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El olor del chichipince (1)

René Martínez Pineda *

¿Y entonces qué, buy viagra señor licenciado, máster y doctor emérito de la ignorancia camuflada con títulos sin neuronas ni compromisos? ¿y entonces qué, señorita o señora sabelotodo que usa palabras que no entiende porque la fritada que carga en la cabeza le hace estorbo a las ideas. ¿Tiramos a la basura, sin pena alguna, tantos fraudes, robos, pérdidas, manoseos, calumnias económicas, injurias ideológicas y masacres olvidadas en el mediodía del asfalto y decidimos, por decreto transitorio, que somos felices y democráticos sólo porque hoy, ya en el puesto, usamos saco y corbata o porque hemos ganado la capacidad de rumiar mentiras y tragarnos el hambre o porque hemos ganado la habilidad cultural de cosernos el estómago o de vender al hermano para conservar el puestecito; porque somos capaces de esconder -bajo la cama que conjura los fantasmas de cuando niño- la capucha y la tortura oficial de la recién pasada dictadura militar porque ya estamos “curtidos” de tanto dolor; porque tenemos el cinismo de sonreír, con muecas lúgubres, ante la mano incolora que nos amenaza con los platos vacíos; porque somos capaces de olvidar la opresión-represión cuando, con nuestros iguales, jugamos al dictador de supermercado para hacerles saber que su trabajo o su cargo depende de nosotros, y sienten bien rico hacerles saber eso; o jugamos a ser diputado de burdel o dirigente estudiantil de matadero o funcionario público de finca que regatea lo que no le pertenece, ni le cuesta, ni le importa porque, total, ese dinerito siempre ha sido de los ricos o del Estado, lo que en muchas ocasiones da igual; y porque tenemos tan poca memoria colectiva y tan pocos huevos por comprar en la tienda del barrio que hasta ya olvidamos cómo curar las quebraduras del espíritu con la esencia invicta del chichipince?

Si vuelves la vista atrás verás que el camino de lucha que hemos navegado –ese camino perdido en el carcomido mapa de los vetos electorales y en los dictámenes constitucionales de los caballeros templarios de la sala de lo constitucional- está lleno de piedras borrascosas y de silencios inmutables y, por eso, la nostalgia se lanza a nuestro cuello a cada paso, a cada gemido, a cada gesto, hasta inundar de frío las palabras. Años de silencio gratuito y de complicidad impune son -en el ábaco de una historia sin identidad, ni bandera, ni dioses, ni utopías reales- cien años de sumisión futura que no serán capaces de guardar tesoros en los confines de los arco iris de las abuelas que, desde sus mecedoras, sueñan con que sus hijos se gradúen de la universidad nacional, pero sin comprar notas, ni falsificar firmas ingenuas, ni usar sellos oficiales de forma fraudulenta. La nostalgia visceral crece y nos enferma con sus besos purulentos, enterrados, mustios… y, contra ella, ni el Mozote de Caballo puede.

A cada paso, como si camináramos entre serpientes venenosas y vicentinas, la nostalgia publicitaria nos obliga a venerar el yugo voraz que doblegó a nuestros ancestros pobres con sus estampitas mal hechas. Nunca antes (como hoy, siglo del neón y del código de barras implacable que nos mutila el apellido) la nostalgia se trepó tanto -y con tanto ahínco- en nuestros ojos; nunca antes nos expropió, con tanta saña malsana, el salario amargo y los principios revolucionarios; nunca antes nos expulsó con tanta alegría del comedor baldío y de las urnas electorales; nunca antes la historia equivocó tanto el rumbo y se burló de la sociología incauta y del trabajo social utilitario y le hizo trampa a las cuentas cabales y a la memoria de los mártires que no pudieron graduarse, esos estudiantes de ayer que algunos de los estudiantes y maestros de hoy no recuerdan, ni quieren recordar, porque les gustan más los chambres vulgares que las consignas libertarias cara a cara.

Y todo porque nos empecinamos en ser hechos a imagen y semejanza del carcelero y su mercancía; y todo porque seguimos confundiendo la distancia con el tiempo; confundiendo la lealtad con la complicidad; confundiendo la revolución con la traición y, al hacerlo, creemos que hemos llegado a la meta aun cuando no hemos empezado a caminar; y todo porque confundimos el golpe con el dolor y el fuego con el calor; porque confundimos la sed con el desierto, al que llegamos a peregrinar sin haber aprendido nada; y todo porque confundimos la salud con la enfermedad y seguimos siendo embalsamados por curanderos empíricos que son propietarios de funerarias y son, para colmo de males, hábiles redactores de pompas fúnebres; y todo porque confundimos la palabra con el dígito y seguimos siendo azotados por las reglas hambrientas de ministros religiosos que tienen acciones en las empresas de la ignorancia galopante. Y todo porque confundimos, de confundidos que estamos, la tronadora alegría de Marx con la cínica sonrisa de Maquiavelo. Y todo porque ya olvidamos cómo preparar el brebaje imbatible de la Curarina que nuestras bisabuelas usaban para darle consistencia a nuestro espíritu. Y todo porque confundimos al enemigo con el álbum familiar que se salvó de la última inundación del Acelhuate.

¿Y entonces qué? ¿Dejamos, sin meter el grito ni alzar el puño, que la ignorancia y la hirsuta manipulación zopilotesca sigan cabalgando por las veredas llenas de lápidas sin inquilinos, rosarios perversos y silencios vocingleros hasta que, por cansancio, clamemos porque se haga la voluntad de Dios, porque la nuestra se ha sentado a rumiar la cólera y a oír la última canción de Arjona? ¿Dejamos que nos quiten el presupuesto y el salario? ¿Y dejamos que nos hable de libertad el dueño de la cerrajería? ¿Y dejamos que nos hable de patriotismo quien se hinca, feliz, a besar la bota que lo alimenta mientras escucha, a escondidas, la Maldición de Malinche? ¿Y dejamos que nos hable de libre expresión el depositario de los bozales? ¿Y dejamos que nos hable de felicidad el que se alimenta con nuestras lágrimas y con la mendicidad cruel de nuestros hijos, que la única culpa que tienen es tener unos padres que no encuentran el valor mínimo para luchar por ellos? ¿Y dejamos que nuestro pueblo se siga dejando hasta que caiga rendido frente a una pantalla de televisión y a la caja registradora de un supermercado? Son muchas respuestas sin preguntas y son muchas certezas sin dudas.

*@renemartinezpi
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