Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Nunca he dejado de escribir. Anotar una pensamiento, procurar un poema o esbozar un cuento es lo usual. Todo resulta fácil y se escucha así, pero escribir no es tan sencillo. Cuando comienzas a crear te da esa impresión, sin embargo al ponerse uno en serio y procurar la excelencia la cosa cambia.
Hace una década me levantaba a las 3:00 de la mañana a escribir y a leer. Resultaba difícil mantener esa disciplina por el trabajo. Procuré mantener la disciplina, pero cuando llegó mi hijo tuve que cambiar el hábito. Fui bajando la intensidad hasta enmendar cuartillas muy de vez en cuando, quizá un rato los fines de semana.
Después fui más esporádicos, aunque por temporadas tomaba de nuevo el viejo ritmo.
Hace un mes algo me hizo despertar del letargo y de pronto comencé a dedicar dos horas a trabajar un libro, después subí el nivel hasta que me vi dedicando dieciséis horas diarias. Eran jornadas extenuantes, pero deliciosas iguales a mi niñez cuando pasaba jugando por horas. Me sentí maravilloso, pleno y satisfecho.
Seguro esto es uno de los detalles complicados de ser escritor. El esfuerzo y la disciplina, la real. No basta con afirmar ser, es ser de verdad.
Tomamos la decisión de ser aficionados o profesionales. El quid del asunto se presenta al verificar qué tanto le dedicamos al oficio, qué tanto nos preparamos para ello, y por supuesto qué tanto nos comprometemos.
Es hasta el momento en que cambias la comodidad y te quedas horas extras preparándote, comidiéndote, reconstruyéndote hasta que logras la mediana satisfacción. Solo en ese momento te das cuenta que el guion que llevabas en la vida estaba errado y debías demandarte más, esforzarte mucho más.
Definitivamente el asunto tiene que ver con la comodidad y el ego, cuando crees que ya aprendiste lo suficiente y te crees Tarzán u otro personaje poderoso, además de no estar dispuesto a la “milla extra”.
Hasta que uno dedica tres cuartas partes de su día a escribir te das cuenta de aquello que oías “dedicarle años a la obra”, es de verdad dedicar y es visible, se nota.
Mis archivos se llenaban de polvo, tanto que había olvidado muchos borradores de historias que me encantaban. Ahora les dedico un tiempo, su merecido tiempo, para finalizarlas y volverlas publicables.
“No publiqués tus ejercicios”, me decía Carlos Santos. Debí de haberlo escuchado. Muchos de mis primeros materiales eran ejercicios, les faltaba el toque necesario. Y debí de haber tomado escuela de él. Santos trabaja su poesía con dedicación sin importarle si le publican o no su obra, si participa en un certamen. Todo eso lo tiene sin cuidad, para Santos solo es escribir por el placer de hacerlo y elaborarlo bien, dar lo mejor de él. Y ahí podemos ver la obra que lo defiende, su poemario La Casa en Marcha (DPI, 1999). Un trabajo exquisito, lastima que un día presté con ingenuidad mi ejemplar autografiado que nunca volvió a mis manos.
Santos era bohemio, pero cuando era de escribir abandonaba todo aquello y se metía en sus libros acompañado de café instantáneo frío.
Él me inspiró mucho para ponerle un poco de entrega al oficio, pero el tiempo me hizo darle cada vez menos espacio. Sin quererlo había entrado en aquello no aconsejable: conformarme.
Con el pasar de los años volví a emprender con más fuerza el oficio y dedicarme más, así comencé aconsejar a los jóvenes literatos que asisten a los talleres que imparto. A algunos no les parece, tienen ese inmenso deseo de publicar y transformarse de un día a otro en Showman o Rockstar. Pero algunos no se dejan guiar por la música de un flautista de Hamelín y se dedican de lleno, crecen.
Algunos días dedico dieciséis horas diarias al trabajo. No tanto porque me exija a plenitud, sino por el disfrute. Siento las horas pasar, y me da la impresión de no haber estados escribiendo y corrigiendo más de treinta minutos. Es curioso, pero cuando escribo me siento de nuevo como un niño que entra a los mundos que crea. Y es allí donde soy feliz.
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