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El negro beso del diablo (1)

René Martínez Pineda *

Jamás nadie sabrá, ni yo mismo, cómo debo contar este cuento que ensaya –o este ensayo que cuenta-, si en primera persona del singular o en tercera del plural, o convirtiendo en verbos los sustantivos, lo cual sirve para desafiar, desnudos, una tiranía invisible hasta para los utopistas: la gramática que nos dice qué es correcto o incorrecto al hablar, escribir, desear. Ni la sociología se salva, porque ella –como reflejo del capital- tiene sus propios Reinos y Reinitos expropiadores y sus propios conquistadores y colonizados; porque en ella hay un norte-pasado y un sur-futuro; porque en ella, también, hay doctores mercenarios de la teoría y hay un Marx que puso el fusil sobre las “íes”; un Boaventura llenando ausencias; y hay un mítico Bob Dylan que, sin ser sociólogo, cabalga ballenas blancas con Melville; espanta y delira cuervos rojos, con Poe; decodifica los laberintos de la locura y la perversión, con Shakespeare y Fitzgerald; fantasea tigresas viendo a la bailarina de striptease que no se desnuda, por pudor o falta de amor; y desgrana metáforas y lirios de pandereta que no caben en los labios, con Pound y Eliot.

Pero si pudiera decir, sin ser señalado por la sociología amaestrada en el circo de los hoteles lujosos: yo ves bostezar el sol por la noche, o decir: me duele tu hígado derecho en el borde de la boca de vosotros. Decir: ella, el incienso de sándalo consumido en otra brasa, fueron lluvias que caíste repentina al otro lado de la ventana con rostro que buscará una paradigmática musa para no morir de incendiado frío. Esa parece una locura gramatical imperdonable, pero no lo es tanto como decir: “la movilidad social le permite a la gente escalar clases en el capitalismo”; o: “el sueño americano de la globalización”.

¡Joder! Sentado con el ánimo de contar el cuento sobre la imaginación sociológica que sí sabe cómo cambiar las cosas, si tan sólo pudiera huir de los recuerdos de piel que ya no quiero tener… y del teclado de la computadora, y de la alienación, y refugiarme, aterido, en un café con vainilla y que el cuento se escribiera solo: lo ideal, tan ideal como hallar una musa sin mareas.

Y no es un delirio de la imaginería darle la palabra al sándalo o al sujeto para que, recuperando la voz, defina los conceptos cotidianos a su imagen y semejanza, y luego el sociólogo aprenda de ello y readecue la teoría sin caer en la pedantería erudita. Sí, lo ideal, puesto que el abismo que hay que nadar con palabras y gestos es también una computadora que habla con su silencio y puede ser que un hecho, aun siendo una cosa, sepa más de otro hecho que yo, tú, ella –el incienso de sándalo que huyó con rumbo conocido- y la flor. Pero cada tonto como yo tiene su propia colina, y si dejo sola a la computadora, esta HP será materia fósil sobre la mesa de noche del hotel, con esas ínfulas de triplemente muertas que tienen las cosas muertas cuando no viven en la sociología porque ésta no conoce la calle, ni la vecindad, ni la vida, ni los pies celestes que caminan la historia de la lucha de clases, ni sabe tocar las puertas del cielo.

Ni modo, debo escribir y convertir en sustantivos los verbos, o al revés. Uno de cada diez mil de nosotros debe escribir, aunque lo haga mal debe escribir, si es que queremos que la realidad sea contada por su boca intangible. O quizá es mejor que sea yo, que estoy medio muerto desde la guerra; que estoy más comprometido que los otros, los que no quieren recordar; yo, que no oigo más que el arco iris nocturno y puedo divagar sin desconcentrarme; escribir sin divagarme ni dormirme (allá va otro, con un girasol en la cola) y recordar lo que no puedo olvidar sin divagarme en ponencias nimias; yo que estoy medio muerto (o medio vivo, debo ser sincero hasta cuando miento o escribo, ya veremos cuando llegue el momento), porque de alguna forma tengo que iniciar y he iniciado por esa arista teórica, la de muy atrás en el tiempo, la que inició todo al hablar de la lucha de clases como motor de la historia frustrada, la que al final es la mejor arista cuando se quiere contar algo desde la sien de la víctima; del oprimido; del siempre sospechoso de todo; del que, indocumentado, va por la vida like a Rolling Stone.

Y sin saber por qué, ni cuándo, me pregunto por qué tengo que contar esto de las transgresiones culturales si la inspiración murió. De qué sirve que me pregunte por qué hago todo lo que hago, o por qué soy como soy en la mundanidad sociológica en la que sobrevivo como un indigente de la palabra o como un tambourine man. Ni siquiera sirve preguntarme por qué acepto ir a cenar pupusas de gallo pinto en un chalet de mala vida en la periferia de Managua (el arco iris se convirtió en una golondrina, aunque parece un perico rojo); o por qué cuando oigo una ponencia sobre lo religioso desde la visión de un trabajado farsante social, de inmediato siento un tifón en el estómago y me pongo como hojarasca y salgo a vomitar a la ponencia contigua… que ésta peor.

Hasta donde yo sé, aunque sé poco, la sociología no ha explicado ese evento ideológico-estomacal, y entonces lo mejor es dejarse de hipocresías y contar el cuento sobre las palabras que usa el diablo, ya que si, por cultura consumista, no sentimos pena de ponernos una camisa más cara que el salario mínimo, tampoco deberíamos sentir pena o culpa teologal por tener sexo o por ver un pezón descubierto o por ponernos un calcetín roto, pues son cosas culturales que se hacen, y si sucede algo extraño en el ritual -digamos que al ponernos el calcetín izquierdo nos topamos con una piedra lunar o al tomar café le sentimos sabor a cementerio- nuestro deber como sociólogos es contarlo todo, porque, de seguro, algo similar le sucede a los otros; contarlo a la mujer, a los estudiantes o al psiquiatra. ¡Puta! Doctor Escalante, cada vez que tomo café sin vainilla viendo las noticias sobre la corrupción le siento un sabor a… Y así como debemos contar eso, debemos denunciar la injusticia social porque ese es un compromiso inalienable.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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