Luis Armando González
Para una persona con una visión secular, liberal y crítica de la realidad, nada debe quedar fuera del debate ni siquiera –y quizás en primer lugar— sus propias ideas y convicciones. La educación –una educación secular y crítica, se entiende— es uno de esos ámbitos en los no deberían darse asuntos o temas como definitivos e indiscutibles. La resistencia a someter a revisión crítica los supuestos con los que se trabaja, tarde o temprano, termina haciendo más mal que bien al quehacer educativo. Indefectiblemente atrapado por el espíritu crítico, una y otra vez me asalta la idea de si no es necesario realizar un debate, honesto, frío y sosegado, sobre el lugar de lo virtual en las dinámicas educativas universitarias.
No dudo de que este debate debería abarcar otros niveles educativos, pero es la esfera universitaria la que más conozco y de la que puedo hablar, digo yo, con más solvencia. Pues bien, creo que, dados los dos años de uso acelerado (y prácticamente total) de lo virtual educativo, es pertinente hacer un alto en el camino y realizar un balance de sus posibilidades reales y sus limitaciones. O sea, la gran pregunta que hay que abordar apunta al lugar que lo virtual habrá de tener en el quehacer de largo de largo plazo.
Si lo virtual desplazará a lo presencial es algo que debe decidirse sopesando pros y contras, y no dando por supuestas –sin antes examinar críticamente las experiencias tenidas en dos años— las bondades y la eficacia de la virtualización educativa. No es automático que lo virtual haga desparecer a lo presencial en educación: se tratará de decisiones que se tomen en esa dirección, lo mismo que de los recursos tecnológicos y de las pericias de los gestores de ese cambio. No tienen por qué decantarse las decisiones por una anulación de lo presencial; pueden tomarse decisiones que conduzcan a un ensamble creativo entre lo virtual y lo presencial, por ejemplo, sumando lo virtual a estrategias educativas presenciales o sumando lo presencial a estrategias educativas virtuales. Esto es justamente lo que debe debatirse con el mayor rigor y realismo; y es que es mucho lo que está en juego: el conocimiento y las capacidades morales e intelectuales no sólo de quienes actualmente están inmersos en procesos educativos superiores, sino de quienes serán influidos y educados por ellos en el futuro inmediato.
La palabra “presencial”, para comenzar, debe dejar de ser una palabra silenciada, o sólo permitida cuando se la usa para referirse a lo inservible, a lo no actual, que alude a un pasado lejano, del cual hay que alejarse mucho más. “Presencial” debe dejar de ser anatema y gozar de toda la legitimidad que merece.
Una legitimidad ganada a pulso a lo largo de los 250 mil años de historia del Homo sapiens. De hecho, considerar esa palabra como algo antiquísimo y tradicional –ciertamente, ni lo antiguo ni lo tradicional son intrínsecamente negativos (ni positivos)— refleja una falla mental (una pérdida de memoria de corto plazo) extraordinaria. Y es que hace apenas dos años –a inicios de 2020— la educación presencial era la principal apuesta educativa en la educación superior y las iniciativas educativas virtuales se abrían paso –en unas instituciones con más fuerza que en otras— para complementar la oferta educativa presencial, no para suprimirla.
En mi caso particular, a inicios de marzo de 2020 estaba sirviendo dos asignaturas: Antropología filosófica (totalmente presencial) y Teoría y análisis del discurso (presencial, con una sesión virtual de consultas). Allá por 2005 había recibido un curso para el uso de la plataforma Moodle, pero nunca la utilicé. Recuerdo que allá por el 2012 o 2013 di un curso sobre enfoques sobre la violencia en el cual una semana era de clases presenciales y la otra de consultas virtuales, pero en aquí –dadas las dificultades para trabajar en la plataforma asignada— la relación con los estudiantes descansaba en el correo electrónico. A inicios de 2020 –cuando en El Salvador circulaban noticias vagas de que en China estaba pasando algo complicado con un virus y todos nos preparábamos para las actividades de siempre— ofrecí una asignatura totalmente virtual en un programa de maestría totalmente virtual.
Este programa de postgrado, con todas sus asignaturas en forma virtual (contenidos, lecturas, exámenes), se había preparado con mucha antelación (aproximadamente dos años atrás) a su implementación. Es decir, sin ninguna relación con la emergencia de coronavirus de 2020, sino como parte de una ruta formativa virtual que, ordenadamente, se articulaba con el conjunto de las rutas presenciales (o semi-presenciales) ofrecidas por esa institución universitaria.
Haber servido esa asignatura no me hizo ningún experto en educación virtual. Sin embargo, cuando la emergencia –a mediados de marzo de 2020— forzó la utilización de recursos virtuales en todas las actividades docentes (y académicas), me hice cargo de las dificultades (además de la incomprensión) que eso supondría para el ejercicio docente que se había planeado de manera presencial. Recibí la indicación de usar recursos virtuales desde el momento de suspensión de las actividades presenciales. Asimismo, en algún momento, se me indicó que, además de las clases en línea, debía preparar materiales de clase, exámenes y orientaciones para colocar en una plataforma.
Cuando le comenté a la persona que me daba la indicación que esos materiales no sólo se preparaban anticipadamente, sino que constituían un trabajo aparte, que requería de un esfuerzo especial, no pudo ocultar su asombro. Caí en la cuenta de que, para muchas personas que tomaban decisiones en esos momentos, de lo que se trataba era de trasladar –un traslado que veían fácil— todo lo que se hacía de manera presencial a una modalidad virtual, sin percatarse de que esta última tiene sus propias condiciones de ejecución y características pedagógicas y didácticas. Creo que a medida que el tiempo fue transcurriendo, y a estas alturas, la especificidad de lo virtual y las dificultades de trasladar una educación presencial a una virtual les son más claras que al principio de la emergencia. Lo que quizás no sea muy claro, para muchos, son los riesgos que se corren si se reduce toda la dinámica docente a actividades virtuales, por no hablar de la reducción del quehacer universitario a la sola impartición de clases virtuales.
En fin, más allá de estas anécdotas personales, lo quiero recalcar es que la virtualización educativa en 2020, en su carácter totalizador, fue resultado de una emergencia, es decir, se trató de una anormalidad. La continuación en 2021, por lo menos en el primer trimestre de ese año, se entendió siempre como una necesidad dictada por una emergencia que aún no terminaba. Es curioso cómo, unos meses después, esa visión de anormalidad se fue trasmutando en una visión según la cual la virtualidad educativa total se considera como lo normal y la presencialidad como algo extraño, anormal e incluso negativo, cuya importancia debe justificarse con los mejores argumentos y, aun así, corriendo el riesgo de recibir el mote de tradicionalistas y reacios al cambio (como si, por otra parte, el cambio en sí mismo fuera algo bueno; no es intrínsecamente ni bueno mi malo).
Seré reiterativo: la virtualización total de la educación (en especial de la docencia) en 2020 fue algo abrupto, impuesto por la emergencia por coronavirus. En 2021 esa virtualización total (o casi total) continuó por la misma razón, por lo menos hasta mitad del año. Como quiera que sea, se trata de casi dos años, no de toda la historia de nuestra educación superior. Es un periodo de tiempo que debería servir para evaluar, con realismo, si la virtualización total de la educación superior es algo a lo que se le tiene que apostar, pero no partiendo de idealismos tecnológicos, sino de lo que realmente ha sucedido en el terreno en estos dos años. Asimismo, si el camino a seguir será el de la virtualización total de la educación superior, además de una planificación bien diseñada, se tiene que sopesar su impacto en la calidad de la educación en el largo plazo, así como en las capacidades científico-técnicas, la investigación y el pensamiento reflexivo, la memoria histórica, la cultura democrática y la moral ciudadana. Todo esto requiere de un intenso y sesudo debate sobre lo virtual y su lugar en (o si será el lugar de) la educación. Es un debate pendiente. Un debate en el que lo presencial, con sus extraordinarios logros, su dilatada historia y sus miserias, no puede faltar.