El portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
EL NUEVO AÑO Y LA NUEVA NORMALIDAD.
Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Corta la vida o larga,
todo lo que vivimos se reduce
a un gris residuo de la memoria.
Ida Vitale.
Efectivamente, así sucede en la vida, tal como dice Ida Vitale en ese pensamiento que refleja la realidad de nuestros pueblos. No sé si hay en él un hondo sentido existencial, o más bien reproduce la justa esencialidad de nuestra pobre condición humana. Y es que somos dados, nosotros, pueblos de mestizos y mazorcas, a olvidar pronto y a amanecer ahora como si nada hubiese sucedido ayer. Nuestra memoria envuelve en un gris residuo, como dice el pensamiento de la gran poetisa uruguaya, todo el acontecer por cercano que haya estado en el tiempo.
Ha concluido el año, el año 2020, año lleno de verdaderas pesadillas, cuyos efectos han calado, o debido calar, en lo más hondo de nuestras conciencias. Hemos sufrido el embate de la naturaleza, con una pandemia que tiene al mundo en la mayor de las desolaciones, y en nuestro caso, un crudo invierno acompañado de huracanes y tormentas asombrosas que aún persisten. El hombre es el hombre modificado, no aquél producto de la tecnología que pugna por robotizarlo, sino un hombre que ahora se aleja de su prójimo lo más que puede en un auto reflejo de protección mutua, hombre que esconde buena parte de su rostro tras una mascarilla, que desinfecta su piel con amonios y alcoholes y cloros de complejas e incomprensibles moléculas químicas, un hombre que ya no sabe extender la mano y menos aun acoger con un abrazo fraterno de saludo al amigo, ese es el hombre actual, esperanzado a que llegue otro extraño cuerpo a protegerlo del que lo amenaza. Ello ha afectado casi letalmente el estado de las portentosas economías, que sabían florecer a costa de sociedades enfermas, y ha tirado por la borda, en un solo golpe, ese mito grosero de la globalización. Los pueblos ahora van dejando de ser las aldeas globales para convertirse en las viejas aldeas locales, y sólo pueden ya comunicarse vía los nuevos medios de comunicación.
Mucho se hablaba, cuando se creía que la pandemia sería superada en algún momento, de que entonces se entraría en un proceso de “nueva normalidad”. Los más ilusos, aquellos de mentes más sanas, entendían esto como la vuelta a una especie de razón vital, que hiciera de nuevo emerger el sentido de la vida, de la vida auténtica, que evitara esa “brevedad de la vida” que nos señalaba con dedo acusador aquel lejano filósofo romano llamado Séneca, vida fugaz en la que reina el “tiempo real” y no el “tiempo justificante”, vida superficial y efímera en valores; y restaurara una vida plena que permitiera al hombre, ese hombre de carne y hueso unamuniano, redefinir su “circunstancia” enriqueciendo su código simbólico con nuevas actitudes y nuevas y naturales necesidades. Pero no. La tan llamada “nueva normalidad”, lo que pretende es volver al viejo esquema del consumo infinito, en el que el hombre olvida la satisfacción de sus necesidades naturales, vitales, recurrentes, cíclicas, y se rinde ante un interminable mar de necesidades inducidas que lo hacen más dependiente, más esclavo, más pobre, a costa de enriquecer más los grandes poderes fácticos que existen sobre la tierra. Vuelta al consumo, ya olvidados de la pandemia, de los crudos inviernos, de los huracanes, y del amigo y compañero que pugna por el saludo fraternal sin que su mano logre alcanzar la nuestra. ¡Corta y subrepticia nuestra conciencia!
No hay entonces nada de nuevo y nada de normal, entonces, en esta “nueva normalidad” tan pregonada. Todo vuelve a lo mismo, y en nuestro caso, sigue el sistema produciendo hombres enfermos para sostener economías sanas, además de que el virus está ahí, y la naturaleza también, enviándonos mensajes que no logramos entender, tratando nosotros de vivir bajo un calendario que no es el natural, pues la naturaleza no sigue el tiempo que le indica el calendario gregoriano.
“¡Tantas crudas y difíciles batallas le quedan aun al alma por librar!”, no sé si ha dicho Kierkegaard o León Chestov, pero así es, verdaderamente. ¡Cómo ha podido el hombre olvidar su propia naturaleza y perder tan crudamente el sentido de la vida! Séneca nos hacía ver, hace ya veinte siglos, cómo el hombre desperdicia su tiempo significante para perderse en los puros matices de su tiempo real, estropeando su existencia en las cosas sin sentido. Y muchos tras él han recogido ese mensaje, repitiéndolo hasta la saciedad. Pero el hombre no entiende, e insiste en su vida aparente, sin poder ver el punto omega aquél del que tanto nos hablaba Teilhard de Chardin, apenas extendiendo su vista no más allá del alcance de su dedo índice, como decía Quevedo en otros términos mucho más elegantes y finos.
Al país le aguarda un año difícil. La esperanza es poca, y quiera Dios que no sea esta como la definía el mismo Shakespeare: “El desdichado no tiene otra medida más que la esperanza”. Estamos ante un hombre que ha perdido su propia identidad, que ha entrado en un proceso progresivo de deshumanización. Las experiencias humanas típicas, aquellas de las que nos hablaba Fromm, ahora hunden en abismos cada vez más profundos los valores oficiales, aquellos que se enseñan en la escuela pero que no se practican, y llevan a cimas de máximo esplendor aquellos valores no oficiales, los que no se enseñan en la escuela pero se dan en la práctica, es decir, los valores reales, que corresponden a una sociedad ajena a la solidaridad y al bien común.
Yo creería que es tiempo aun, que es tiempo todavía, para hacer una aguda reflexión sobre la base de estas experiencias recientes, y tratar, efectivamente, de restaurar esa razón vital tan necesaria, provocando una verdadera “nueva normalidad” en la que al fin se ponga al hombre al centro del hacer del hombre mismo, en un entorno en el que la naturaleza la vaya dando las pautas para su comportamiento. Que el alma humana sepa dar, pues, esta nueva y difícil batalla, para poder ver más allá de nuestra cortedad actual, e identificar ese punto omega que sabrá alumbrarnos con prudencia, armonía y amor.
Decía Plotino, ese neoplatónico excelente, que “hay que volar por encima de nuestro conocimiento” para poder librarnos de esa “astilla clavada en la carne” de la que nos hablaba San Pablo, y poder vencer ese síncope de la libertad en que nos ahoga la contingencia existencial actual, dando así ese “salto hacia la fe” que nos restaurará la vida auténtica que tanto nos urge.