José M. Tojeira
La semana pasada el gobierno actual ratificó una serie de convenios de la OIT. Evidentemente, en un país como el nuestro, donde los trabajadores y trabajadoras sufren muy diversos problemas en el campo de sus derechos, el avanzar en sus derechos es positivo. Sin embargo los avances en el respeto al trabajo no hay que verlos como un regalo gubernamental, sino como el acceso a derechos muy claros, pero muy largamente retenidos y limitados por un sistema que continúa en muchos aspectos maltratando a un buen número de trabajadores.
El mismo gobierno que ratificó estos convenios omitió ratificar el 189, que defiende los derechos de las trabajadoras del hogar. El desprecio machista de la mujer y del trabajo en el hogar continúa con el mismo vigor con que lo mantenían los llamados “los mismos de siempre”, que con nuevas caras de pequeños burgueses continúan en el poder. Ya en el Informe de Derechos Humanos del Idhuca de 2018 se insistía en la “revisión inclusiva del sistema de pensiones, orientada a la universalización del sistema y con énfasis en corregir la desigualdad que sufren los más pobres y las mujeres en general”. Nada se ha hecho al respecto.
El tema del trabajo es un asunto en deuda en El Salvador. El trabajo informal ocupa a casi la mitad de la población económicamente activa salvadoreña. Y no se ve un mayor esfuerzo de formalización del trabajo. El hecho de que el Seguro Social solamente cubra a un 25% de los trabajadores es una muestra clara de la irresponsabilidad de todos los gobiernos desde el fin de la guerra civil hasta el presente. Por supuesto sin excluir al gobierno actual.
Los trabajadores además aportan más al impuesto sobre la renta que la mayoría de las grandes empresas. No solo en cifras globales, sino incluso en la relación a la propia ganancia. La información proveniente del propio gobierno es concluyente: “Según los últimos datos que estuvieron disponibles (2018), la tasa efectiva del Impuesto sobre la Renta pagada por el 10% de empresas con mayores ingresos fue del 2.75%. La tasa efectiva de personas naturales asalariadas fue de 10.6%, en promedio”, resaltaba un informe reciente.
Si se respetara el trabajo de los salvadoreños, ningún funcionario público debería ganar más de 10 salarios mínimos. Cantidad ya de por sí exagerada, pero que supondría un freno a la desvergüenza actual y de los años anteriores, en el que los altos funcionarios pueden ganar en algunas ocasiones cerca de los 20 salarios mínimos. Así mismo, y hablando de salario mínimo, el dividir los salarios mínimos según el tipo de trabajo no es más que una medida despectiva y desvalorativa de los trabajos más duros, especialmente en el campo.
Más del 90% de quienes habitamos hoy en El Salvador hemos tenido algún antepasado campesino. Pero la identidad nacional no pesa en la configuración del salario mínimo. Mientras la productividad de los trabajadores salvadoreños ha aumentado en el decenio 2010-2019, ello no ha redundado en una mejoría del desempeño del mercado laboral.
Desde el pensamiento social de la Iglesia Católica, defendido por todos los Papas a lo largo del siglo XX y el actual, se afirma que el trabajo es más importante que el capital. No hay capital sin trabajo previo. Sin embargo, en nuestro país, no hay coherencia entre una fe cristiana mayoritaria y la Doctrina Social de la Iglesia, que insiste en el principio básico del “destino universal de los bienes”, basado en el trabajo decente y en el salario justo, que debe además ser familiar. Entre nosotros el “destino universal de los bienes” tiende a concentrarse en demasiados pocos, mientras lo que se universaliza es el trabajo precario y la injusticia social. Si un país como el nuestro produce lo suficiente para que no haya pobreza, es injusto que la haya.
La apropiación demasiado individualizada de los beneficios del trabajo por parte de un grupo relativamente pequeño de la población, nos deja muy claro que el mundo del trabajo tiene todavía demasiadas cosas que corregir. Pensar en un El Salvador más justo y equitativo en el terreno del trabajo, y diseñar medidas que conduzcan a la justicia social, es una tarea indispensable para la construcción de un mejor país. La aprobación de los convenios de la OIT, aunque buenos, son pasos demasiado pequeños como para pensar que hemos iniciado el rumbo positivo que deberíamos tener.