Gabriel Otero
LAGRIMITA
Tres veces le propuse matrimonio y tres veces me rechazó. Yo no sé qué demonios estaba pensando para insistir en lo mismo, sabía que para ella no era más que el mejor amigo disponible, el indispensable en la friend zone, ni siquiera un capricho, nada que captara su atención, yo representaba la oreja confidente en tardes de café y noches de ron, solo alguien con la voluntad y la persistencia a prueba de fuego al que le gustaba que lo maltrataran, el masoquismo del imbécil.
Fue la novia de un amigo muy querido, y este era una mula con ella, vaya, en un principio hasta lástima me daba, por cualquier motivo mi amigo le restregaba que su única utilidad era servir de ornamento, una cara bonita y un cuerpo abundante de redondeces adictivas. Al final tronaron y ella me agarró de paño para sus mucosidades, sabía que con su exnovio éramos vecinos de infancia y después compañeros de colegio, y en nuestras épocas de universitarios las circunstancias nos obligaron a tomar senderos bifurcados, pero la amistad y las complicidades superaron cualquier separación.
Mi amigo, era un tipo con suerte. Cuando inició la guerra, se lo llevaron a estudiar a otro país, nos veíamos cada cierto tiempo cuando él venía a pasar vacaciones de verano y de navidad, incluso fui a visitarlo un fin de año y se burló de mi cuando fue a recogerme al aeropuerto porque llegué vestido de traje y chaleco negro y, según decía, parecía testigo de Jehová en miniatura, un predicador dominical perdido entre miles de viajeros.
Esa ida a México la recuerdo por dos cosas: fuimos a Teotihuacan en autobús y nos bajamos en el pueblo y tuvimos que caminar tres kilómetros para llegar a las pirámides, que se veían pasando una curva interminable, y la otra, a los doce años me iniciaba en los encantos del tabaco y de regreso pude comprar tres paquetes de camel en el duty free y los disfruté escondido en el techo de mi casa.
Mi amigo, retornó a su patria una década después, desde joven tuvo cargos de mucha importancia en los que atraía a las mujeres como moscas, salía con varias, pero no andaba con ninguna, le enviaban a su oficina botellas de miel y otras golosinas para dulcificarlo y él, desconfiado, regalaba todo, por aquello del agua de calzón y otros hechizos para el loco amor.
Y en una salida a un bar conoció a “Lagrimita”, así le llamaré en venganza por haberme rechazado categórica tres veces, hasta que ella lo atrajo, según me contaba, por sus acrobacias en la alcoba.
─No’mbre─ me confesó admirado mi amigo ─Esa cabrona parece trapecista sin red, se cuelga del sexo como si no hubiese otra cosa en el mundo─
Debo admitir que lo envidié profundamente, ¿cómo tener a alguien a su disposición sin importarle? Hay que ser muy cabrón.
Y mi vida de depositario de las penas de Lagrimita apenas comenzaba.
CHELITO
Al chelito, mi amigo, lo conocí cuando él tenía cinco años y yo cuatro, dice mi padre que se asomaba, furtivo, entre el muro de crotos limítrofe entre su casa y la mía, era un niño muy blanco de pelo amarillo que cuando lo vi me cayó bien y desde entonces llegaba a diario a las cuatro de la tarde a pedirle a mi madre una taza de café y pan francés con mermelada de fresa.
Teníamos la costumbre familiar de reunirnos en la mesa a esa hora, tomábamos café Listo con pan dulce, que le comprábamos al panadero que a diario venía haciendo equilibrio con un canasto gigante en la cabeza, lo extraordinario es que lo iba cargando y al mismo tiempo manejaba su bicicleta.
Esa ceremonia no plasmada en ningún código, más que el de la rutina, la repetimos durante años, y el chelito se quedaba a verme hacer las tareas porque decía le aburría el colegio y que él algún día sería futbolista profesional del Águila de San Miguel. Luego salíamos a jugar fútbol en la acera, la portería se marcaba entre uno de los pinos frente a mi casa y el muro de grama del jardín frontal, al principio solíamos jugar él y yo con una pelota de plástico, que se elevaba con el viento, a los meses se incorporaron otros dos vecinos.
Nada nos preocupaba, el chelito, una tarde llegó con el brazo derecho enyesado, me contó que un niño de tercero, en el colegio, lo había empujado desde lo alto del tobogán de tres metros, ese que estaba en el Jardín Guirola del Liceo justo al oriente, cerca de la puerta de malla ciclónica. La altura era lo suficiente para fracturarse el radio en cuatro partes, indignado, fui el primero en estampar mis garabatos en un intento de caligrafía Palmer y escribirle: “Quien te empujó tiene dañado el cerebro, tu mejor amigo. Yo.”
Varias veces intervine para defenderlo, una de estas fue cuando en las canchas de básquetbol lo andaban persiguiendo tres niños para aplicarle un correctivo porque se había burlado de uno de ellos, tomé mi mochila y le pegué con todas mis fuerzas al más alto hasta tumbarlo, ahí aprovechamos para escapar de la jauría, y es que el chelito tenía esa gracia particular para meterse en problemas.
Nos hicimos inseparables, crecimos y alcanzamos la temprana adolescencia, llegaron las primeras fiestas y con ellas las primeras novias, las de manita sudada y beso de piquito, traspasar la frontera del tacto era casi proponerles matrimonio.
Al tiempo empezaron a suceder cosas extrañas, aparecían cadáveres en las calles, asesinaban curas, entre ellos, al padre Alfonso Navarro, del que ambos habíamos sido acólitos en la misa dominical, los estudiantes a diario se manifestaban, y el ambiente se percibía cada vez más peligroso, y mandaron al chelito lejos, a Massachussets, a una ciudad minúscula con el nombre parecido al de la marca de cigarrillos: Marlborough.
Nos escribíamos con alguna frecuencia, sus cartas eran descriptivas y abundaban en detalles, le encantaba la soledad y ver pasar las luces de los aviones que parecían estrellas fugaces, contaba que la vida ahí era muy aburrida, aprendió a hablar inglés en clases interminables con Mrs. Lambert en la secundaria pública junto a dos vietnamitas y dos hondureños.
En la escuela se enamoró de Allison, una vecina ojiazul mayor que él a la que estuvo a punto de pedirle fuese su bride en lugar de girlfriend, ignorando el formalismo que la palabra implicaba y el ridículo que hubiera hecho.
El chelito odiaba el invierno, contaba que para conocer la nieve se le ocurrió salir a caminar durante un blizzard creyendo que era una nevada normal, no se congeló de milagro, lo salvó el haberse refugiado en un cobertizo a medio kilómetro de donde se alojaba.
Era muy entretenido leerlo, pero yo extrañaba a mi amigo, y en nuestro país se vivían hechos terribles, ahí tuve la certeza que cada día se reducían las probabilidades para que el chelito regresara.
Así sucedió, lo pude visitar en otro país a la primera oportunidad que tuve.
ROCKY M
Una tarde calurosa estábamos sentados en los hongos de cemento del parque, en la lejanía lo vi corriendo a toda velocidad, él era todo un atleta que destrozaba la resistencia del viento, un Carl Lewis cualquiera, que se sentía liviano como una pluma y aerodinámico como un cheetah, recorrió cien metros en lo que se tardaba en caer una hoja, no le hizo ninguna gracia cuando tarareé a grito pelado la famosísima tonadilla de Rocky, se acercó y pude verle la cara roja de coraje, se enojó aún más cuando exclamé que había llegado el semental italiano.
El apodo resultó antitéticamente cierto, Rocky, el personaje, era una montaña de músculos y mi amigo, un quiebrapalitos de apellido italiano, parecía que un soplo desintegraría su existencia.
Se me abalanzó y solo atinó amenazarme con los puños.
─Te voy a dar verga─ me dijo, y yo hui, carcajeándome, y él, fúrico, pretendía alcanzarme, y entre más se acercaba más lo esquivaba, al final se cansó y se sentó y no le quedó otra alternativa, solo la de reírse.
Ya éramos jóvenes, yo había llegado en uno de mis tantos viajes, fastidiado, en los que literalmente, buscaba rescatar mis raíces disipadas en el aire, e intentaba aprehenderme todo, los olores, el paisaje, el silencio, y el color de ese cielo prístino del lugar donde uno nace.
Él me contaba las novedades de la colonia, sabía quién andaba con quién y cuáles eran los pleitos cuadra por cuadra, muchos ya no estaban en el país por la conflagración fraternal armada, y yo percibía cierto nerviosismo en la aparente normalidad.
Ignoro de dónde le brotó la predilección por las armas, sospecho que por su amistad con hijos de militares, dos o tres de ellos eran descendientes de los personajes célebres de la tandona, mismos que incrementaron su poder político y económico durante la guerra civil. Y como si fuera un fósil de la época nazi, tenía escondida en el clóset, una Walther PPK igualita a la de James Bond para lo que se pudiese ofrecer.
Para mi estar ahí, en mi país, era recuperar el tiempo perdido, algo semejante a un Proust tropical, entre jocotes y árboles de mango, porque las memorias son más potentes que la efimeridad de los instantes.
Con los años y mi regreso definitivo percibí los cambios de carácter de mi amigo, y de un ser impulsivo se transformó en alguien devoto, ingresó en las juventudes de apoyo en una iglesia católica al poniente de la ciudad, me inscribió a un retiro y yo, a regañadientes, pagué el costo.
─Nada más te digo, si no me parece en ese momento me salgo─ le advertí.
Nos trasladaron en un autobús a un lugar en las afueras de Santa Tecla, él iba como parte del equipo espiritual, este era uno de los famosos encuentros con Cristo dirigido a jóvenes problemáticos y emproblemados, yo no era ni lo uno ni lo otro, al llegar nos dijeron que el protocolo era revisar nuestras maletas para detectar alcohol o drogas. Verificaron a detalle los artículos de uso personal, husmeaban los botes de loción y pasta de dientes y rincones ocultos en el equipaje.
La religiosidad se había puesto de moda en los últimos años, tal vez porque la vida se devaluaba y la fe era el refugio natural de la esperanza y de los incautos.
No tenía idea adónde y en qué me había metido, las dinámicas y los mea culpas comenzaban a desesperarme a tal grado que decidí abandonar el retiro de inmediato.
Busqué a mi amigo para comentarle que ya me iba, sorprendido, me dio largas como esperando que algo extraordinario me detuviera, pasaron un par de horas y nadie abrió la reja hacia el exterior, llegó el tiempo de la comida, la convivencia y los rezos y charlas y catarsis y volví a insistir pero sin convicción.
Y al final me quedé y mi falta de voluntad la atribuyeron al poder divino del espíritu santo, mi amigo, me confesó después, que nadie tenía idea cómo detenerme y prefirieron no salir para evitar mi deserción.
En el retiro conocí a gente entrañable con la que aún mantengo contacto, lo inesperado a veces llega en formas extrañas. _____________________________
*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.
Ilustración del autor de Jonathan Juárez.
Ilustraciones elaboradas con inteligencia artificial.
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