José M. Tojeira
Mártir significa testigo en griego. Y se usaba tanto en el sentido del lenguaje común de alguien que vio u oyó algo y lo dice, remedy como en el sentido técnico judicial y forense. El significado actual de la palabra mártir, prostate en el sentido de persona que da la vida por una causa, inició en el siglo segundo de nuestra era y comenzó como una idea específicamente cristiana. Frente al perseguidor, que solía llamar ateo al cristiano en el mundo de habla griega, e impío en el ambiente latino, los cristianos retomaron el término mártir aplicándolo a quienes daban la vida en defensa de la fe en Jesucristo. En el fondo había un conflicto de cosmovisión que desde el poder se veía como un conflicto político. El imperio romano permitía todo tipo de religión con una sola condición: Que se reconociera al emperador como el representante de los dioses en la tierra, con capacidad absoluta para definir el rumbo de la historia. De hecho el negarse a reconocer al emperador como el representante en la tierra de los dioses, una especie de dios él mismo, era considerado un delito grave: “Impietas in principem”, impiedad contra el príncipe. El cristianismo, con su afirmación de que Jesús de Nazaret, el Señor resucitado, era el Señor de la historia, aparecía como un peligro para el imperio. Como todo imperio, el romano tendía a verse a sí mismo como absoluto. Había otras causas para las persecuciones, pero en buena parte la desconfianza de las autoridades imperiales se basaba en la negativa al culto religioso al emperador.
El martirio de Mons. Romero entra plenamente dentro de esta tradición hondamente cristiana de convertir en relativo lo que en el mundo se considera absoluto. Frente a la riqueza convertida en idolatría, frente a las diversas formas de poder que se sobreponen al valor de la persona, Jesús de Nazaret defiende a la persona, especialmente al débil, oprimido o perjudicado por prejuicios o normas injustas. Y al igual que él, Mons. Romero, en una época en que los intereses económicos y el poder militar sometían al país a una verdadera sangría, defendió la dignidad de la persona. Frente a la manipulación de la historia realizada incluso con brutalidad desde el poder, las armas y el dinero, Mons. Romero presentó, representó y defendió la historia de Dios. Esa historia expresada definitivamente en Jesús de Nazaret que tiene como principio la misericordia, como base la fraternidad humana y como fin el avance hacia el Reino de Dios, que es de justicia y paz, de vida y amor.
Cuando hoy la Iglesia reconoce formalmente lo que ya muchos laicos, sacerdotes, religiosos y obispos habían dicho sobre el martirio real de Mons. Romero, nos presenta a este salvadoreño universal como testigo ejemplar de humanidad y de fe cristiana. Testigo de humanidad porque siempre tuvo en su mirada el rostro y los sufrimientos de las personas. El hecho de que se fuera a vivir a un hospital dedicado a enfermos de cáncer dice demasiado de él. Acompañar el dolor humano, dar esperanza, convivir con quienes están más cerca del sufrimiento, denota una personalidad no solo recia y consciente, sino profundamente empapada en las bienaventuranzas del Evangelio. Su capacidad de analizar las causas de la pobreza y la violencia institucional nos muestra a un hombre inteligente y abierto al diálogo. Su profecía se mostraba en su libertad decidida y valiente para anunciar el amor fraterno y la justicia, al tiempo que denunciaba la barbarie de quienes creían en la violencia como camino de solución de los problemas. Ya el año 2004 una Exhortación Apostólica de Juan Pablo II (“Los pastores del rebaño”) pedía que en estos tiempos de crisis, caracterizados por una “guerra de los poderosos contra los débiles”, el obispo fuera profeta de justicia, padre de los pobres, defensor de los Derechos Humanos y “voz de los que no tienen voz para defender sus derechos”. Incluso textualmente se podría ver un retrato de Monseñor Romero en dicho texto pontificio.
Hoy “la guerra de los poderosos contra los débiles” continúa siendo una realidad en nuestra tierra. La opresión económica de ricos que se enriquecen con mucha más velocidad que el ritmo de crecimiento del país es patente. Y sigue siendo real también desde los diferentes abusos de las múltiples formas de crimen organizado que golpean diariamente a nuestro pueblo. Frente a esta doble guerra contra el pueblo sencillo, la santidad de Romero, auténtico profeta de justicia asesinado por decir la verdad sobre la opresión y la violencia, se nos muestra una vez más como ejemplo y camino. Desde el Evangelio del amor, desde la verdad, desde la solidaridad con todos los que sufren, desde la denuncia decidida y clara, Monseñor Romero exigía una historia en la que el pueblo salvadoreño asumiera su protagonismo en la construcción de una sociedad solidaria y justa. Hoy, en circunstancias diferentes, pero no menos crueles, el trabajo por la justicia y la paz continúa siendo el gran reto de los salvadoreños. No es viable nuestra sociedad injusta, con salarios deficientes e insuficientes, con una estratificación clasista y humillante tanto de los servicios públicos indispensables como de sus redes de protección social, con corrupción institucional y con irresponsabilidad social de quien tienen más. Como tampoco es justa ni viable la reacción delincuencial y violenta ante la desigualdad y la injusticia, que multiplica el dolor de los pobres, la extorsión, el abuso, la amenaza y la muerte. Romero, con su profundo pacifismo, con su palabra clara y eficaz, con el testimonio de una vida generosa de servicio, sigue siendo hoy modelo y camino, referencia cristiana imprescindible de compromiso y responsabilidad social. Y ahora, además, reconocido al fin oficialmente como mártir y modelo de caminar cristiano, es ejemplo de fortaleza frente al mal y de coherencia evangélica que impulsa hacia el bien. “Cristo está en el mártir”, decían los Padres de la Iglesia en tiempo de las persecuciones romanas. Con Monseñor Romero “pasó Dios por El Salvador”, decía Ignacio Ellacuría. Que su palabra, su fortaleza y su vida nos sigan iluminando siempre.