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El negro beso del diablo (2)

René Martínez Pineda *

Uno lee diez libros de Marx sin tomar aire, siembra dos nostalgias sociológicas y ya está en domingo de resurrección social, con un sol impensado para octubre en Berlín, con la tentación forzosa de caminar por sus calles y compararlas con las de San Salvador, o de ver esquinas, o de inventar metáforas que den cuenta de la identidad-nación (eso hace un indigente de la palabra: nación; soy indigente) pues de lo que se trata es de transformar la realidad desde que se comprende, eso es como compartir la comida. Desde la sociología de la nostalgia -constructo teórico que se pierde en las calles y maquilas para captar la historia y luego meterla en los textos- lo más difícil es encontrar la forma de cimentar el relato de la realidad para que se modifique el comportamiento individual y social -ambos son hechos sui géneris- y para ello debemos pensar como el “wonder boy” de Dylan, ese sujeto que sabe que la gente está loca de represión y que el tiempo es un extraño que se pone oscuro.

Y es difícil porque, con la sociología de la nostalgia, no se sabe quién es el que está contando las cosas, si lo hago yo o lo hace “eso” que cuento… o lo que veo volar de mis manos (celajes, y a veces un lirio o una tortuga que simboliza el ir y venir del cambio); o si, sin protocolo, cuento una verdad que es solamente mi verdad –y la de Marx- y entonces sucede que esa es una verdad sólo para mi estómago e imaginario, una verdad de la sociología para apurar el emancipador vuelo y acabar o iniciar de alguna forma con esto –texto y contexto- sea lo que fuere: realidad o nostalgia; ausencia o emergencia; revolución o reforma burguesa; conciencia u oportunismo; liderazgo o servilismo; contexto o pretexto; sujeto u objeto.

La sociología de la nostalgia que toca las puertas del cielo para que el diablo plante su negro beso con palabras incorrectas que son correctas, es un contar despacio los recuerdos y olvidos, contar el pasado y el presente, y sólo hasta después vemos qué pasa a medida que las palabras montan un constructo teórico, porque la sociología no es sólo estar viendo celajes que van y nostalgias que vienen -y a veces un perro vagabundo que destapa la corrupción constitucional; allá va de nuevo la tortuga con una vara de sándalo sin humo…- Y cuando escriba sobre la realidad pensando en su crisis, después del “a veces” ¿qué putas voy a poner, cómo voy a cerrar la puerta de la frase para que sea relevante? Y esas dudas, bajo la forma de preguntas premonitorias, son lo mejor que me puede pasar porque me obligan a contar respuestas, debido a que toda ciencia inicia con preguntas, con incertidumbres, con compromisos sociales.

Es raro que el cielo esté tan azul como el de Guadalajara en noviembre, y es más raro que, a pesar del salario mínimo, ese cielo tan azul se apretuje en las rojas esquinas de la muerte para darles vida; o en los canastos de las vendedoras descalzas; o en los semáforos ultramodernos con niños medievales que nos denuncian o nos adoctrinan; o en las míticas canciones del Dylan irreverente; o en la universidad pública que ha criado cuervos que forman jaurías rabiosas para sacarle los ojos a la conciencia crítica. Y también es raro que ese cielo tan azul trepe por las paredes vapuleadas por el tiempo invernal para tocar las ventanas colectivas, tras de las cuales indignadas mujeres y viejos escatológicos cuchichean, con palabras gruesas y envenenadas, sobre la corrupción galopante, los fraudes ideológicos de la derecha académica y religiosa y, claro está, sobre los golpes de Estado disimulados o constitucionalistas que caracterizan estos últimos años al continente, con la intención de restaurar la hegemonía de los masters of war. No obstante, con la sociología de la nostalgia, la luna (como alegoría similar a las de Marx y Boaventura), está también ahí, junto a lo azul, cabalgando los celajes y atosigando a los gatos amarillos para darle un carácter fascinantemente misterioso al relato científico –como propuso Einstein- por lo cual nada me detiene para ir a dar una ronda por los muelles del Acelhuate y probar sus gustosos pescados cuaternarios, o por el Caminito del Barrio de la Boca (detenerme un rato en la Piccola Italia para comer pizza y extasiarme con su inenarrable aroma a leña de ultra mar que llega tan lejos como hasta La Bombonera) y sacar unas dos o tres metáforas de los teatros de la Avenida Corrientes.

Así, la sociología de la nostalgia y el negro beso del diablo son una alternativa para combatir las ausencias reconstruyendo relatos desde la fuente –reclamación de la cotidianidad- habilidad que debería enseñarse a los niños desde los primeros años de estudio para que hagan concordar el ojo con la palabra y la palabra con la conciencia, ya que se trata de acechar la verdad y emboscar la mentira. Se trata de cargar siempre el diario de campo y asumir el compromiso de estar atento, de no perder ese dulce eco de un rayo lunar en una vereda paradójica, o la carrera sonrisas al aire de un niño que sale de la escuela. Marx sabía que el sociólogo debe ver el mundo desde la dialéctica (en este momento empieza la lluvia). Más tarde (qué afirmación, “más tarde”; qué manera más infame de decir que no lo haremos) podría quedarme dormido en los jardines de la Puerta de Brandenburgo y soñar, iluso, con que ningún niño se irá a la cama sin haber cenado; dormirme y perderme en el ir y venir de las cosas que huelen a nostalgia como todo buen militante del tiempo.

Así, la sociología de la nostalgia (que no es la simple melancolía setentera y ochentera) siendo irreverencia y siendo un dulce y negro beso del diablo, se convierte en la conciencia crítica de la realidad. Por eso, los congresos no deben servir para que el capitalismo le aplauda o para que reproduzcan Reinos y Reinitos y manoseemos su mensaje convirtiéndolo en mercancía. La sociología de la nostalgia busca el siguiente gesto de rebelión; es la sociología rebelde y maldita que se redacta en la calle de la desolación junto a los locos, vagabundos, vendedores, prostitutas, desempleados… es el negro beso del diablo, y el diablo no hace el amor, coge.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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