German Rosa, s.j.
Cuando José de Arimatea se presentó ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús, Pilato se extrañó y preguntó, si había muerto hacía tiempo. Informado por el centurión, concedió el cuerpo de Jesús… (Cfr. Mc 15,43-45). El sepulcro vacío y las apariciones del resucitado, pronto hicieron correr la noticia de que el crucificado había resucitado. Y las primeras comunidades cristianas mantuvieron viva la memoria del crucificado que había resucitado. Cuando los teólogos de las primeras comunidades cristianas crearon el género evangelio, un género propio original, redactaron un testamento de fe recuperando los dichos y hechos de Jesús, y anunciaron lo mismo que Jesucristo había anunciado: la buena noticia del Reino de Dios y, también, dieron fe de que aquel que había sido crucificado, había resucitado. Aquel que pasó haciendo el bien y que fue condenado a la cruz, Dios lo resucitó…
El Evangelio es tan original como lo fue Jesús de Nazaret. No hay ningún indicio de que haya existido anteriormente este género literario en las culturas circunvecinas a la cultura hebrea semítica. No hay rastros de un género parecido en las culturas: egipcia, asiria, fenicia, medo-persa, griega- helenista, ni greca-romana. La memoria viva del Evangelio fue original y sigue siendo original cuando nos apropiamos de ella. Así ocurrió con el P. Rutilio Grande y Mons. Oscar Romero. Ambos fueron discípulos y apóstoles de Jesucristo que anunciaron con su vida el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y dieron fe del crucificado que también es el resucitado. La visión del Reino de Dios de las tradiciones bíblicas cristianas se opone al intento de condicionar la felicidad al precio del olvido del sufrimiento humano y del martirio (Cfr. Metz, J.B. 2009. Memoria Passionis. Un ricordo provocatorio nella società pluralista. Brescia, Italia: Editrice Queriniana, pp. 77-78). No hay anuncio del Reino de Dios sin pasión, muerte y resurrección. El Evangelio nos enseña que la plenitud de la vida pasa por esta realidad humana y cristiana. Así lo entendieron y vivieron el P. Grande y Mons. Romero.
Recordar al P. Rutilio y a Mons. Romero es recordar cómo se solidarizaron con el dolor y el sufrimiento de los demás. No podemos recordar a Dios olvidándonos del dolor y del sufrimiento de los demás. Jesús nos enseñó que amar a Dios es amar al prójimo (Mt 22,34-40). Y esto es precisamente lo que ellos hicieron. Se apasionaron de Dios comprometiéndose con el pueblo sufriente de El Salvador, con una mística de la compasión. Solo un corazón de carne se compadece ante el drama, la tragedia, el dolor, el sufrimiento y la muerte de los demás. Un corazón compasivo está arraigado en la tierra y está vinculado a los que sufren (Cfr. Metz, 2009, p. 156).
1) El P. Grande y Mons. Romero, memoria viva del Evangelio…
La vida del P. Grande y la de Mons. Romero son verdaderos testimonios vivos de la memoria del Evangelio… El autor de la primera carta de Juan lo dice con sus palabras: lo que hemos visto, lo que hemos palpado con nuestras manos y oído, se los damos a conocer, para que estén en comunión con nosotros, con el Padre y con su hijo Jesucristo (Cfr. 1Jn 1,1-4). Mons. Romero y el P. Grande hicieron vida estas palabras, comunicando con sus propias palabras y acciones proféticas lo que habían sentido, escuchado y vivido del encuentro con Jesucristo.
No se puede hablar de Mons. Oscar Romero sin hacer referencia al P. Rutilio Grande, y viceversa. De tal manera que el vínculo entre estos dos hombres en la historia de El Salvador es más profundo que una simple y llana amistad entre ellos…
Tanto el P. Grande como Mons. Romero son salvadoreños que nacieron en familias humildes y sencillas de El Salvador. Rutilio nació en El Paisnal, municipio del departamento de San Salvador, y Mons. Romero en Ciudad Barrios, en San Miguel. Ambos, en sus hogares, desde su infancia, crecieron conociendo y amando a Dios.
Ambos tuvieron una formación teológica según el estilo y el modo propio de la Compañía de Jesús. Tuvieron una experiencia de formación dentro y fuera de El Salvador. Rutilio se formó en San Salvador, Caracas, Quito, Oña, Córdoba y Bruselas. Mons. Romero tuvo su formación sacerdotal en San Salvador y Roma.
El P. Rutilio y Mons. Romero aprendieron a ser amigos y hermanos de los salvadoreños desde la experiencia directa de inmersión en las parroquias. Rutilio, en su tiempo como formador de los futuros sacerdotes en el Seminario San José de la Montaña, impulsó una formación de los seminaristas que tuviera siempre una práctica pastoral y mantuvieran una relación directa con los pueblos y barrios de El Salvador. Mons. Romero después de sus estudios y de su ordenación fue destinado a trabajar en la parroquia de Amorós, en San Miguel. Ahí comenzó su labor pastoral como sacerdote y su camino al episcopado.
Ambos, Mons. Romero y el P. Rutilio, vivieron en el seminario mayor San José de la Montaña, en el tiempo que estaban los jesuitas como encargados del seminario y de la formación de los futuros sacerdotes. Ahí creció la amistad entre el P. Tilo y Mons. Romero.
2) El P. Rutilio Grande y Mons. Oscar Romero, vidas en procesos de conversión
Tanto el P. Rutilio como Mons. Romero vivieron a fondo la Sagrada Escritura, y de manera particular el Evangelio, clave de interpretación de la Antigua y de la Nueva y definitiva Alianza.
Mons. Romero y el P. Rutilio vivieron todo el proceso de la renovación del Concilio Vaticano II. De hecho, tuvieron una formación teológica preconciliar. Mons. Romero terminó sus estudios de licenciatura de teología en la Universidad Gregoriana en el año de 1942. Veinte años antes del Concilio Vaticano II. Y Rutilio terminó sus estudios de teología el mes de julio de 1960 en Oña, España, un par de años antes que comenzara el Concilio Vaticano II, el cual inició el 11 de octubre de 1962 y finalizó el 8 de diciembre de 1965.
También se apropiaron del espíritu y la letra del Concilio Vaticano II. Sobre todo descubrimos de manera explícita en sus vidas los trazos de la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” (Los gozos y las esperanzas”), y de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” (Luz del mundo).
En ambas constituciones se formula la eclesiología del Concilio Vaticano II, aunque se encuentren elementos eclesiológicos en todos los decretos conciliares.
Gaudium et Spes, Nº 1, dice así: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. Rutilio y Mons. Romero hicieron suyos los gozos y las esperanzas de los habitantes de Aguilares, de El Paisnal, y también de todo el país. Hicieron propias sus tristezas y angustias.
Lumen Gentium, Nº 1, nos dice que Cristo es la luz de los pueblos, y el Evangelio debe ser anunciado para que resplandezca su luz sobre el mismo rostro de la Iglesia. De esta manera, el anuncio que hicieron tanto el P. Rutilio como Mons. Romero de Jesucristo y del Reino de Dios se convirtió en una luz de esperanza en medio de las dificultades de la vida para tantas personas en Aguilares y El Paisnal, y también en el país entero.
Los rostros de Rutilio y Mons. Romero fueron para muchos los rostros de auténticos misioneros fieles a Jesucristo y al Evangelio. ¿Qué pasó en sus vidas al apropiarse del Concilio Vaticano II? Seguiremos dialogando sobre este tema.