Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la lengua
Muchas historias se han tejido alrededor del origen del lenguaje, desde las muy simples ideas hasta las más fantásticas e increíbles, pasando incluso por algunas que lo sitúan de acuerdo a ciertos intereses particulares o grupales. Describe Friedhelm Moser, en su interesante “Piccola filosofía per non filosofi”, (Feltrinelli Editore, Milano, 2007), advirtiendo de inicio que la lengua es la madre de todas las equivocaciones, que esta tiene precisamente su origen en equivocaciones, como la del Rey egipcio Psammetico (594-588 a.C.), quien considerando al pueblo egipcio como el más antiguo del mundo, situaba el origen del lenguaje en este pueblo. Y trató Psammetico de demostrarlo recurriendo a una ocurrente argucia: Mandó traer a dos recién nacidos y los confió a un pastor, quien debía dejarles en un lugar vacío, hacerles amamantar de sus cabras, y no dirigirles nunca palabra humana alguna. De esa manera, protegidos de toda influencia externa, pensaba el Rey, los pequeños deberían haber desarrollado por sí mismos un lenguaje, lenguaje este que debería corresponder a la lengua humana originaria. De tal modo que así podría establecerse cuál era el primer pueblo que había aparecido sobre la tierra. Luego de dos años, el pastor se presentó al Rey con sus dos protegidos. Estos habían aprendido a hablar, y balbuceaban una sola palabra, la palabra “bekos”. En egipcio, esta palabra no existía, por lo que el Rey ordenó investigar de qué otro país provenía, descubriendo que era de la lengua frigia, y que significaba “pan”. Al Rey ello le pareció muy real, al ver que siempre que los pequeños pronunciaban dicha palabra, extendían los brazos y las manos como pidiendo algo. Interpretó que tenían hambre. No sin mucho desencanto, aceptó lo anterior, y proclamó a los frigios como el primer pueblo del mundo. En opinión de Moser, este hecho provocó que el lenguaje fuera puesto al centro del interés científico.
El paleontólogo Richard Leakey afirmaba estar firmemente convencido que el “homo erectus”, ya hace más de un millón y medio de años, sabía hablar. Al contrario, el norteamericano Jared Diamond, estaba plenamente seguro que nuestro complejo lenguaje había nacido hacía menos de cien mil años, en una, decía, “explosión creativa”, y que lo que hacía el “hombre erectus” era simplemente emitir un gruñido absolutamente incomprensible. Existen muchas teorías, muy extrañas por lo simpáticas y particulares, sobre cómo se originó el lenguaje. Según la teoría del “bau-bau”, el lenguaje ha brotado de la imitación de los rumores del ambiente y de los animales; la teoría del “ahía” sitúa como punto de partida la instintiva expresión de dolor, gozo o sorpresa; la teoría del “oh issa” sostiene que los primitivos sabían acompañarse de un canto rítmico, a la manera de los marineros cuando arrastraban todos juntos una pesada carcasa de animales; y hay incluso una teoría romántica sobre el origen del lenguaje, la teoría del “tandaradei”, del danés Otto Jespersen, que sostenía que el lenguaje se habría originado en el juego y el cortejo.
Algunos reclaman el origen del lenguaje bajo el manto de intereses nacionales, incluso con contenidos entre escatológicos y místicos, y a ratos, teológicos. Las especulaciones de este tipo son variadas y muchas. El médico y filólogo flamenco Johann G. Becanus sostenía, ateniéndose, decía, a pruebas etimológicas, que el paraíso se encontraba en Alemania, que Adán hablaba en un alemán sin cadencias, y que incluso el Antiguo Testamento fue, en su origen, alemán; sólo más tarde, dice Becanus, Dios, no se sabe por qué motivo, había encargado hacer una traducción al hebreo. Moser, al final de su artículo sobre el lenguaje, concluye de alguna manera que, al margen de las teorías, de los inventos y de las especulaciones sobre su origen, la adquisición del lenguaje por los niños sigue siendo una incógnita sin resolver. Sin lugar a dudas, dice Moser, el lenguaje llega enseñado: El niño, en sus primeros años de vida, necesita de alguien que hable con él. El niño, dice, comienza a hablar de cualquier modo, sin un método a seguir, sin conocimientos gramaticales y sin haber desarrollado un vocabulario.
Pero no sólo hay especulación, ocurrencias, ideas fantásticas, modas extrañas, en cuanto al origen del lenguaje. Recordemos ya que San Agustín, en sus “Confesiones”, va colocando los primeros soportes de lo que será posteriormente la “teoría de los objetos aplicada al significado”, que sostiene que las palabras son “señales para las cosas”, con lo que a cada objeto debe corresponder una palabra, o viceversa. Ello se explica bien con palabras como ventana, perro o nariz; pero ¿cómo comportarse con palabras como después, significado, o ser? También se habla del “método del dedo índice”, que, dice Moser, “en situaciones elementales no deja de ser fascinante”: Yo, Tarzán; tú, Jane; esto, liana; pero que ya en situaciones más complejas demuestra sus limitaciones y continúa siendo un misterio: Mamá; querida mamá; mamá, ¿las vacas ríen?
El lenguaje, pues, es un mar de ambigüedad. Wittgenstein decía que “el lenguaje enmascara el pensamiento, y de tal manera que del aspecto exterior del disfraz no puede deducirse aquello del pensamiento disfrazado”. Wittgenstein insistía en que para evitar esos errores, debe utilizarse un lenguaje de señas que los excluya.
Los médicos pediatras, que conocen a los niños desde su nacimiento, y que van siguiendo su desarrollo ontogenético en un detallado paso a paso, podrían, en todo caso, dar idea de cómo este va perfilándose en su inicio. Yo siempre me hago la pregunta de si un recién nacido en un país o en un pueblo determinado, cuyos padres, abuelos, hermanos y demás familiares, amigos y vecinos, son también originarios de dicho pueblo y nunca han salido de él, debiera trasladarse, sólo, sin compañía alguna, a otro país en el que se hablara una lengua diferente, ¿qué lengua desarrollaría? O más aun, si no se le trasladara pero no se le hablara palabra humana, este niño, ¿desarrollaría su propio lenguaje? Porque seguir la nota del Rey Psammetico y aceptar que el lenguaje se originó en el pueblo frigio, a pesar de que después de dos mil quinientos años se ha comprobado que su experimento fue un error, no lleva, precisamente, a una conclusión probablemente correcta. La presunta palabra originaria, “bekos”, simplemente no era otra cosa que el eco del balido de las cabras del pastor.
Es interesante el artículo de Moser incluido en su libro citado. Yo recomiendo su lectura, y creo que ello nos llevará a una buena reflexión sobre la importancia del conocimiento adecuado de las lenguas humanas, porque como introduce el mismo Moser en el artículo que ahora comentamos, citando a von Humboldt, “la verdadera patria del ser humano es su lengua”.