Iosu Perales
Los viejos liberales democráticos que colaboraron en la puesta en marcha del Estado del bienestar después de la segunda guerra mundial, deben estar desmoralizados al ver que un nuevo liberalismo (neo) ha hecho del capitalismo un modelo salvaje de destrucción social y de la naturaleza. Un modelo de concentración de la riqueza en manos que no están por la labor de compartir ni un euro de sus enormes ganancias. El notable crecimiento del gasto público, la creación de nuevas instituciones que ampliaron la estructura del Estado y el impuesto progresivo sobre la renta, fueron pilares de un esfuerzo en el que participaron ideologías y fuerzas políticas que tomaron el camino del Estado social como forma de lograr una cohesión tan necesaria en un escenario de postguerra mundial.
Es verdad que el liberalismo, muy temprano, tuvo vocación de limitar las funciones del Estado y de adelgazarlo como institución, pero a mediados del siglo XX tuvo el acierto de comprender que la victoria decisiva del fascismo y del nazismo se libraba en la incorporación de las sociedades europeas a las agendas sociales el Estado. Si bien, tuvo más peso en la transformación democrática del Estado liberal el acceso de nuevos grupos al poder político, su miedo al comunismo y el intento de encontrar soluciones a la recesión de los años treinta. El cambio liberal, junto a la socialdemocracia y a sectores de la Democracia Cristiana, facilitó la influencia de Keynes en favor de un Estado más intervencionista, un sistema fiscal más redistributivo, el desarrollo de la seguridad social, las grandes obras públicas y el déficit público. Eso sí, como dice el teólogo Joxe Arregi, el Estado del bienestar apareció en escena de la mano del expolio de países del Sur y de la destrucción de la naturaleza.
Pero aun reconociendo a ese liberalismo democrático su funcionalidad, sin duda representaba una anomalía para el alma de la economía de libre mercado y la supremacía del capital financiero.
Por otra parte, el liberalismo era expresión de una filosofía individualista y, si se quiere hedonista, que animaba el progreso y la libertad libre de toda tutela del Estado. Al menos dejaba atrás el feudalismo y alentaba la autonomía del individuo.
Ese liberalismo, ante todo amante del capitalismo, fue desplazado por una versión más radical avanzado el siglo XX. El neoliberalismo fraguado a mediados de los años setenta, tuvo en la ciudad suiza de Davos, el escenario elitista de reuniones poco publicitadas que enterraba el viejo liberalismo, ya anticuado para los planes del capitalismo del siglo XXI. En el nuevo tiempo, se hacía necesario romper límites y barreras todavía funcionales en un Estado que iba dejando del ser del bienestar. El reino del libre mercado sustituyó a las regulaciones y a una velocidad estimable toda la actividad económica se liberó del peso del Estado. El Estado quedó asignado a una tarea de mantener el orden social y la seguridad del mundo de los negocios. Ronald Reagan Margaret Thatcher fueron liderazgos destacados del nuevo liberalismo. Por su parte Augusto Pinochet ensayó la conexión entre neoliberalismo y neofascismo*.
Pronto, los ataques al Estado del bienestar, incorporaron a la ética protestante como cobertura moral de políticas que alimentan la desigualdad y aceptan la multiplicación de zonas de extrema pobreza e indigencia que a lo largo de un proceso deconstructivo quedarían desposeídas de derechos, sustituidos por un asistencialismo unilateral que, las instituciones dan y quitan, según.
La nueva realidad del neoliberalismo dispara contra el tejido social, rasgándolo y abriendo brechas que serán difíciles de cerrar. El neoliberalismo fabrica malestares, y concentra su atención en el despertar de bajas pasiones de insolidaridad, del “nosotros frente a ellos”, del “yo frente a los demás”. Deshace sociedades. Ocurre entonces que los más desposeídos, esos que según las teorías clásicas de la izquierda deberían ser la vanguardia de una rebelión social, se van desplazando hacia la adhesión a discursos agresivos y agresores llenos de consignas xenófobas, homófobas, racistas, misóginas.
El fascismo del siglo XXI, en su versión actual y en tiempos de crisis, recoge como en el pasado todas las incertidumbres, los dolores, las angustias, para traducirlas en odio. Basta con sacudir los instintos de personas corrientes para ir convirtiendo la desesperanza, los deseos de venganza por las frustraciones propias, en una fuerza activa de apoyo a un neofascismo enloquecido, tosco, primitivo, primero autoritario y después violento, dispuesto a hacer de la democracia un campo de guerra de todos contra todos. No olvidemos que en el Estado español sus apoyos proceden de grupos de señoritos y de una burguesía ideologizada por el franquismo, pero el apoyo más grande lo obtiene de sectores empobrecidos que vuelcan su rencor y sus desgracias contra política y sus instituciones.
La enorme crisis que ha ido creando el neoliberalismo, ha encontrado en la pandemia un aliado providencial. Son dos crisis en una frente a las cuales mucha gente responde intuitivamente, desde lo emocional, con escasos argumentos. El neofascismo que ya está entre nosotros ofrece unos culpables y una respuesta violenta, antidemocrática. Sus candidatos políticos no presentan programas para no exponerse a la crítica, lo que hacen en su lugar es tratar de destrozar a los rivales con mentiras cuanto más terribles mejor. ¿A cuántos debates fue Bukele en la campaña electoral? La escuela de Tramp se abre camino.
Lo cierto es que cuanto más grande sea la crisis del capitalismo en sus versiones social y pandémica, más peligro corremos. Si hasta hace pocos años el fascismo era un fenómeno inocuo en Europa, hoy día su presencia en el mapa político europeo es incuestionable. En su discurso une dos elementos: el declive de modelo de sociedad y el resurgimiento. Su designación poética lo sintetiza bien el nombre de “Amanecer Dorado” el partido ultraderechista griego.
El neofascismo español hunde sus pilares en una historia falseada de una comunidad orgánica que celebra la España imperial, colonizadora. La España inventada por la derecha española destaca la superioridad de la raza gráficamente mostrada en Abascal montado a caballo. El nuevo Cid Campeador a la reconquista de una España imperial.
Hay una conexión entre neoliberalismo y fascismo. De hecho, es la crisis que provoca y alimenta el nuevo capitalismo que siembra semillas totalitarias. Desenmascarar el fascismo hispano y combatirlo es nuestra obligación ética, social y política. El bloque de derechas en el Estados español tiene pequeñas diferencias internas, pero está unido en lo principal: implantar un modelo excluyente, autoritario, que acuse a grupos sociales diferentes de todos los males que aquejan a nuestra sociedad.
Este neofascismo hispano tiene respuestas que debemos desenmascarar y combatir: declara la guerra contras los otros. Los otros son los migrantes, los marginados de la calle, los transexuales, los homosexuales, las feministas, los separatistas. Los otros son los anti-España a los que hay que castigar. El viaje que proponen los fascistas de VOX es el regreso a un mundo de tinieblas.
*Utilizo los términos neofascismo y fascismo del siglo XXI, para diferenciarlo del fascismo italiano de mediados de los años treinta y cuarenta del siglo XX, así como del nazismo o fascismo alemán. De este modo quiero proteger el significado terrible de los gobiernos criminales de Hitler y Mussolini, cuyas atrocidades son por ahora incomparables.