José M. Tojeira
Maltratar física o psicológicamente a los niños y niñas, es siempre un abuso de poder. Y se repite con demasiada frecuencia en El Salvador, aunque desde hace años está surgiendo una generación que desea educar a los niños desde el respeto. La ley LEPINA ha constituido un avance importante tanto en el mayor cuidado como en la creación de una cultura de mayor respeto hacia niños y niñas. Sin embargo queda todavía un punto por mejorar en dicha ley: Todavía la ley es tolerante con el castigo físico que los padres puedan imponer a sus hijos. Reformar la ley y convertir en ilegal todo tipo de abuso físico o sicológico, provenga de quien provenga, es un paso necesario para combatir la cultura de la violencia, que está todavía demasiado presente en El Salvador. Los jóvenes violentos de hoy son la mayor parte de ellos, antiguos niños que fueron golpeados o agredidos psicológicamente. El abuso de poder sobre la infancia se transmite intergeneracionalmente, igual que el machismo, otra forma de violencia detestable y que es necesario eliminar.
Con frecuencia quienes defienden el castigo físico, suelen insistir en que ellos lo sufrieron y no les afectó. Probablemente es una verdad a medias, pues el acostumbrarse social y culturalmente a formas de violencia deja siempre algunos efectos. Tal vez piensen que no tienen complejos o que ya no peguen a sus hijos, pero manejan agresivamente, siendo candidatos claros a ser parte de esa terrible epidemia de accidentes de tráfico que sufrimos en nuestras tierras. Los efectos de la violencia sufrida en la infancia son muy diversos y no siempre conscientes. Impedir ahora la violencia contra los niños y niñas, es una manera importante de ir creando una cultura de paz, necesaria para el futuro y el desarrollo de nuestro país. Es lógico que si no golpeas a los pequeños y creas en ellos una actitud de respeto y diálogo, les resultará en el futuro más difícil ser violentos. Pero no basta con prohibir por ley el castigo físico. Es necesario que el Estado invierta en la primera infancia, ayudando a los padres a entender formas de estimulación afectiva y psicomotriz, cuido de la alimentación y cercanía personal que contribuya al aprendizaje y la sana relación social. Tanto la neurociencia como la economía, respaldan la necesidad y la importancia de la inversión en la primera infancia.
El premio Nobel de economía del año 2000, James Heckman, ha dedicado una buena parte de sus investigaciones a demostrar que la inversión en la primera infancia, entre cero y tres años, es una de las inversiones más productivas que los Estados pueden hacer. Sus palabras en una entrevista son claras: “La intervención temprana fomenta la escolaridad, reduce la delincuencia, promueve la productividad de la fuerza laboral y disminuye el número de embarazos entre las adolescentes. Se considera que esas medidas presentan una relación costo/eficiencia muy beneficiosa y constituyen una inversión altamente productiva. La atención a la primera infancia es aun más importante, en los periodos críticos y delicados del desarrollo de diversas capacidades”. Es evidente que estas inversiones en los primeros años, que son poco costosas, deben ser continuadas por una educación infantil de alta calidad. Entonces, si eso se da, “esa inversión inicial promueve la eficacia económica y reduce la desigualdad”, nos dice el premio Nobel. Esta inversión en la primera infancia incluye también la visita a los hogares y consejería a los padres, que contribuya a cualquier abuso físico o psicológico.
UNICEF ha presentado antes de las elecciones, un proyecto asequible de inversión estatal en la primera infancia. Los candidatos mostraron su simpatía por el proyecto y hablaron claramente de asumirlo gubernamental y estatalmente. El presidente electo fue uno de los que mostraron, junto con su esposa, una simpatía muy clara por este plan de inversión. A la ciudadanía nos queda el insistir en la preocupación por la primera infancia, promover proyectos como el de UNICEF, y cuidar a los niños y niñas, liberándolos de golpes y agresiones sicológicas, al tiempo que exigimos, a partir de los tres años, una educación de calidad. Solo así podremos construir un futuro pacífico y sin esta violencia que tanto daño nos hace.