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El Palacio de Nerón (1)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Pasaron dos años como si nada y justo un día antes de las elecciones legislativas, los diputados del único partido político que puede unir el agua con el aceite porque, al final, están hechos de lo mismo –el Partido Neronista de la Concertación Quijanista- inauguraron su ostentoso y pulcro palacio, el que de inmediato, antes de que se secara el cemento de la primera piedra, fue llamado por el pueblo: el Palacio de la Obscenidad (el Palacio de Nerón, lo llamaban sus íntimos), cuya construcción se llevó a cabo –millones de dólares de por medio- porque la crítica social no afectó la triste moral de los autores intelectuales del mismo. Por puro morbo populista, el pueblo asistió con sus ropas de domingo a la pomposa ceremonia de inauguración del cachivache, al cual se le agregaron, a última hora, las estatuas en mármol, traído desde Italia por tren, de los 84 diputados en pose de degenerados cónsules romanos -y con los huevos al aire, quienes los tenían presentes cuando el escultor hacía lo suyo- y un bostezo de aire caliente y fétido, proveniente de la frontera norte de forma fantasmal, envolvió con sus manos óseas el enorme cachivache de cemento, mármol, acero y oro que impasible, regio y cínico impera sobre el herrumbroso paisaje de la ciudad, sobre todo desde el helipuerto construido en el techo -¡todo un lujo, sí señor!- tan obsceno como ingrato si consideramos que el hospital de niños ni siquiera tiene un buen parqueo y que las escuelas carecen de canchas.

Tiene once niveles de alto, no diez ni trece; tiene once niveles de alto porque, por cabalística legislativa, el once es un número maestro y el cachivache tiene que hacerle la venia a los maestros de la patria –lo de “padres” de la patria fue dejado atrás por aquello del lenguaje patriarcal y las disfunciones eréctiles-; y también al siglo XI que vio nacer a las Cruzadas que el Papa organizó para sacar de tierra santa a todos los musulmanes; ese buen siglo, traído del pelo a la época actual, en que el tiempo aprendió a volver, neciamente, al punto de partida de la historia cuando, en el año 1054, fue vista por primera vez la Nebulosa del Cangrejo y desde esa contemplación alucinante, la perversión se convirtió en el universal cultural de la labor política. El cachivache fue puesto, con hastío geométrico y perfección milimétrica, justo en el centro de la ciudad –pero en el centro de verdad-, para recordarle a todos que con los políticos no se juega ni se les contradice. Once niveles de alto ¡con los materiales más exóticos, puros y lujosos que la mente más retorcida puede imaginar, traídos de todo el mundo! –dijo, el ingeniero constructor y asesor de asuntos morales de la Asamblea Legislativa, para ganar, aunque con amaños tan públicos como impunes, la oscura licitación del proyecto El Palacio de Nerón, no sin antes darle una promiscua tajada a los directivos que tomarían la decisión- que les haría sentir el olor, a los diputados y diputaditos, de la riqueza más bestial posible y, sobre todo, los haría sentir lejos y por encima de los millones de personas del pueblo que, en pose de súbditos, tendrían que conformarse con acercarse a ver de lejos lo que cínicamente era llamado, por aquello de las apariencias discursivas y demagógicas, “la casa del pueblo”.

Pero las casas del pueblo no se parecen en nada al cachivache que reverencia –con lujo de detalles y con detalles de lujo- la galopante corrupción de los partidos y políticos de rancia alcurnia que para constituirse –según ellos, en su bajo delirio de grandeza- en una clase social hecha y derecha para la derecha, decidieron (en una reunión a puertas cerradas en la famosa casa de citas “La Bilbaína” que, en secreto, sobrevivió al terremoto de 1986) unir esfuerzos para construir su propio palacio romano –con espacios especiales para las orgías carnales y pecuniarias- como parte de la lucha sin cuartel por consolidar ese tipo de hegemonía ideológica que tiene como férreo gendarme a la corrupción; una lucha que, en verdad, ha sido más cruenta, purulenta, desproporcionada y traidora que la guerra civil de los años 80s. Sí… cruenta, purulenta y traidora, sobre todo traidora, ya que esta es una guerra entre el pueblo y sus supuestos representantes; entre el pueblo y el pueblo usado como triste marioneta. Justo a principios del año 2019 se descubrió que esa nueva guerra fue dolosamente planeada para que así fuera y así se mantuviera por los siglos de los siglos, amén: ¡que se descuarticen entre ellos mismos estos hijos de puta! envidiosos y malagradecidos, no hay guerra de exterminio más suculenta y sobre todo más austera para el Estado, y lo mejor es que no acarrea costos políticos para nosotros –dijo, con tremendas lágrimas de felicidad cierta, el presidente de la Asamblea Legislativa escoltado por los jefes de fracción de todos los partidos.

El paisaje arquitectónico, vial y cultural de la ciudad se hizo (justo después del corte de la cinta simbólica a cargo del diputado presidente que, por aquello de que las mañas son irremediables, se quedó con la tijera… Y con la cinta completa también; total, si se va a robar no hay que hacerlo a medias) aún más ruinoso y cínico, y las estampitas cotidianas cambiaron de tono y de contenido social: una inenarrable maraña de calles apretadas y siniestros pasajes aún más apretados izando la basura como virtud teologal; calles y pasajes que, desde arriba y desde abajo -eso es lo de menos cuando se trata de ver la pobreza- no tienen fin ni explicación humana. Custodiando las calles de forma tan infame como fiel: un ejército de canastos diminutos, carretones de café ralo con pan duro que ablandar, tamemes descalzos, indigentes con grado universitario y chalets de mala muerte dan la impresión, desde la corrompida perspectiva de los ventanales del Palacio de Nerón, de que se está viendo un laberinto feroz de fosas comunes olvidadas por el mundo y de trincheras sin parapetos respetables, pero sin con una estrategia militar realmente envidiable. Largas filas de hombres y mujeres y niños deambulando en silencio y en el silencio, como si se tratara de una cotidiana procesión del santo entierro.

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