Óscar Armando Díaz Flores, Escritor
En algún país de Mesoamérica, Rodrigo Navarro, Agente Viajero, en su ruta por el Norte del País, terminó su visita a las dos únicas tiendas de la ciudad. La última de doña Carlota Benavidez, la llamada “Tienda del Norte”. Se despidió de la tendera a las cuatro y media de la tarde, llegó frente a la Alcaldía Municipal, donde estaciona el último bus a las cinco menos quince, que viene desde la frontera, para subir pasajeros rumbo a la Capital. El reloj de la Iglesia Parroquial, daba sus campanadas de las cinco de la tarde. A las cinco y quince, un señor que había estado observándolo se le acercó, dando por cierto que, el hombre de la maleta gorda estaba esperando el bus de las cuatro y cuarenta y cinco y le dijo a Navarro: “Este día, es uno de esos días, en que el bus no entra a la ciudad”, “vaya a la carretera, ahí cualquiera le hace el favor de llevarlo”.
Navarro emprendió el camino de los tres kilómetros a la carretera, la luz se despedía por el Occidente, antes de la hora, por la serranía agreste que ocultaba la puesta del sol. Se dirigió a una casita a la orilla de la carretera, contiguo a la puerta de entrada se encontraba en un pequeño corredor, una señora que limpiaba una mesa y una silla, el lugar, una tiendecita de productos básicos para el hogar. “Siéntese señor”, dijo la tendera; “gracias”, le contestó Navarro. Comenzó su inquietud, al ver pasar raudos toda clase de vehículos. “Tenga tranquilidad señor, siempre alguien se detiene para transportarlo, usted no es el primero ni el último”. El vendedor Navarro, sintió alivio, por la seguridad de las palabras de la señora. Cada minuto que se consumía en esa soledad oscura desesperaba al vendedor, la luz opaca de la tienda apenas lo hacía visible, consultó su reloj, “siete y cuarenta”, los vehículos, poco a poco, eran menos. Navarro al escuchar nuevamente ruidos de motores se ponía de pie y hacía señas, nadie se detenía, el follaje de enfrente de la carretera solo era una mancha cada vez más oscura.
La noche avanzaba. La tiendita continuaba abierta, por momentos llegaba algún cliente. Una señora con delantal color achotado que llegó a comprar fósforos, sabía perfectamente que hacía en ese corredorcito un hombre con maleta gorda. “Regrese al pueblo, cualquiera le puede dar posada”. Rodrigo Navarro, tomó el consejo de inmediato, a las nueve con quince minutos llegó nuevamente al pueblo. Todas las puertas de las casas del centro de la ciudad estaban abiertas, nadie perturbaba la tranquilidad de ese pueblito típico, La Alcaldía Municipal, un espacio de terreno libre con algunos árboles, la iglesia Parroquial, un lugar como bodegón que hacía las veces de mercado. Se dirigió a la tienda de doña Carlota, donde había obtenido el segundo pedido de mercaderías, estaba situada dos cuadras al doblar la esquina hacia el sur de la Alcaldía.
“Verdad que no pasó la camioneta”, la tendera sin ningún signo de extrañeza. En ese pueblito era corriente que los visitantes que hacían sus gestiones ya tarde y que no podían tomar el bus, anduvieran solicitando posada en cualquier lugar, para los del pueblo igual, disponían de habitaciones desocupadas para alojar a los viajeros. Platicaron un momento, ella le dijo; “de seguro no ha cenado, siéntese por favor ya le servimos la cena”. Después de haber cenado, se acercó una jovencita hija de doña Carlota, con un plato hondo lleno de chibolones color café, “gusta de coyoles en miel”. Ese día era miércoles de Ceniza, el inicio de la Cuaresma, se preparan platillos tradicionales para celebrar los días previos a la Semana Santa. Rodrigo quedó atiborrado de comida y del manjar de los coyoles en miel.
Hicieron sobremesa, platicando de todo, surgió el tema que solo en privado comenta la población, de hechos de hace varias décadas, del asesinato del Sacristán de la Iglesia Parroquial, un señor muy dedicado a sus obligaciones, en auxiliar en todo momento al Cura Párroco, de guardar el orden en la Iglesia como el de la Casa Cural. Lo encontraron atado con señales de tortura, en el camino vecinal rumbo a los Coyolares, y de eso, hace más de cuarenta años. El tiempo no había borrado los sentimientos que la gente mayor sentía por el buen hombre asesinado sin piedad, con lujo de barbarie.
A las once de la noche, “venga le enseñaré su habitación”. Atravesaron el corredor, abrieron la última habitación, después continuaba el patio con su tapial, con su espacio libre hacia la calle adyacente.
Rodrigo examinó la habitación: sobre la pared estaba un cuadro que mostraba el purgatorio, en la paredía unos candeleros de cobre. La habitación contaba con tres ventanas, una al corredor, otra al patio y la otra hacia la calle, de esta ventana se visualizaba en el andén de enfrente, se podía ver con claridad, un Caserón Antiguo, de paredes gruesas, abandonado desde hace veinticinco años. Se dispuso ir a la cama, no conciliaba el sueño, entre dormido y despierto se le venían imágenes desconocidas, decidió sentarse en medio del camastrón tomando la posición de Buda, para meditar como acostumbraba en los días de fatiga, y calmar el cansancio.
El calor intenso lo hizo levantarse, a recibir aire fresco en el gran corredor, reclinó su cuerpo en una haragana de maderas rústicas y lustrosas por el uso, con la vista en dirección al espacio libre del tapial, por donde ingresan las bestias. En ese momento entraba, una burrita montada por un anciano, del cual ya tenía referencia en la plática de sobremesa, un señor de bajísima estatura, de barbas blancas, de nombre Valerio Chicas, abuelo de la tendera, ambos intercambiaron miradas y un breve saludo.
Resultaba que, al señor Valerio, la burrita se le había plantado cerca del Rio, y hasta que la burra tuvo ganas de caminar inició regreso a casa. El calor invitaba a permanecer en ese espacio del corredor con vista a la calle por el espacio sin portón. El reloj de la Iglesia Parroquial dio sus campanadas azadonadas de las doce de la media noche, el anciano llegó donde estaba Navarro, estuvieron un tiempo entretenidos conversando de la vida maravillosa en la campiña.
Un sonido de voces ininteligibles en rumor parejo, se escuchó dentro de la casona abandonada, en esa noche, en especial oscura, los débiles foquillos en los postes alumbraban las calles empedradas, salieron a la acera frente a la casona, calle de por medio, “venga oigamos”, dijo don Valerio, se acercaron al portón de hierro fundido, el moho se podía oler, detrás de esas paredes manchadas en jirones de color café, el rumor crecía, sonidos de voces agrestes, al fondo una voz aterciopelada, persuasiva. Los espiantes lograron identificar algunas palabras como “urna”, “limosna”, “cajón”, “el cura”, “nosotros” y “monedas”.
-Dígame don Valerio, ¿qué sucede ahí adentro?
-Es el eco de viejas pasiones.
-¿Viejas pasiones?
-Y de ambiciones también.
-¿De quiénes?
-De la Hermandad de los Defensores de la Tradición.
-¿Qué tradición?
-La Tradición Católica, hace más de cien años había sido fundada. Durante mucho tiempo conservaron sus objetivos inalterables, en los tiempos de bonanzas como de vacas flacas, hace como sesenta años. El hijo menor de uno de sus antiguos miembros, le dio más impulso, y los intereses económicos los desviaron de sus objetivos.
-¿Qué hay adentro de la casona?
-Nadie lo sabe. Todos sus miembros han fallecidos, a excepción de un disidente que aún vive y de los neófitos que eran los sirvientes de los viejos. Los viejos suponemos tenían acuerdos secretos. Al principio alguien vino a poner un rótulo pidiendo respetaran la clausura, que se iba a abrir nuevamente en diez años.
¿La abrieron cuando se cumplió el plazo?
-No, nunca, nadie ha entrado.
-Haga memoria don Valerio, porque algún acontecimiento pudo haber sucedido.
-Es extraño, nosotros los del pueblo, tenemos la convicción que el cierre tenía relación con la muerte del Sacristán y la expulsión del Cura. Entre estos hechos y la clausura transcurrieron quince años.
Las voces, dentro de la casa se oían más intensas, se escuchan sonidos de utensilios de metal. “Entremos”, dijo Navarro; “no, es difícil, ya otros lo han intentado, tampoco es el orden en que se tienen que hacer las indagaciones”, respondió don Valerio.
-Vámonos a dormir, mañana le revelaré en detalle, estos acontecimientos, si es que, algún interés suscita en su curiosidad,
-Bien don Valerio, a dormir –respondió Rodrigo Navarro. La algarabía dentro de la casona, fue disminuyendo, a las cuatro de la mañana ya no se escuchaba absolutamente nada.
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Al despertar Navarro, no sabía, si había soñado, o una realidad lo escuchado al otro lado de la calle. El movimiento de las carretas y caballos arreciaba con el amanecer. Un nuevo día iniciaba, la brisa fresca, acarreaba mezclas de aromas de los bosques cercanos, olor a potrero, a transpirar de bueyes cansados, de bestias sudorosas. Estuvo pendiente de que Valerio se despertara para saludarlo, no pudo, ya se había marchado para el monte.
Hizo arreglos con doña Carlota, para hospedarse el resto de la semana, sentía que no podía irse sin conocer el misterio de la casa abandonada. Navarro, en un tiempo, en su primera juventud, como persona de las que les gusta conocer de todo un poco, había practicado Yoga y algo de misticismo, como de meditación trascendental, lo mismo fue estudioso del materialismo histórico, era una mezcla de conocimientos, sin ser devoto, adepto, o adicto, de ninguna doctrina. La búsqueda de lo supremo, le permitió desarrollar una gran intuición, una agudeza de sentidos, casi una clarividencia, ya a estas alturas, de cincuenta y cinco años de edad.
Le gusta llamar a las cosas por su nombre, tomar la vida como venga, sin desear más que lo necesario para tener una vida sencilla, porque conoce el tiovivo de la vida, semejante a una rosca donde pasan tornillos sin cabezas, cortos o largos todos caen al vacío, que es la muerte inexorable, el final.
Decidió recorrer el pueblo, no comentó nada a doña Carlota de la plática con don Valerio y lo que había escuchado en la casa abandonada. La gente transitaba de un lado a otro, la ciudad no tenía parque, si el espacio, con algunos árboles donde dejan amarrados los caballos y otros semovientes. Vio a dos señoras con rebozos negros, iban para la Iglesia, hizo lo mismo, no era hora de actividad religiosa, permanecía abierta para poder en esa quietud elevar plegarias al santo de su devoción, o a Dios. Las señoras cada una en un reclinatorio, con las miradas en el crucifijo del altar, movían sus camándulas a cada movimiento de sus arrugados labios. Rodrigo recorrió ambos lados, admirando con detenimiento las imágenes de los santos, Juan Bautista, San Antonio, San Sebastián, La Dolorosa, La Virgen del Perpetuo Socorro, San Francisco de Asís, Jesús Cautivo; pasó frente al altar mayor, llegó a un espacio donde está la nueva Santa Urna con Cristo Yacente. Empezó a sentir un desvanecimiento que fue pasajero, volvió a ver el altar mayor, a cada lado, adheridos a la pared dos cajones como pequeños armarios, los fieles desfilaban hacia esos cajones y depositaban la ofrenda semanal. Sintió una fuerza magnética, emanada de los cajones, observó raspaduras sobre esos muebles, como si en un tiempo lejano habían sido violentados para abrirlos. El olor a candelas que se extinguen en su llama se esparcía, tocó los cajones, percibió fuerzas ocultas. Regresó a examinar la urna, un mueble de madera de cedro, barnizada, convexa y arriba el camarín horizontal. Alguien se acercó a él, le tocó el hombro, le dijo; “la Urna de nuestro Señor, la antigua Urna, era mucho más pequeña, más artística en su diseño con altos relieves de ángeles y flores”
-¿Con quién tengo el gusto? –preguntó Rodrigo.
-Soy el Sacristán de la Parroquia, mi nombre es Lucrecio Mayora, gusto de conocerle.
-El gusto es mío señor Sacristán, mi nombre es Rodrigo Navarro. ¿Dónde está la antigua urna?
-Nadie sabe dónde está. Valerio me dijo que usted vendría, que hay posibilidades de encontrarla con su ayuda.
-¿Don Valerio?
-Sí, él hace como un mes me lo dijo.
-No es posible, hasta ayer conocí a don Valerio.
-Usted viene al pueblo una vez al mes, Valerio lo ha observado y tiene la conclusión de que sí puede ayudarnos a encontrar la antigua urna.
-Bueno don Lucrecio, sea como haya sido, es positivo, porque a partir de conocer esta historia, he sentido una fuerza y necesidad de quedarme en el pueblo, no puedo resistir. Es mi destino.
-Es Dios, Quién te ha traído a nosotros.
-No, permítame don Lucrecio, yo he sido muy mundano, no soy el apropiado para que Dios me asigne tan loable misión, pero como usted dice, si es su santa voluntad, la acepto con humildad. –Rodrigo Navarro, muy pensativo y extrañado, sentía que no correspondía la misión a su personalidad de no creyente, pero si reconocía sin vacilación, de apreciar y ser muy respetuoso de las tradiciones católicas.
-Entonces, ¿estás dispuesto?
-Si señor Lucrecio. Necesitaré la ayuda de un altarero.
-Ya ves, conoces el camino, te presentaré a mi amigo Alfonso Molina, además de magnifico Altarero, es estudioso de la historia, es descendiente de una de las familias más antiguas y prestigiosas de la ciudad.
Luego de situarse atrás de la Iglesia, doblaron con rumbo sur, tres cuadras, una con rumbo oriente, llegaron a una casa sencilla, adentro cobraba una magnificencia espectacular; mobiliario, cuadros de paisajes, fotografías de los ancestros, todo el Siglo Diecinueve, manifestado en la sala, los muebles amplios del comedor y un orden meticuloso, vivía solamente con su anciana madre.
-Buenos días Alfonso –saludando don Lucrecio con una sonrisa, indicando-, “aquí te lo traigo”.
-Al fin llega usted –dijo don Alfonso, dirigiéndose y saludando a Rodrigo.
-Buenos días –contestó Rodrigo, aún más extrañado, o confundido-, ¿cómo saben de mí?
-No se preocupe, después le explicaremos –dijo don Lucrecio, agregando- Mira Alfonso, es necesario ir a buscar cuanto antes a Ricardo Mangú.
-Bien.
Valerio, Lucrecio, Alfonso y Ricardo, formaban una especie de asociación cerrada, preocupados por el esclarecimiento de los acontecimientos; del asesinato del antiguo Sacristán, la desaparición de La Urna Antigua, el perjuicio al Sacerdote expulsado, y la pérdida de bienes materiales propiedad de la Parroquia.
-¿Quién es Ricardo Mangú? –preguntó Navarro.
-Mangú –interviniendo don Lucrecio-, es el principal eslabón en la investigación de estos lamentables hechos sacrílegos que, desde ese tiempo la ciudad no volvió a ser la misma. Él fue testigo de algunas actividades realizadas por la Hermandad.
-Si es de entera confianza para ustedes –les indagó Rodrigo Navarro-, lo será para mí, sin replicar.
-Te digo Rodrigo –interviniendo don Alfonso-, como ha dicho Lucrecio, la ciudad no es la misma desde aquellos lamentables acontecimientos, la superstición y el fetichismo de que venían padeciendo, se ha cimentado, y el miedo cunde como pulgas. Entiendes ahora por qué eres el elegido, en el desentrañamiento hasta de los mismos misterios, sólo tú, podrás penetrar lo desconocido.
-Entonces, -recomendó don Lucrecio-, vamos a la casa de Ricardo.
Atravesaron el pueblo de oriente a poniente, al término de una avenida, iniciaba una callejuela vecinal, a unos cien metros, encontraron la casita de paredes de adobes y techo de tejas, hornilla de barro moldeado, ya eran las tres de la tarde.
-Pasen adelante –les indico don Ricardo-, los estaba esperando, y tú Rodrigo te ves bastante joven, tal como te imaginaba.
-Muchas gracias don Ricardo, lo mismo puedo decir de usted, ¿qué edad tiene?
continuará…