Mauricio Vallejo Márquez
La primera vez que lo vi me recordó a esas viejas fotos que había ojeado en los álbumes de mi abuela. Llevaba una gorra vasca celeste a cuadros, una camisa manga larga blanquísima con botones prensados y unos pantalones celestes que no eran para usar con cinturón y llevaba tirantes beige. Llegó saludando con efusividad, con tanto cariño que su naturalidad me pareció extraña, porque era un completo desconocido.
¿Está tu mamá?, preguntó. Sí, contesté sin dejar de extrañarme su presencia.
Él es el coronel de la Gazca, me dijo mi madre. El apellido me llamó la atención.
Mi mamá trabajaba en el Hospital Militar al igual que él y ahí nos encontramos después con relativa frecuencia. Siempre lo tomé como un tipo simpático.
Cuando cumplí catorce años, mi abuela se reunía junto a Mustafá Al Salvadori, Leopoldo Carrillo y Herbert Vaquerano en una tertulia que organizaba don Luis, a la que llamaron Bohemia. No tenían lugar fijo hasta que el coronel Fernando Moreira les brindó un espacio en un salón del Hospital Militar. Mientras se acomodaban ahí para sus reuniones quincenales de los sábados. Me invitaron. Llegué con emoción para compartir mis neófitos versos. Mi abuela, que era maestra de castellano, me proporcionaba materiales para su estudio. Gracias a ella conocí la preceptiva literaria y las elegancias del lenguaje, tropología y tesoros. Pero fue gracias a don Luis y a su iniciativa que sentí el deseo ferviente de mostrar mi material y compartirlo.
Don Luis tenía devoción por los versos romances, las gitanerías, además de todo lo andaluz. Declamaba hermoso, aún tengo firme el recuerdo de aquellos espectaculares poemas que compartía: “Tengo el caballo en la puerta, te quieres tu venir conmigo”. Sus ojos brillaban. Vivía esos versos.
Tenía sangre andaluz y más el tiempo que vivió en España, eran suficientes para promulgar ese afecto. Y también era torero. Sí, torero. Le llamaban el niño de la verónica. Le encantaba contar sus hazañas, describía su atuendo, por qué lo usó y decía con orgullo que se sentía volar cuando entraba al ruedo. Que no tenía temor a los toros, porque en sus años de cadete practicó esgrima. Así que decía que el estilete le caía de perlas.
Era de conversación animada. Hablábamos de tantas cosas: de historia, de teología, de literatura española, claro. ¿De política? Casi no, aunque lo escuchaba con atención cuando lo hacía. Afirmaba que era franquista y decía que no era lo mismo que ser fascista. “Franco era monárquico y quería a la gente”, decía. Y yo, pues escuchaba con respeto y luego le daba mi posición. Él sabía mis ideas y que nunca sería un seguidor de Francisco Franco, aunque estaba dispuesto a escuchar su lado de la historia, esa que él conocía al dedillo. Franco no fue la brújula de nuestras conversaciones, sino la cultura andaluza, la cadencia del verso, el orgullo gitano.
No puedo negar que nos convertimos en amigos, y él siempre estaba solícito y nunca dejó de invitarme a Bohemia, aunque con el tiempo yo sí dejé de acompañarle. Con los años volvieron a ser comunes nuestras reuniones, lo invité varias veces a los talleres de literatura que desarrollamos en la Universidad Evangélica y lo presentamos en La Rayuela, cuando brindó ese hermoso recital de su poemario Andalucía Ritual.
Una tarde me sorprendió la llamada de su hijo Jean Carlo. Su saludo fue seco, como ese preámbulo de malas nuevas. Don Luis había muerto, y me invitaba a su novenario. Unas semanas antes nos habíamos reunido y hablamos de su deseo de publicar su poemario. Él no tenía mucha fe en editarlo, porque ya antes había publicado un par de libros y los resultados no habían sido muy buenos, que todos los había tenido que regalar. Lo usual. Pero en ese momento la cosa cambiaba, sabía que era un buen libro, uno que merece conocerse, así como mucha de su obra. La muerte le cerró el camino para ver su trabajo en las bibliotecas y librerías, pero el hecho de fenecer no es excusa para dejarlo en el olvido. El niño de la verónica, al igual que tantos autores, aún vive en sus libros que esperan ser publicados.