Álvaro Darío Lara
Mientras haya amor en el mundo habrá esperanza. Así reza una frase, que leí o escuché en algún momento de mi juventud.
¡Y qué bueno, que la vida sea inevitablemente azarosa! ¡Qué lamentables serían nuestras vidas completamente planificadas y organizadas, como las predican, falsamente, algunos acartonados personajes de este mundo! El mundo, la realidad, el ser humano, es -maravillosamente- incierto.
Por todo ello, cuán absurdas son las pretendidas cámaras de la posmodernidad instaladas en comercios, bancos, escuelas y oficinas públicas. Siempre vigilando, controlando, pretendiendo escrutar con éxito, lo que muy difícilmente puede ser controlado.
Sin embargo, al amor, las vigilancias le tienen sin cuidado. Él se explaya en invierno y verano con una eficacia pasmosa. Y ahí están las lluvias copiosas -que son la delicia de los enamorados- cayendo en cualquier esquina de las ciudades, sobre las febriles parejas, sordas, indiferentes, ante la muchedumbre que pasa ¡Cómo nos desvuelven estas escenas esperanza! Pues, mientras exista amor – aunque ésta sea una cita de lugar común- indefectiblemente habrá esperanza.
Preguntado por el escritor y periodista argentino Osvaldo Ferrari, sobre el amor, Borges, reivindica la naturaleza espontánea del sentimiento supremo. Veamos: “Bueno, parece que esta época se ha apartado de todas las versiones del amor, ¿no?; parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar o una puesta de sol, o una montaña: no necesitan ser justificados. Pero el amor, que es algo mucho más íntimo que esas otras cosas, que dependen meramente de los sentidos; el amor parece que sí: necesita, curiosamente, ser justificado ahora”.
Y sobre el amor, que se funda en la amada, Borges, escribe estos versos eternos, en su poema “El amenazado”: “Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, / la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. /Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias/inútiles. /Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. / Ya los ejércitos me cercan, las hordas. / (Esta habitación es irreal; ella no la ha visto). / El nombre de una mujer me delata. /Me duele una mujer en todo el cuerpo/”.
En el magistral y sublime cuento “El ruiseñor y la rosa” de Óscar Wilde, un ruiseñor paga con su vida el milagro de volver roja una rosa blanca, para que un joven estudiante de filosofía, gane el corazón de su amada. Sería un pecado imperdonable decir más. Hay que leer la extraordinaria pieza. De ella citamos, este canto del ruiseñor, que nos revela al misterioso amor: “Lo único que os pido en cambio es que seáis un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta lo sea, y más fuerte que el poder, aunque éste también lo sea”.
Y ese gran barroco conceptista, don Francisco de Quevedo, nos dice, desde el siglo XVII, en su definición del amor: “Es hielo abrasador, es fuego helado, /es herida que duele y no se siente, es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado. /Es un descuido que nos da cuidado, /un cobarde con nombre de valiente, /un andar solitario entre la gente, /un amar solamente ser amado. /Es una libertad encarcelada, /que dura hasta el postrero paroxismo;/enfermedad que crece si es curada. /Éste es el niño Amor, éste es su abismo. / ¿Mirad cuál amistad tendrá con nada/el que en todo es contrario de sí mismo!” (Definiendo el amor).
Dejar que el amor fluya de nuestros corazones, y se agigante en los otros, es nuestra verdadera misión terrena. El amor no instala condiciones, ni atiende fronteras, colores o géneros. El amor decía un recordado teósofo: “es expansión”.