Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Entró, pretendiendo mover el tiempo con su ligero contoneo y su ligero vestuario confeccionado para ser vista. Las paredes blancas parecían el fondo perfecto para observar su vestido café con flores caladas al borde. Sus hombros descubiertos y sus dulces sandalias de cuero mostrando los dedos de sus pies limpios y deliciosos que señalaban el camino. Tenía una boca larga con labios carnosos que eran un beso que lo devoraba todo, un beso que es seguro un beso para no olvidar como ese lunar, cerca de la comisura y coqueto como ella. Sabía que era una aventura a punto de derramarse desde ese día que entró y parecía no observarme. Pero, siempre se quedaba al final de la clase para preguntarme algo, cualquier cosa y luego salir juntos a comer hasta que las horas nos obligaban a decirnos adiós, hasta aquella noche. La directora me había advertido de salir con estudiantes.
Con ese nombre corto, de solo cuatro letras, terminó calándome, porque no puedo negar que me encantaba, y desde que la vi con su mirada sin mirar la quise para mí, sin pretenderlo las cosas se fueron dando, de pronto un beso y así. Quise lo que tuve, hasta que decidí que viviéramos la distancia. Su voz era seductora, todo un embrujo, así como ella misma. Sus pies, sus piernas, su boca. Todo parecía hecho para que cayera. Y por momentos sospechaba de ella, sospechaba de su lisonja, de su excesiva admiración de su completa y única sumisión. La directora nos observa hablar. La sentía falsa porque no podía contenerla, siempre estaba tras de mí en todas partes. ¿Y qué podía hacer? No iba a condenarla al monstruo, sobre todo sin saber quién en realidad era esa mujer de cuatro letras. Pero el monstruo sí le conocía.
¿Quién en verdad era ella? Vivía sola, decía que cuidaba la casa de sus tíos, se escapaba por la noche, debía dar cuentas, era libre. Era seductora y tenía vos de ola, sencilla para llegar a mí y desnudarnos. En el colegio, en mi casa, en la suya como aquel día que salimos desnudos al jardín.
Aunque llenó profundamente mis deseos y mi energía (porque hicimos todo lo que permiten dos cuerpos de pie, tendidos, sentados. Todo).
Me sentía un adolescente con su menudo cuerpo blanco y con ese beso ancho que era capaz de beberse mi alma. Recuerdo bien el olor de su cabello planchado, del olvido de los celulares y el sencillo desprendimiento de esa extraña y artificial piel que llamamos ropa. Para mí, solo importaba su piel, su blanca y sencilla piel, sus pequeños pechos y sus anchos y largos labios.
Me acompañó en horas imposibles e incluso se atrevió a entrar en susurros a mi casa, y descalza subió por las gradas para no despertar a nadie en la vecindad, como el primer día que sus tacones parecían unos redobles en la madrugada. Sus pies blancos parecían de porcelana sobre el gris ladrillo de los peldaños. Subió a mi casa y ya en mi habitación nos devoramos una y dos veces antes de que amaneciera. Siempre estaba dispuesta a todo, a llenar la tarde o la noche de piel.
Pero el monstruo me advirtió de ella, en tanto me perdía en su piel. El monstruo en cambio la seguía. Veía como se reunía con el otro en las cafeterías, y como después de conversaciones se marchaban a aquel motel que olía a cigarro y era frío como sus paredes donde devoraba a su antojo barras de chocolate y hombre. No soportaba la prudencia y me lo contaba todo. Paso a paso describía como hablaban de la escasa farándula del colegio y ahora de la universidad y los centros comerciales, incluso de mí, de mí. Cosas, verdad.
El monstruo me recomendó no pronunciar su nombre, tampoco seguirle llamando Amada.
Nos comunicábamos por las redes sociales hasta que un día, sin más el monstruo me advirtió que le diera silencio. Y así hice. Ella procuró hablar, pero ya no había palabras para esa menuda mujercita blanca que amaba el chocolate.
Y así, llegó su salida y el olvido. De pronto, al cruzar la calle decidí dejar de caminar y me contuve del calor bajo el escaso techo de la parada del metro, cuando la vi pasar en el mismo vehículo en que la desnudé la primera vez. Y en el asiento trasero llevaba un bebé. De nuevo escuché al silencio, y el monstruo iba a volver a hablar, cuando le tapé la boca y observé como dejaba de existir al subir la cuesta y pronuncié sin querer las cuatro letras de su nombre.
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