RESEÑA
Myrna de Escobar
Hace un par de semanas me desayuné un libro muy interesante de nuestro “Benjamín del Modernismo en toda América”, Arturo Ambrogi, quien en su “Libro del Trópico” describe de una manera vernácula y pintoresca la vida campesina y pueblerina de antaño en nuestro país.
Leerlo significó para mí reencontrarme con las raíces y costumbres que cimentaron mi niñez al lado de la abuela como: Acarrear agua, moler el maíz en piedra, beber agua fresca del porrón de la mesita del abuelo, o planchar nuestros vestidos con plancha de carbón; cuando en tiempos de la abuela, una botella de vidrio servía para planchar las prendas de manta previamente almidonadas.
Además, aprendí 2 palabras nuevas como los peretetes, una especie de pájaro, y la sacadera o lugar donde clandestino donde se producía el chaparro. Mi abuela solía contarnos historias de la persecución hacía las personas a cargo de elaborar o comercializar la chicha y el chaparro, pero nunca escuché la palabra sacadera. Otras palabras, en particular, llamaron mi atención porque en casa se usaban diferentes. Por ejemplo: La trébede, o lugar donde se colocaban las ollas y peroles para la cocción de los alimentos, en casa era conocido como el trébe. La batea, en mi niñez, un instrumento de madera, era donde se lavaba la ropa, yo lo conocí como la batella. El poyo de bahareque era la estructura donde se cocinaba los alimentos con leña. En casa lo llamábamos el poyetón. El mascón para fregar los platos en ese periodo de tiempo se llamaba pascón, y estaba hecho de henequén. Pegoste era una palabra de mi niñez que usábamos para referirnos a una pequeña porción de frijoles, o crema. La misma palabra usaba mi madre para decir que nosotras sólo andábamos tras ella hasta que
nos cargaba, claro estábamos muy pequeñas. En el libro lo llamaban pegote. La paleta en nuestro caso, no sólo era un instrumento de madera para remover el maíz que se cocinaba para hacer las tortillas, sino también el instrumento de corrección cuando cometíamos una travesura. Cuando la abuela preguntaba “¿Querés paleta?” mi hermana y yo sabíamos que tocaba llorar un poco. Un beso de la abuela en la frente o unas palmaditas sobre las rodillas precedían la paliza para recordarnos su cariño responsable.
Vocablos como Motates, Huachipilín, Copinol, Guacoco, Pepeto, Paterno, Pepenance, Barillo, Chilamate, Matasano, entre otros, se refieren a esos árboles y frutos legendarios que mi generación desconoce debido a la tala indiscriminada que dio paso a las urbes donde más y más salvadoreños nos concentramos hoy en día. Arturo Ambrogi visualiza y viste de encanto y misterio palaciego a sus árboles con detalles impresionante, sin dejar de lado cuando envejecen, como la Ceiba, testigo mudo del tiempo.
Con su lenguaje, el autor ensalza la sencillez de sus campos, su cultura, su gente y sus tradiciones y nos regala una vivida descripción de las cosas como el ojo de agua que tomó vida, y sedujo mis sentidos al leerlo. Y así lo describe: “… es por eso que esa agua siempre está muda, siempre está triste, sintiendo eternamente la honda nostalgia del límpido azul del cielo y del oro inflamado del sol.”
Las crónicas narradas con lujo de detalles y belleza literaria me recuerdan a otro grande de la literatura salvadoreña, Napoleón Rodríguez Ruíz con su obra Jaragua. De ese libro recuerdo con vivida emoción mi primer encuentro con el mar a los 17 años. Fue mágico experimentar como el agua te persigue y no quería dejar ese mar, quería traerlo en la mirada y en efecto, cerraba los ojos y me sentía caminando hacia él. Aquella experiencia se convirtió en un sueño recurrente por muchos años.
Con “El LIBRO DEL TRÓPICO” me sucedió igual, reviví tantas anécdotas de la casa de mi infancia como acarrear el agua, preparar el chilate para los cerditos, prender el fuego, cocer el maíz, lavarlo, llevarlo al molino, y hacer las tortillas antes de ir a estudiar. Algo difícil al principio porque no satisfacía las exigencias de la abuela, pero tras muchos intentos aprendí a preparar unas bonitas tortillas, no así las pupusas.
Al término de la lectura me sentí presa del embrujo de esas crónicas tan fabulosas, y tuve la sensación de la ceiba del pasado asediando, espiando en mi presente, y fue una experiencia única al grado que fui en busca de un vestigio de mi pasado, y lo encontré en la casita de mi madre. La mano y la piedra de moler donde la abuela y mi madre tantas veces quebraron el café, molieron el maíz tostado para hacer el chilate, el atol shuco o las tortillas, y aunque nunca llegué a usarla con la destreza de ambas son testigos fieles de mis orígenes en la capital.