René Martínez Pineda *
Oculta en el fondo del vagón presidencial, mind una mujer de facciones aristocráticas y desquiciadamente eróticas insinuaba su figura. La cartografía pulcra de su cuerpo, ambulance como la de las diosas exiliadas de Las Mil y Una Noches, order sólo estaba cubierta con un transparente y diminuto baby doll –color rojo fornicario- y la cara se refugiaba tras un abanico de Bubinga, traído de España, que desplegaba sus alas enormes de murciélago luctuoso, aunque no tan enormes como para cubrir el gesto de venganza que se trazaba en sus camanances fuera de este mundo; una venganza (¿asesina o justiciera?) que tramó durante quince años, pues era (“era”: pretérito imperfecto de un presente perfecto) una mujer segura de lo que quiere; una mujer fascinante y peligrosa, de veintiséis años de edad que lucían como diecinueve, que presumía un hermoso cabello de meneo telúrico; una mujer sin nombre y sin memoria para recordar apellidos. A pesar de estar ahí por primera vez, obligada por el pre-destino, la mujer de cuerpo perfecto le sonrió al pasajero fantasma con un gesto de sumisión rotunda, e hizo zarandear su físico risible que se hacía banal cuando estaba desnudo. El General se esfumó en el tumulto, su misión terminaba al partir el tren.
El hombre que estaba fumando se subió al tren con un aire que, de lejos, parecía de infinita desidia, pero de cerca se podía comprobar que en realidad se estaba escurriendo, tratando de estar lo más cerca posible de la mujer. Don Lito, el maquinista, subió tras él sin decir nada y con un gesto de complicidad. Los obreros que vagaban en el andén, garantizando que nada estuviera fuera de lugar, le hicieron señales pendulares con unas lámparas de luz roja (marcadores de luz) que, por su brillo misterioso, parecían luciérnagas gigantes. El pasajero fantasma sacó una mano por la ventanilla para agitar un pañuelo blanco que nadie vería.
El tren, con una artrítica convulsión, arrancó lentamente, sacándole centellas a los rieles como si se hubiera puesto a reventar chispas del diablo, y con esa sacudida dejó atrás el bullicio culinario de los vagones de segunda y tercera clase, tan atrás que parecía que la locomotora 12 sólo halaba al vagón presidencial. ¡Al fin!, susurró, el pasajero fantasma. -¡Aaaaa! –bufó, el bar tender, sacudiéndose como perro para quitarse el frío. Parado en un estribo cercano, el hombre que estaba fumando hurgaba de pies a cabeza el vagón presidencial para ubicar a la mujer del baby doll.
En el vagón presidencial -cuyas paredes de madera barnizada con ámbar le daban un aura de cabaña de lujo- viajaban cuatro: el pasajero fantasma, la mujer, el camarero y el bar tender. El camarero se presentó: “buenos días, mi nombre es Cleotildo y estaré a su servicio” y, acto seguido, le mostró al pasajero fantasma, con histriónico gesto, la belleza lujuriosa de su exilio ferroviario y la ventajosa ubicación del maletero y la caja fuerte. Las maletas del señor las puse acá, al alcance de sus ojos. La palma de su mano era imperativa. El pasajero fantasma puso en ella una moneda de cobre. Gracias, dijo, en tono menos servicial. Necesito su pasaporte y el formulario de declaración de bienes. ¡Yo no uso esas mierdas! ¿Cómo cuantas personas vamos en el tren? -preguntó, para cambiar de tema. –No sé, señor. Van como ciento sesenta en los otros vagones. Acá sólo nosotros. ¿Necesita algo más, señor? No hubo respuesta, lo cual era una respuesta.
Un minuto más tarde ordenó una taza de café con tequila. Las seis de la mañana es una hora inhumana, pensó, y de un sorbo se bebió el café. Cobijado por el vaho tibio de la taza, y sintiéndose seguro, el pasajero fantasma se acurrucó en sí mismo y perdió la conciencia. El tren lanzó un bramido espantoso y frenó en seco en una estación sin nombre. Eran las ocho y veinte y un maremoto de vendedoras de pupusas, tamales, pescado frito, huevos duros, pasteles, cemita, empanadas de frijol, panes con crema -¡Va a querer, miamor!- se abalanzaron sobre los vagones de segunda y tercera clase. Necesito más café caliente y un trago de ron, pensó. En el bar sólo estaba la mujer. Se reflejaba, en las mímicas semidesnudas que usaba para desayunar, una pose de glacial alevosía, y el tono que usó para pedirle al camarero que le diera más café evidenciaba muchas millas de viaje y, siendo observadores, reflejaba también la familiaridad que se usa cuando se conoce a alguien desde hace muchos años.
El hombre que estaba fumando la observaba desde el vagón contiguo, pero no sabremos, por ahora, si la cuidaba o si memorizaba sus ojos grandes y sus caderas ardientes, húmedas y letales como poción adictiva. Sin saber de dónde salió, un hombre se sentó en el bar, dejando en medio de ambos al pasajero fantasma, quien sin saber por qué se sintió como en un callejón sin salida. Era un hombre de complexión robusta, de estatura mediana, de unos setenta años, del mismo color de piel que la mujer, con el cabello unánimemente blanco. ¿Y este quién es? –le preguntó, al bar tender-. Antes de la respuesta, el que acababa de llegar se presentó: Buenos días, soy el forense del vagón presidencial y el tren no puede viajar sin que yo esté a bordo. No se preocupe, señor, es puro protocolo oficial. Sólo la mujer respondió el saludo.
El forense, con los codos apoyados en la mesa, ordenó un desayuno completo y animal. ¿Algún problema?, preguntó, poniendo a un lado su maletín negro. -Creo que no. Disculpe la paranoia, pero es que estos últimos meses han sido difíciles, se justificó, el pasajero fantasma. Buen provecho. -Gracias, ustedes ya saben que el desayuno es la comida más importante y la que mejor nos sirve para consumar los planes del día. Los ojos de la mujer y del forense se posaron sobre el pasajero fantasma como buitres esperando el último estertor. La mujer en baby doll se levantó (recogiendo un papel con números y letras que, disimuladamente, le dio el forense: S628 = 15 minutos) y, despojándose del último pétalo que traía encima, se fue a sentar en la butaca para dos personas que estaba en el lado opuesto del bar y quedó totalmente desnuda. Sus nalgas esféricas, duras y sin errores cartográficos servían de pulpito a unos pechos que se ufanaban de sus pezones perfectos y a unos pies simplemente divinos.