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El Mozote como símbolo

José M. Tojeira

Durante la semana pasada participaron como testigos en el juicio de El Mozote las antropólogas argentinas que trabajaron en la recuperación de esqueletos. Los abogados ignorantes de los militares procesados creyeron que podían manipular a estas profesionales con interrogatorios agresivos copiados de las películas norteamericanas que ejemplarizan juicios. Pero se encontraron con unas testigos profesionales, conocedoras científicas de la medicina forense, formadas con la cooperación de Clyde Snow, el maestro de maestros que puso la medicina forense al servicio de los derechos humanos. Y a cada pregunta que hacían los abogados criollos, tratando de confundir y sacar provecho para su tesis de que El Mozote solo había un cementerio, etc., se encontraban con una respuesta que reafirmaba lo que las víctimas han repetido sistemáticamente: lo que ocurrió en El Mozote fue una masacre de grandes proporciones, muy semejante a las que se derivaron durante la segunda guerra mundial de las políticas de exterminio de los nazis.

En ese contexto, si queremos reconstruir un país como el nuestro, con ese tipo de heridas tan terribles, sobre valores básicos de la democracia, y especialmente sobre la dignidad igual de todas las personas, El Mozote debe ser símbolo y estímulo para ello. Los propios militares, encerrados en una especie de falso orgullo, que les hace incapaces para reconocer lo obvio, deberían ser los primeros en pedir perdón por tal atrocidad. Y por supuesto, eliminar del museo del ejército y la figura del teniente coronel Monterrosa, así como su nombre, atribuido a la tercera brigada de infantería sita en San Miguel. Dirigir el batallón Atlacatl nunca debe considerarse como un honor castrense, viendo cómo este mismo batallón de reacción inmediata participó en otras masacres además de la de El Mozote, como la de El Calabozo, la de Copayo y otras. Personalmente, a pesar de no estar involucrado en la guerra civil de El Salvador y haber llegado al país en 1985, estuve cerca de dos ejecuciones extrajudiciales cometidas por el mismo batallón, ya dirigido por otros militares. La primera fue la ejecución de los jesuitas y sus dos colaboradoras. Y la segunda, enviado por Mons. Rivera a celebrar la Semana Santa en Nueva Trinidad en 1991, me tocó celebrar el funeral de cuerpo presente de un refugiado retornado pocos días antes de Mesa Grande (Honduras), asesinado y robado por soldados del Atlacatl cuando recogía agua para llevar a su vivienda de emergencia. El hecho de que el batallón Atlacatl haya participado en numerosas masacres y ejecuciones extrajudiciales debería ser un motivo explícito de reflexión, incluso para nuestros días, cuando insistimos en crear fuerzas de élite entrenadas para usar con supuesta maestría la fuerza letal. Sin un apego radical a los derechos humanos, sin un reconocimiento de los mismos en casos del pasado, con una cultura todavía impregnada por la violencia, las desgracias y la brutalidad pueden repetirse, aunque sea en una magnitud inferior.

Urge en ese sentido no solo el reconocimiento de los hechos del pasado, la adecuada reparación a las víctimas y la eliminación de símbolos que propician el culto a personalidades violentas. Además, la institucionalidad en el campo de los derechos humanos debe reforzarse significativamente. Una mayor asignación de recursos a la Procuraduría para los Derechos Humanos es indispensable. Como lo es también la urgencia de que la Inspectoría de la PNC desarrolle su trabajo de un modo eficiente. Quienes trabajamos en derechos humanos y hemos denunciado e incluso procedido judicialmente contra algunos delitos de sangre cometidos por miembros de dicha institución, no hemos encontrado el más mínimo apoyo en la Inspectoría, ni en el nivel de investigación de los hechos ni en la recomendación de medidas disciplinarias. Los derechos humanos no pueden construirse ni respetarse en un país apoyándonos exclusivamente en discursos y afirmaciones gratuitas mientras los pasos que se dan tanto en el campo de la memoria como en el de la institucionalidad son escasos, débiles y en ocasiones contradictorios. Poner a partidarios acérrimos de la Ley de Amnistía en una comisión de la Asamblea Legislativa dedicada a dar los pasos subsiguientes a la sentencia de inconstitucionalidad de la misma ley es sin duda una aberración democrática.

Algo así como poner en una comisión de lucha contra la corrupción a quienes últimamente han confesado su corrupción rampante.

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