EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Los pueblos que invierten sus valores
son pueblos perversos.
José Ortega y Gasset.
Dicen los axiólogos que los valores no se enseñan, no son objeto del aula ni del discurso; y no se enseñan porque los valores no son sino que valen, son valentes, es decir, son no-indiferentes; están allí, en la práctica concreta del individuo dentro de la sociedad, intrincados en ese nudo de relaciones que hace que el hombre sea lo que es. Por ello, ese tan repetido discurso que tanto se da en nuestro ámbito de que hay que enseñar valores en la escuela, es un discurso inútil, falso, e incluso negativo. Los valores son cosa de la práctica cotidiana, el hombre sólo los descubre.
Los valores también están en el tiempo y en el espacio, no son los mismos en todas las épocas y en todas las culturas. El hombre, en su caminar por la vida, los va descubriendo y los va jerarquizando en función de su propia circunstancia y de su propio código simbólico. Un oriental descubre y jerarquiza sus valores de manera diferente a como lo hacemos nosotros, e incluso, ese descubrimiento y esa jerarquización no serán los mismos en él, ayer que ahora ni ahora que en el futuro. La cultura milenaria china, por ejemplo, valora y jerarquiza altamente la armonía; otras culturas tienen como valor supremo la felicidad, o el bien. Incluso, hay algunas que jerarquizan el tener sobre el ser, y se entregan a un consumismo voraz. Aristóteles tenía como valor supremo a la felicidad, su famosa eudamonía, a la cual se llegaba cuando el hombre había superado las dos primeras etapas de su vida, esto es, las urgencias y los negocios. Sólo entonces el hombre podía alcanzar la plena felicidad, y retirarse al mundo propio de la contemplación, del otium, el mundo de la ousía. Su maestro, Platón, entendía como valor supremo el bien, que sólo se encuentra en el mundo de las ideas, dado que, en el mundo real, el hombre es un ente caído y no puede acceder a la realidad verdadera debido a la impurificación del alma al unirse con el cuerpo, lo que hace que sólo vea sombras de esa realidad. Es elocuente el mensaje que Platón da en su famosa alegoría de la caverna. Un intelectual salvadoreño, el doctor Roberto Lara Velado, daba al bien común la más alta jerarquía axiológica, pues, decía, el bien común participa de lo moral y de lo social, dado que por ser bien es moral y por ser común es social. Los valores, decía don Manuel García Morente, están ahí, sólo se descubren, y el hombre actuando en sociedad los jerarquiza en su práctica concreta.
Pero, como ya he dicho, los valores están en el tiempo y en el espacio, varían con la cultura y con la edad de los pueblos; de tal manera que lo que antes valorábamos podría no valorarse ahora, y de igual forma, lo que valora un pueblo puede no ser valorado por otros pueblos.
Los valores son asunto de la ética, y más concretamente, de la ética material, que es la de Scheler, la que corresponde al contenido moral, contraria a la ética formal, la de Kant y de Aranguren, que corresponde a la estructura moral. Por supuesto que hay una íntima relación entre ambas, dado que la ética formal, racional, apriorística, cuyo método es la lógica, justifica teóricamente a la ética material, y esta a su vez, que es la de los valores, la ética concreta, comprueba empíricamente a la ética formal.
Las sociedades y los pueblos van descubriendo nuevos valores en función de sus propias y actuales realidades. En esta nuestra sociedad, agobiada por el consumismo, por lo perentorio, por lo contingente, por lo accesorio, esta nuestra sociedad de la rapidación, como la ha definido muy bien el Papa Francisco, el hombre vive una vida volátil, fugaz, y se agobia ante la ansiedad y la desesperación, cayendo en la angustia y en la tristeza. Los salvadoreños, sin darnos cuenta, hemos entrado en una de las más violentas formas existenciales de vida. La existencia precede, en nosotros, a la esencia. Y hemos, con ello, perdido muchos valores esenciales, la prudencia, la paciencia, la confianza, la solidaridad, e incluso, uno al cual los teóricos probablemente no considerarían un valor pero que sí lo es, en este nuestro aquí y ahora tan desesperanzador; hablo de la calma. Hemos perdido la calma, y ello no es muy saludable para una vida como la nuestra, pues, como afirmaba Séneca, cuando se pierde la calma, también se pierde la razón.
No puede negarse el hecho de que el país se encuentra en un momento de alta convulsión espiritual, de mucha confusión vital; y ello es siempre propicio a la desesperanza y a la sumisión. El hombre busca encontrarse a sí mismo, pero al buscar respuesta se entrega a la más grave de las interioridades y de los individualismos, entrando en el más crudo de los aislamientos. Pierde la calma, y se olvida que esta sabe aparecer después de la tempestad. Es cuestión, entonces, de esperar, de saber elegir el momento propicio para la acción. En tanto, la calma es un buen refugio para la meditación y la reflexión prudente y oportuna.
Decían los chinos que basta a un hombre sentarse a la orilla de un río para ver pasar a su peor enemigo. No es muy oportuna la cita, pero sí es buena para indicarnos el valor de la paciencia y de la calma. El tiempo tiene sentido y velocidad, es un vector, y por más que el hombre quiera modificar cualquiera de esas características, estas se mantendrán ineluctablemente y seguirán su viaje uniformemente.
Es, pues, conveniente, que los salvadoreños comencemos a evaluar el hecho de considerar la calma como un valor. Su no-indiferencia, que es la característica probablemente fundamental e ineludible de los valores, está allí, ante nosotros, enseñándose que sólo podemos avanzar en la vida a la velocidad con que esta nos ha sido concedida. El apresuramiento, la ansiedad, no son buenos consejeros para encontrar el adecuado camino, y más bien saben llevar al derrumbamiento de los mejores propósitos. Ciertamente, la vida nos presiona, nos obliga, direcciona nuestros pasos a veces en el sentido no deseado; pero está en el hombre la facultad, y más aún, la virtud, de poder enderezarlos en el momento necesario. Y en ello, la calma, y su amiga inseparable, la prudencia, son de una invaluable ayuda.
Tengamos calma, vivamos la vida dando un paso a la vez, desechemos la imprudencia y la ansiedad. Están sucediendo muchas cosas probablemente no deseadas en nuestro país, pero sepamos esperar, confiados en que la vida misma ha demostrado que después de la tempestad, llega la calma.