Armando Molina,
Escritor
Rudy Flamenco empujó la pesada puerta del restaurante y la cerró con mucho cuidado después de entrar. Se quedó parado por un momento junto al umbral de la entrada, mirando las mesas que desde hacía dos horas estaban preparadas para la cena. Todo a su alrededor le resultaba sumamente familiar. Estuvo observando el techo blanco con sus adornos de cupidos esculpidos en madera que aparecían iluminados por la luz que se colaba por el ventanal. Sonrió para sus adentros al recordarlos.
Rudy se asomó por detrás de una mampara adornada de flores y miró hacia el fondo del salón principal, hacia el bar. Había tres hombres a la barra y conversaban. Desde donde él se encontraba no podía escuchar la conversación. Uno de los hombres, un hombre joven de rostro moreno que estaba detrás del mostrador reía; tenía una copa de vino tinto a medias junto a la caja registradora y les servía cerveza a los demás. Los otros dos hombres estaban de espaldas, fumaban. Rudy Flamenco reconoció a los tres. Se dirigió hacia la barra caminando despacio entre las mesas.
—Hola, muchachos —dijo Rudy al acercarse a los tres hombres de espaldas.
Los hombres dejaron de hablar. Se volvieron hacia Rudy con cierta brusquedad, y le miraron sorprendidos al reconocerle.
—¡Rudy! —exclamó el hombre joven detrás del mostrador—. ¡Rudy, hombre, ya era tiempo!
El hombre se fue hacia el final del mostrador y se agachó bajo éste para salir a saludarle. Rudy estrechó la mano de los otros dos.
—¡Muchacho, se ve usted muy bien! —dijo el joven que se llamaba José, sosteniéndole por los hombros. —¿Qué creen ustedes, eh? —se dirigió a los demás sonriendo.
Los otros asintieron mientras Rudy Flamenco sonreía.
—Venga, Rudy —dijo José—; esto merece celebrarlo con un buen coñac. Siéntese, y permítame traer la mejor botella de la casa —. José desapareció luego hacia la habitación trasera.
Rudy se sentó en uno de los taburetes frente al hermoso mostrador de roble pulido y miró a su alrededor satisfecho. Recordó que todo lo que veía le pertenecía. Sonrió con cierta melancolía.
—Bueno, Rudy, a ver cuéntenos, ¿cómo le ha ido todo este tiempo? —dijo uno de los hombres, interrumpiendo sus recuerdos. Su nombre era Carlos, un hombre delgado, de baja estatura, de rostro juvenil y unas cejas espesas. El otro se llamaba Guillermo y eran todos buenos amigos de Rudy.
—Pues en realidad, no hay mucho que contar —dijo Rudy.
—¿Cómo es eso, Rudy? Han sido tres años desde la última vez —insistió el que se llamaba Guillermo.
—Sí, lo sé.
—¿Y dice que nada ha ocurrido en todo ese tiempo? —insistió Guillermo.
—La verdad, no mucho.
—Qué va, Rudy. No puede ser cierto eso que dice —dijo el que se llamaba Carlos.
En ese momento apareció José. Traía dos botellas en las manos. Les interrumpió:
—¿Cuál de las dos prefiere, Rudy? No estoy muy seguro del mejor.
—Esa está bien —dijo Rudy, señalando una botella de Hennessy que José sostenía en la mano izquierda.
—Muy bien —dijo José, y guardó la otra botella debajo del mostrador. Luego sacó cuatro copas del aparador que estaba junto a la hilera de botellas del bar.
Rudy Flamenco observaba mientras José escanciaba coñac en las cuatro copas. Tuvo un corto reflejo de sí mismo en el espejo colocado detrás de las botellas. Su rostro le pareció extraño por un instante. José le entregó una de las copas.
—Y bien, Rudy; ¡a su salud, amigo!
—Gracias, muchachos —dijo, y se empinó el trago.
El coñac le calentó la garganta y la boca del estómago, pero no le cambió el pensamiento que tuvo al verse momentáneamente en el espejo. Comprendió que ese rostro ya no era el mismo, que se había convertido en un hombre distinto al que había sido tres años atrás y que seguiría siendo distinto durante mucho tiempo después. ¿Cuánto tiempo?; eso jamás lo sabría. Sabía esto con certeza.
El hombre que se llamaba Carlos, el de las cejas espesas que estaba a su lado ante el mostrador, le preguntó:
—¿Qué le pasa, Rudy? Usted ya no parece el mismo. Y dice que nada ha ocurrido en estos tres años.
—Estoy un poco deprimido, eso es todo.
—¿Qué tal otro trago? —le preguntó José.
—Está bien. Me tomaré otro.
José volvió a servirle coñac.
—¡Cuánto celebro verlo de nuevo, Rudy! —dijo Guillermo entusiasmado. Éste le miraba con vivo interés. A Rudy le parecía que el hombre era sincero. Aquello le hizo sentirse mejor. Así que se adelantó a decir:
—Realmente les agradezco, muchachos. Disculpen si no estoy lo suficientemente contento, pero es que me siento un poco extraño al estar de nuevo con ustedes. Ya me comprenderán.
—¡Desde luego, hombre! —exclamó José—. No se preocupe. Las cosas no han cambiado mucho por aquí. Muy pronto se dará usted cuenta, ya verá.
—Me lo imagino —dijo Rudy, y se bebió su trago con intenciones de animarse un poco más.
La puerta del restaurante se abrió de nuevo haciendo mucho ruido. Un intenso rayo de luz vespertina penetró en el comedor principal e iluminó la alfombra que se miraba muy limpia. Rudy se fijó en ese detalle y con el efecto de los dos tragos, se sintió mejor. Un hombre joven, de rostro viril y fresco y vestido muy elegante en un traje oscuro de corte italiano, entró. Se detuvo manteniendo la puerta abierta, y dijo algo en inglés a alguien que estaba en la calle. Saludaba a una mujer cuya silueta se reflejaba en la mampara adornada de flores que ocultaba la entrada. Luego cerró la puerta, y el comedor volvió a quedar iluminado sólo por la luz que entraba por el cortinaje del ventanal.
Rudy le reconoció al instante. Su rostro cambió de repente en una gran sonrisa.
—¡Rudy! —exclamó el hombre que acababa de entrar y que se acercaba a él con los brazos abiertos —. ¡Pensé que no iba a encontrarte nunca! ¿Dónde te habías metido, hermano?
El hombre se aproximó a Rudy y ambos se abrazaron.
—Víctor, de veras que me alegra verte —dijo Rudy sin dejar de sonreír mientras se abrazaban.
—¡Hombre, me tenías preocupado! Ya llevo dos semanas buscándote. La semana pasada que fui a buscarte el fulano de la prisión me dijo que te habías ido hacía una semana. ¿Dónde te habías metido?
—Por ahí… —dijo Rudy.
—¿Por ahí? ¿Qué significa eso: por ahí? ¿Han oído eso, muchachos? —se dirigió a los demás sonriendo. Los otros sonreían también. —Bueno, qué importa eso ahora. Lo bueno es que ya estás de regreso. Será mejor que celebremos. Venga, venga, celebremos —dijo, poniéndole una mano sobre el hombro.
José rodeó el mostrador y volvió a meterse detrás de la barra; sacó otra copa del aparador y la puso frente al hombre que acababa de entrar y que se llamaba Víctor Galeano. Éste miró la botella de coñac. Dijo perentoriamente:
—Espero que no vayamos a brindar con eso —. Señaló la botella de coñac—. A ver, José, buscate una botella de whisky. Y que sea nueva, ¿eh?
José se apresuró a sacar una botella de whisky de una caja debajo del mostrador. Se la entregó a Víctor. También sacó otros vasos limpios y puso más hielo en cada uno de ellos. Entre tanto, Víctor estrechó la mano a los otros dos hombres que estaban ante el bar. Eran todos viejos amigos.
—Eso está mejor —dijo Víctor después de servirse whisky en su vaso y servirle a los demás—. Tomémonos un trago y alegrémonos de una vez.
Brindaron todos.
Víctor apoyó las manos sobre el mostrador. Estaba observando a Rudy. José y los otros empezaron a conversar.
—Bueno, muchacho, ¿qué tal? Hoy sí parece que todo ha terminado —dijo Víctor.
—Espero que sí. Todavía me resulta difícil creerlo —dijo Rudy.
—Ni una palabra más. Todo es igual que antes.
—¿Todo? —preguntó Rudy mirándole fijamente.
—Casi todo —se apresuró a decir Víctor.
—Y de lo otro ¿qué me decís?
—¿Qué puedo decirte? No tengo ningún poder sobre las decisiones de otras personas. En particular las mujeres. Pero ¿qué te pasa?
—No me lo puedo aguantar por ahora —dijo Rudy—. Realmente extraño, ¿no creés?
—¿Qué te parece otro trago?
—Me gustaría que habláramos de ello —insistió Rudy.
—¿Ahora mismo? —preguntó Víctor mirando a los demás.
—Me parece que no. Mejor para después.
—¿Qué te parece si vamos a cenar por ahí y lo discutimos sobre una buena cena? Habrá tiempo suficiente.
—Me parece bien —dijo Rudy, e hizo una pausa para mirar a su amigo. Luego agregó—: No sé por qué tengo la impresión de que siempre tenés razón, Víctor.
—Olvídalo, hombre. Es mejor que celebremos tu regreso. A ver, otro trago, Rudy.
Mientras tanto, José y los demás seguían conversando; estaban riéndose de algo que Carlos decía. Afuera en la calle, el sol declinaba; el reloj de esfera luminosa detrás del bar marcaba las cinco y media. Al otro lado del ventanal se veía el preludio de una deliciosa noche fresca de abril. Mientras los demás conversaban y reían, Rudy Flamenco experimentaba por primera vez en dos semanas un gran regocijo al saberse fuera de aquella miserable prisión donde había permanecido los últimos tres años. Eso significaba que todo estaba bien.
Empezaron a llegar el resto de los empleados. Rudy no reconoció a ninguno de los que trabajaban en la cocina: era todo personal nuevo. Le fueron presentados. Luego llegaron los que él consideraba los antiguos: tres meseros —incluyendo una mujer que se llamaba Rita—; Pablo, el ayudante de meseros, y el barman de la noche, un argentino llamado Marcelo, quien tenía una lamentosa cara de estrella de cine de los años veinte. Todos saludaron a Rudy con fruición, en especial Rita quien le propinó un beso en la boca y que los demás celebraron por largo rato. A continuación, Rudy les reunió y les dijo que se sentía contento de estar de regreso; que esperaba que todo hubiese funcionado durante su ausencia; que se tomaría un par de días libres para adaptar de nuevo su mente al negocio, y que deseaba que siguiesen siendo una gran familia. Luego todos desaparecieron hacia la habitación trasera a prepararse para el negocio de la noche.
Salieron por entre la gente que comenzaba a entrar al restaurante y Rudy se sentó en el asiento de pasajeros del precioso carro de lujo de Víctor Galeano.
—¿Qué sabés de lo que hizo Ana después de que yo desaparecí? —preguntó Rudy.
—Se fue con un tipo al que no conozco. Dijo que después de todo resultaste ser un miserable y que merecías pudrirte en la cárcel.
—¡Puta, en realidad me quería esa muchacha! —dijo Rudy esforzando la broma.
—Me gusta tu sentido del humor, Rudy. Eso quiere decir que ya estás libre, muchacho.
Ambos se rieron.
Habían llegado al Mediterráneo, un elegante restaurante de la calle Clay. Estaba discretamente iluminado. En parejas, el bar estaba lleno de hombres y mujeres que vestían trajes de noche. Una suave música envolvía la atmósfera cuando ambos hombres entraron. El maitre se acercó a atenderles. Víctor se adelantó hacia él y le dijo algo al oído. El maitre, un hombre alto, huesudo, de manos finas, negó con la cabeza con un movimiento de gravedad. Víctor le deslizó un billete de veinte dólares. Rápidamente, el hombre asintió. Víctor hizo un guiño de ojos a Rudy y ambos fueron conducidos al fondo del restaurante hasta un reservado situado junto al gran ventanal adornado con unas cortinas blancas de encaje. Ordenaron dos martinis.
Mientras bebían, Rudy habló:
—Te juro que vuelvo a sentirme civilizado, Víctor. Este martini tiene un sabor… ¿cómo decírtelo?… limpio… Sí, eso: limpio y civilizado.
—Me alegro de que te sintás así.
—Ya lo sé —afirmó Rudy—. Sos más que un amigo, Víctor.
—Gracias, viejo. Sé que harías lo mismo si se tratara de mí.
Rudy miró hacia la calle. En la esquina, un grupo de turistas esperaban el cambio de luz del semáforo. Señalaban el restaurante.
—Sabés, Víctor; Ana me gustaba mucho —dijo Rudy, fijando sus ojos ahora en su martini—. Era una buena mujer, excelente, diría. Sabía cómo divertirse. Aunque no creo que podría aguantarla ahora.
—Es una mujer simpática —comentó Víctor.
—Sí lo es. Realmente lo es. Es una lástima el que se haya ido. Voy a extrañarla. Por cierto, ¿qué has sabido de su hermano?
—Le dieron siete años. Tiene para buen tiempo.
—Pobre cabrón. Se los merece por cobarde.
—Hablás como su hermana —dijo Víctor echándose a reír.
—Es cierto; pero creo que soy yo quien tiene la razón. Por su culpa casi me reviento en la cárcel —. Rudy hizo un ademán significativo.
—Ana piensa lo contrario —replicó Víctor.
—Me importa poco lo que ella piense. Ya está fuera de vista.
—Me consta que la querías mucho.
—Pero ya ves lo ocurrido. Creo que ahora ella representa para mí todo lo que detesto en una mujer.
—Es mejor que volvás a tu buen humor, Rudy; de otra manera vas a arruinarte la cena. Te estás poniendo desagradable.
—Tenés razón. He estado un poco deprimido con toda esta mierda de pensamientos.
—Supongo que es sólo natural que lo estés, y con razón. Pero es mejor que comamos, que bebás demás, y que después te vayás a acostar.
—Ya lo sé. Aunque la casa esté vacía hoy, mañana estaré contento… Aunque sin Ana…
—No hablemos más de eso.
—Solo, nuevamente…
—Mejor bebete un trago y te alegrás.
—Será difícil…
—Estás libre.
—¡Qué pendejadas! ¡Tenés razón, hombre! Será mejor que ordenemos una buena cena y un buen vino.
—A eso iba precisamente… —dijo Víctor Galeano.
* * * *
Si cuatro años atrás a Rodolfo Alberto Flamenco le hubiesen dicho que un día se sentiría terriblemente deprimido como lo estaba ahora, probablemente se hubiese echado a reír como si se tratara de una estúpida broma. Para ese entonces era de la clase de hombres que pensaba que las preocupaciones eran sólo para los débiles y los tontos. No obstante, ahora su parte de luchador, de hombre tenaz y de carácter se le había cansado. Los tres años en prisión le habían enseñado otras fases de la vida ante las cuales había tenido que enfrentarse solo. Estaba tendido en la cama, y sus pensamientos no le dejaban dormir ni concentrarse en una revista que tenía entre las manos desde hacía dos horas.
Rodolfo Alberto Flamenco, hombre de negocios salvadoreño, dueño de un restaurante de lujo en la ciudad de San Francisco, de treinta y cuatro años y conocido como Rudy Flamenco entre sus amigos y amistades de confianza, siempre tuvo, ante todo, un gran sentido común. Había estado casado dos veces y tenido varias mujeres con las que casi siempre mantuvo relaciones de carácter puramente sexual. Entre estás últimas estuvo Ana Revida, con quien había vivido año y medio, antes de que el asunto que le llevó a prisión se convirtiera en un verdadero problema. Al principio de vivir con ella, pensó que sería una mujer como cualquiera de las otras con las que había vivido antes; es decir, pensaba que nunca la querría ni que algún día la echaría de menos en su vida. Estaba consciente de que, a su manera, la había tratado bien. Pero cuando se vio envuelto en el problema, que se le presentó como un abismo en medio del camino, fue entonces cuando ella le abandonó. Ni siquiera eso le afectó.
Tuvo la suerte de haber estado extraordinariamente dotado para la especulación en los negocios. Tenía también un excelente escepticismo para los malos negocios y, sobre todo, un agudo sentido de la oportunidad que le permitía ver más allá de una simple transacción como lo haría un clarividente. Todo eso unido a la facilidad para despertar simpatía y confianza entre los demás, lo cual le caracterizaba como un tipo de éxito.
Rudy había empezado su “buena suerte” con dinero prestado. Más tarde era él quien daba dinero prestado a sus amigos… producto de una filosofía personal que le hacía popular no sólo con sus amigos de confianza sino también con empleados bancarios, prestamistas locales, usureros mafiosos y toda otra clase de personal involucrado en el mundo de las finanzas y del dinero fácil en San Francisco, quienes le administraban su dinero magníficamente y le hacían buenas inversiones comprando buenos valores y mercancías legales ―y otras no tanto, los cuales eran intercambiados en su oportunidad por otros más buenos y mejores, hasta que finalmente obtuvo una cómoda situación económica y adquirió un restaurante muy próspero en el barrio Noe Valley de San Francisco que le producía un capital satisfactorio y limpio. En su mejor momento se decía de Rudy Flamenco que si hubiese tenido que empezar de nuevo en una ciudad abandonada a remota distancia de la ciudad más próspera de cualquier país, habría llegado a ser más rico y popular entre sus amigos debido a su habilidad para la simpatía desinteresada. Pero llegó un tiempo en que Rudy empezó a mezclarse en otra clase de negocios que no eran vistos con buenos ojos por personas de buen gusto; y si bien él nunca pensó hacia dónde le conducirían estos asuntos, la verdad es que frecuentemente se sentía culpable al aceptar el dinero que sus asuntos sucios le producían. Si con su excelente dote de escepticismo hubiera notado que hacía ya algún tiempo su moral iba deteriorándose, no se habría visto involucrado en aquella situación tan penosa como fue la de verse humillado como un animal atemorizado hablando en voz baja ante un juez criminal y un fiscal de distrito, quienes lo condenaron a cinco años de prisión por el delito de narcotráfico junto con el hermano de su amante, quien fue condenado a siete años. Tal situación fue como un brutal puñetazo en su humanidad.
Al principio de su condena todo el asunto se le volvió irreal; parecía como si nada pudiera tener consecuencias ni salidas; como si pensar en consecuencias y salidas ahora fuera una absurda broma de mal gusto. Pero poco a poco, aquella idea de irrealidad fue desplazada por la realidad de la cárcel. Rudy Flamenco se olvidó del mundo exterior, el cual se había cerrado de repente ante sus ojos. Y paulatinamente, su vida giró alrededor del recinto que sería su hogar durante los próximos cinco años: Correccional Estatal de Soledad, California.
La fase de irrealidad duró lo normal como para ponerle en antecedentes de lo que sería vivir en prisión por largo tiempo. La vida allí era dura. Durante año y medio a Rudy le pareció formar parte de un grupo de autómatas. Vivía para dormir, comer, aprender un oficio y, ante todo, soñar con la idea de salir de ahí algún día. El tiempo pasaba rápido. Su habilidad para despertar simpatías se mantenía intacta —con ciertas excepciones. Muy pronto pasaron dos años.
Al principio del tercer año de su condena, Rudy fue trasladado a la sección de buena conducta de la prisión. Aquello le parecía una deliberada broma de cárcel: era la promesa adecuada para una esperanza deteriorada. Su compañero de celda entonces era un hombre afable de unos cincuenta años; de constitución delgada pero fuerte como un alambre templado, se llamaba Paul Corona. Era de Chula Vista, California, y llevaba encima una condena de veintiocho años por homicidio agravado, de la cual le restaban doce. De manera fácil, pero en cierto modo aguda a las intenciones de los demás, Paul Corona era el mejor amigo de Rudy en prisión. Hombre sentimental a quien le gustaba tocar la guitarra por las tardes, hábil para el ajedrez y poseedor de una destreza callejera para asuntos de igual índole; su pasatiempo más peculiar consistía en contarle sus sueños a quienquiera que le prestase un oído amable —algo que Rudy hacía de buena gana, pues le mantenía de buen ánimo, y, además, porque consideraba a Paul Corona, cuyas brutalidades de expresión y la facilidad para la charla le seducían, como una especie de sostén para su cordura. De esa manera, Rudy Flamenco hacía lo que podía para hacer su estancia lo más plácida y razonablemente cómoda posible.
Durante las noches, a ambos les gustaba charlar en voz baja en la oscuridad de la celda y fumar cigarros hechos a mano; oír el lejano rumor de la ciudad o escuchar en silencio el ruido de los furgones arrastrados por los grandes cabezales en la autopista cercana. El ruido de la lluvia en el invierno y el incesante barullo de las cigarras aquel verano les parecían las señales de que se aproximaba la deseada libertad. Las montañas al sur de la prisión se tornaron pardas y peladas en el verano, y luego de un tiempo soplaron vientos fríos del norte y sabían entonces que pronto verían caer las hojas secas arrastradas por la brisa invernal y eso significaba que otra estación había pasado.
Una mañana de a finales del tercer año de la condena de Rudy, estaban él y su amigo Paul Corona comentando, como era ya su costumbre, el sueño de la noche anterior. Paul hablaba de su sueño con una excitación nada usual. Había despertado a Rudy al amanecer y le había contado de cómo en su sueño de esa noche había visto un bello y majestuoso cisne blanco penetrar por la ventana de la celda. Le dijo que el hermoso animal se había posado junto a su catre y le había tomado entre el frondoso plumaje de sus alas que era de un inmaculado color blanco. Le dijo que el cisne había tomado dimensiones fantásticas después de atravesar la ventana de la celda con él a sus espaldas; y que habían emprendido un maravilloso vuelo hacia un deslumbrante sol naciente; mientras volaban, él, Paul Corona, lloraba como un niño.
El sueño no tenía nada de extraño para Rudy; le pareció que era otro de los productos de la imaginación de Paul, con la sola idea de entretenerse en prisión mientras pasaba el tiempo. La mañana pasó rápidamente. Hicieron las maniobras de rutina en la prisión: pasaron lista, la caminata de ejercicios y el recreo. Durante la hora de almuerzo, Paul Corona estaba aún más excitado por la belleza de su sueño y no dejó de hablar de ello mientras duró la comida. Esa misma noche Paul Corona se ahorcó colgándose de los barrotes de la ventana de su celda con las tiras hechas de la sábana blanca del catre.
Por primera vez en muchos años Rudy Flamenco entristeció. Ya no le interesaron sus propios sueños. Un individuo melancólico fue asignado a la celda que Rudy había compartido con Paul Corona durante el último año. Aquel individuo le resultaba odioso. Los sonidos que en un tiempo le habían parecido las señales de una vida libre, eran ahora ruidos monótonos de una noche cualquiera de la condena de cinco años. Rudy se desmoronaba poco a poco. Tal como estaban las cosas, el último sostén de Rudy para su tranquilidad moral era el verse libre de aquel maldito lugar. Fue entonces que a través de su amigo Víctor Galeano, abogado de treinta dos años, socio dueño de un prestigioso bufete en la calle Washington de San Francisco y quien apeló el caso ante el juez criminal del condado, Rudy fue puesto en libertad después de tres años, seis meses, dos semanas y ocho horas.
El día que Rudy Flamenco salió de prisión fue un jueves.
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