario, de aspecto humilde.
Pasó el carro de la abundancia. – No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasó el carro de los placeres. – No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasó el carro de los lujos. – No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasó el carro de las superficialidades. -No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasó el carro de las vanidades. – No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasó el carro de las pasiones. -No es el nuestro -, dijo el viejo, y le dejaron pasar.
Pasaron tantos carros, con tantas sugerentes e incitantes cargas; pero el viejo y la niña, a su paso, los fueron, uno a uno, ignorando. Los lujos, los malos deseos, los odios, las venganzas, la avaricia, la arrogancia….todos sus carros fueron pasando.
El viejo y la niña esperaron, pacientemente, mientras leían, a la orilla del camino. Apareció al fin un carro que venía desnudo, no tenía nombre ni llevaba nada. Iba vacío de cosas. El viejo levantó la vista, tomó la mano de la niña, cerró el libro, y le dijo reposadamente:
– Ese es el nuestro. Abordémoslo.
Era ese, el carro de la armonía.
Viajaron así el viejo y la niña por las páginas de la armonía, solo con un pequeño libro entre sus manos, y con sus páginas abiertas. Al final del viaje habían adquirido una virtud, no una facultad, sino una virtud: La sabiduría.
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– No te dejaremos partir…….-, decían al Principito. Pero él se puso en camino, sin ruido, en silencio, porque sabía que un día cualquiera el cordero habría comido la flor, y todo cambiaría. Y se escondió entre todas sus estrellas.
– Parto del hogar para encontrar el fin de la vida en soledad….abandono el mundo para vivir mis últimos momentos en soledad y en silencio….-. Y de tal aislamiento surgieron tantos libros de enorme belleza, de la mente del hombre que fue León Tolstoi.
– Heidegger, el gran filósofo de Friburgo, se aísla en las montañas, construye una cabaña, se refugia, se vuelve un ermitaño, un huraño campesino, y escribe….. Surge “Ser y Tiempo”, y se convulsiona la filosofía.
El libro es el compañero por excelencia de la soledad, y es así el promotor ideal de la sabiduría. “La sabiduría – decía Mosser – es hija de la soledad. Por eso los filósofos, los artistas y los profetas son hijos de la soledad.
Y hasta Nietzsche, ese enorme hombre de la sospecha, buscaba la soledad para estar con un libro entre sus manos. “Oh, soledad, mi patria soledad, – decía – ¡Cómo es de tierna y feliz tu voz para mí!”
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El libro es la armonía, y como es armonía, lo contiene todo: la paz espiritual, la puerta de la felicidad, el canon de las virtudes, el reposo del alma, el descanso del cuerpo, en cada una de sus letras, en cada una de sus páginas, en cada uno de sus mensajes. El libro, cuando es bueno, es eso, y siempre lo es porque para ser libro se debe ser bueno.
Decía Kempis, Tomás de Kempis, ese gran místico alemán, agustiniano consagrado: “He buscado el sosiego en todas partes y sólo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro entre las manos”. Como el viejo y la niña aquellos que reposadamente encontraron la armonía en las páginas abiertas de un pequeño libro, los grandes hombres saben encontrar en la lectura, eso que digo, la paz espiritual, el reposo del alma, el descanso del cuerpo. Muchos grandes hombres han caminado hacia la soledad con un libro entre las manos, o con su idea en el pensamiento, para encontrar el mensaje iluminador del Principito. Pero la soledad del libro, vale aclararlo, es la soledad de Montaigne, es esa “soledad existencial”, no la que agobia al hombre ni se presenta en él irremediablemente, especie de aislamiento material, soledad intrapersonal, que hace que el hombre se separe de sí mismo. La soledad del libro es una “soledad existencial”, es un “aislamiento existencial”, que sólo cada quien sabe y determina como debe vivirla, es ese “estar-entre-tantos-y-sin-embargo-estar-solo”, que nos provoca un diálogo angustioso que termina en la letra, en la palabra, en el signo, en el mensaje.
El libro es el instrumento de la liberación por excelencia. Quien lee, se libera, sabe remontar por entero, como decía Schiller a Goethe, “el barro de la vida”. Ante el torrente inmundo de superficialidades y banalidades que en nuestro tiempo doblan la cerviz del hombre, sólo el libro libera, porque el libro ilumina, y si el hombre tiene luz y la sabe llevar en su pensamiento, es libre. No de otro modo. ¡Cómo quisiéramos que en nuestro suelo, por cada ley hubieran cien poemas, y cien pinturas por cada pesadilla!
Nosotros sabemos no hacer caso de los buenos consejos que nos han sido dados, y estos han sido muchos y muy buenos. Sólo cito aquí uno, que lo dio alguien muy nuestro, cercano aún aunque en la oscuridad de nuestros días, ya difuso. Hablo de Masferrer. Dijo ese viejo esclavo del mensaje social, que “leer y escribir es la más grande misericordia espiritual, el único medio de comunicación espiritual”.
“
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