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El Palacio de Nerón (2)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Un poco más lejos del cachivache de Nerón –por acuerdo unánime decidimos llamarlo así- largas filas de mujeres descalzas, van dejando la placenta en la acera porque su jornada laboral no tiene días de licencia; caravanas de policías, soldados, ministros, ladrones, chivos, políticos, similares y conexos, de la gloriosa Legión de Amañadores, Depresivos y Represivos para el Orden Nacional de El Salvador (LADRONES), van uniformados y golosos, cateando, arrestando, vapuleando, insultando y de ser apenas necesario, disparando a todas aquellas, aquellos y aquellitos que se les ponen enfrente para seguir al pie de la letra los consejos de Malthus en torno al control demográfico; muros con lumbago llenos de grafitis agónicos que denuncian lo que sabemos; buses como infierno en su mejor época, lanzando sus besos de fuego y su vaho negro al cielo contaminado y denso. Una distancia entre los miserables y nosotros, los padres de la patria, ese es el objetivo, señores –dijo, el famélico diputado presidente. Una distancia predestinada que con cristiana resignación, debe ser aceptada por todos, no importa el lado del que quede cada quien.   

En la parte alta del cachivache de Nerón con forma de nave de la lujuria, carnal y pecuniaria en posición de despegue, una frase de neón rojo -con lo último de la tecnología interactiva- pone las reglas de la convivencia social: ¡Haga Patria, mate a un pobre! fue develada el día de la inauguración. Esa frase gigantesca poseía un sensor de movimiento, para sustituir la última palabra dependiendo de quien se acercara (un pobre, un cura, un opositor, un estudiante, un nadie) y pone en alerta a los vigilantes, quienes tienen la orden expresa de solo dejar pasar a personas autorizadas y a las amantes y los amantes por ser visitas especiales de los funcionarios, visitas fáciles de identificar por el código numérico que tienen tatuado en el brazo.

Los ventanales principales del Palacio de Nerón –digámosle así de vez en cuando para no caer en la monotonía- imitando al Palacio del Sol (en lugar de imitar a las casas del pueblo), miran hacia el norte y miran hacia arriba, y el cachivache no tiene ventanas ni puertas de acceso en la parte trasera porque, por impuro decreto legislativo, se decidió lamer la obscena riqueza ajena, darle la espalda a la pobreza e impedir todo contacto –por mínimo que sea- con los fieles feligreses de la misma. El cachivache es desde cualquier ángulo que se le vea, un insulto a la moral y es convertir a los pobres en súbditos simbólicos de esa “cosa”, porque así se construye la hegemonía: con fetiches. El calor de la ciudad, espeso como sopa de domingo, no lograba penetrar las paredes del palacio que tenía un clima artificial europeizado. Afuera: el desierto salado de Lut carcomiendo la piel, los sesos y hasta el alma; adentro: el leve clima de Paris por la noche, si así se programa el aire acondicionado. Los funcionarios que cobran jugosos salarios por ser inquilinos perpetuos de la obra de arte arquitectónica –esa es una definición demasiado refinada si valoramos quiénes la habitan, por eso solo será usada en esta ocasión- visten trajes hechos a la medida de sus miserias con las mejores telas que el dinero puede comprar, aunque eso no incrementa en nada el valor de sus cuerpos, camisa azul con babero impermeable y corbatín rojo con ribetes blancos y por aquello de las apariencias, todos se han hecho tratamientos para aclararse la piel y así diferenciarse, pero solo por fuera y solo dentro del cachivache, de los humildes ordenanzas que le sacan brillo al piso de mármol que, por orden inapelable, fue mandado a traer de la cantera de Carrara. Los mil candelabros que alumbran con cautela, le dan un toque sensual a cada oficina como anunciando orgías bestiales sin distingos de sexo, edad o ideología. En cada ascensor titila un mensaje con la frecuencia necesaria para impactar en la cultura profunda: “el voto y el robo son las armas más poderosas del hombre libre”; “lee tu mínimum vital todos los días”; “McDonald’s, la comida típica del salvadoreño de corazón”; “en el paraíso de los corruptos el salario es inversamente proporcional al coeficiente intelectual”.

Después del corte de la cinta simbólica, los diputados volvieron a su labor cotidiana: pensar nuevas formas de joder al pueblo. Con pose servil, el asesor le preguntó al diputado presidente: ¿cómo se le ocurrió la idea tan brillante de construir el Palacio, excelencia?, ¿se inspiró en el muro de Trump? es que no todos somos iguales y eso deben sentirlo y verlo los pobres; que son animales que no merecen ni estudio ni salud. ¡Animales! –enfatizó-.

El Palacio es para marcar las fronteras; es para garantizar nuestra seguridad personal dividiendo a los unos de los otros. Claro que algunos pobres tendrán permiso de entrar, porque necesitamos sirvientes, claro que les vamos a registrar hasta el culo a la hora de salida, porque no se puede confiar en ellos. ¿Acaso no comprendes que ese es el verdadero mundo feliz de los ricos y de los políticos de rancia estirpe? el asesor hizo un gesto afirmativo e impersonal.

¡Es usted brillante, señor, todo un genio de la política hegemónica y de la carne de tacuacín en celo! le sugiero que como inducción política consuetudinaria, mande a poner su estatua en la entrada para que sea recordado por los siglos de los siglos. Amén. Una húmeda y fétida sonrisa de deleite canino le llenó la cara de norte a sur al imaginarse tremendo legado. Me parece perfecta esa idea, aunque no entendió esa palabra tan rara. Consuetudinaria significa que… ¡No, no hablo de esa palabra, me refiero a la palabra política, la palabra política, no sea usted pendejo, hombre! el asesor no respondió ni aclaró nada. Mañana mismo llevo la propuesta al pleno legislativo, total, qué son un par de millones de dólares más para hacer más soberbio mi Palacio, pensó, en tono de cereza sobre el pastel.

Afuera del cachivache, la gente haciendo milagros para convertir la basura en comida exquisita; adentro, los diputados y diputaditos comiendo caviar… En la férrea frontera entre ambos grupos la vida se desliza sin roces en el aceite de su insoportable y patética levedad.

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