Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador suplemento Tres mil
Me gusta ordenar el caos. Una afición que creció conmigo, gracias a mis abuelos. En la casa de los padres de mi madre existe una bodega en la que se acumulaba todo tipo de instrumentos y herramientas, algunos papeles y los infaltables libros de masonería de mi abuelo (los cuales los leí al ver que eran chiquitos) que con el tiempo lamentablemente se convirtieron en material para elaborar nidos de ratas o se pegaron por la humedad junto a las miles de revistas de Mecánica popular.
En ese caos, me daba a veces por ser archivador e investigador. Todo me sorprendía. Sacaba las herramientas y le iba preguntando a mi papá Mauro qué era cada cosa. Así me enteré que entre todo ese cosmo de instrumentos estaba la vieja caja de herramientas de mi bisabuelo Manuel González con su infaltable “MPG” grabado en madera. Definitivamente, fue mi primera escuela.
En el caso de la familia paterna, iba con ellos a la casa de Tonacatepeque y entre las innumerables actividades que aprendía ahí (como usar la pala, el pico, la barra y el azadón) estaba la interminable jornada vespertina de clasificar libros, revistas y hasta el objeto más inimaginable como: mercurio y arsénico, entre otros. Ahí vi revistas de fútbol, un álbum Panini del mundial México 86, innumerables almanaques, candeleros que después usábamos los fines de semana, porque no había luz. Y los almanaques que te llenan de información.
Lo gracioso del asunto es que para mí no era tedioso estar descubriendo artefactos y sabiendo lo que había en cada lugar. Me gustaba. Aprendía mucho de cada objeto, de la razón conocida o no de como llegaron a esos lugares.
Treinta años después la bodega de la casa de mi abuela sigue siendo el cuarto de los juguetes mágicos, aunque faltan miles de antigüedades que fueron exiliadas por falta de espacio, como algunos instrumentos ACME. Mientras, aquel cuarto de la casa de Tonaca ahora es otra dimensión al que no tengo la libertad de llegar, así que desconozco si seguirá siendo una habitación, porque con los años logramos sacar lo que ya no debía estar ahí y mi mamá Yuly terminó de organizar junto a Jaime (estoy seguro de que bodega ya no es).
Con eso irremediable de crecer, fueron llegando los años y comencé a coleccionar objetos, tarjetas, piedras, monedas… Procuraba llevar un control de cada cosa, un inventario. Entonces llegó la adolescencia y seguí la norma absurda del desorden. Uno de aquellas tardes, don Gabriel Pons pasó cerca de mi habitación, y dijo: “aquí te podés caer”. Luego siguió su ruta como si nada, sin embargo, como dice Salarrué, “dejó las cáscaras”.
¿Porqué no tenía ordenado? Si el orden me agrada. Bueno, comencé por organizar mis libros como una biblioteca y así he ido procurando mantener ordenado el lugar donde me encuentre.
Antes de escribir o editar procuro tener limpio y ordenado mi espacio. Me resulta más tranquilo y me ayuda a concentrarme en lo que hago. Sin embargo, eso implica un poquitín de esfuerzo.
Tengo tan presente otra enseñanza de don Gabriel: “Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. Once palabras que me han salvado y facilitado la vida.
Del caos surge el orden. Por eso es importante mantener el orden de las cosas, para hacer la vida más fácil.
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