Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y coordinador suplemento Tres mil
-Mire usted, de verdad que pintaba difícil la cosa.
-pues difícil es piropo, pero en fin ahí estaba yo contando estrellas.
-No le des vueltas al asunto.
-Bueno, el perro no dejaba de ladrar y eso era de por sí una mala señal. De esas que se ponen turbias y duras. El perro no podía quedarse quieto, porque olía la muerte.
-A la muerte decís – tomándose el mentón.
-Pues digo yo, porque al menos parecía que tenía miedo de algo.
El silencio inundó la habitación. Ese silencio que puede sentirse, olerse y ser perceptible con todos los sentidos. Nada más las paredes esperaban a que el tronar de alguna tabla pretendiera estirarse, como a veces sucedía cuando había silencio, pero no. El ruido era tan ausente que no valía la pena manifestarlo.
-¿Tenés miedo, verdad pato?
-No, yo no tengo. El que lo tenía era el perro porque no dejaba de ladrar. Y era tan lastimero el estruendo que dejaba caer en el eco de esa cuadra. Pero al rato se calló después de un chillido.
-¿De un chillido?
-Sí. Le habían cortado la cabeza de tajo. Era horrible el cuadro, la sangre estaba por todas partes como si siempre el suelo fuera rojo. El pavimento no parecía brea y piedras, era sangre.
-¿Y qué pasó, Pato?
-Pues nada, el hombre con el machete siguió ahí después de matar al perro. Incluso pareció no importarle nada. Total era un perro, digo yo que decía. Ni limpió el machete y siguió caminando con esos pasos pesados que tienen los que no les duele matar. Yo apenas podía dejar de verlo, tenía tan atravesada la garganta que si decía algo seguro que me mataba. Así que seguí tras el barril dejándolo ir. Pero dolido de la muerte del chucho me quedé ahí, de esas veces que no sé porque la suerte me pone en lugares así.