José M. Tojeira
El diccionario define la palabra patriotero como un adjetivo que se le aplica a quien “alardea excesiva e inoportunamente de patriotismo”. Esos alardes exagerados e inoportunos llevan a lo que se suele llamar patrioterismo: la costumbre de ensalzar la patria, llenando la boca de elogios a la misma sin preocuparse por el bien común. El vicio patriotero está por supuesto muy extendido en políticos y funcionarios, mientras las grandes mayoría de habitantes de El Salvador tienen un grande y sano fervor hacia la tierra en que nacieron. Estos últimos son patriotas, aman la tierra en que nacieron, la familia, el barrio, los parientes, los lugares y paisajes bellos de nuestra tierra. Si se van del país es porque se sienten amenazados, porque no encuentran oportunidades, porque no pueden desarrollar sus propias capacidades. Sueñan con una vida mejor para ellos y sus parientes. Incluso en algunos casos se organizan para colaborar con el bienestar de su municipio invirtiendo en parques, iglesias, calles, bienes públicos que puedan disfrutar sus parientes y amigos, además de las casas familiares.
El patriotero es minoría. Pero una minoría con peso. Con frecuencia asciende a puestos públicos, lanzando promesas en discursos tan floridos como vacíos de realidad. Habla de bienestar y desarrollo y pasa indiferente ante el bajo o incluso nulo nivel de derechos económicos y sociales que sufre nuestra gente. Grita contra el crimen y las maras, busca manos duras y penas más fuertes y se queda indiferente ante la pobreza, la desigualdad, el machismo, la violencia intrafamiliar y otras plagas que son formas de violencia y poderosos inductores de delincuencia. Se enriquece desde el poder, utilizando de diversos modos recursos estatales. Son los que acaparan fraudulentamente dinero que se envía para damnificados y los usan en favor del propio partido. O los que llaman desde un alto cargo ejecutivo a un alcalde del propio partido para decirle que permita talar árboles a una constructora de viviendas, aunque eso dañe la cuenca de los ríos de la zona. Quienes se oponen a una ley que garantice el acceso universal al agua de todos los salvadoreños, y simultáneamente se niegan a prohibir legalmente la minería a cielo abierto que tanto daño ha hecho en otros países pequeños y que tanto puede llegar a amenazar la cuenca del río Lempa. El dinero es el dios del patriotero, y todas sus acciones, desde los viajes internacionales hasta los seguros médicos, se van cubriendo con fondos estatales mientras el pueblo tiene serias deficiencias en sus servicios de salud.
Por esa misma razón nuestra gente buena, gente mayoría, tiene serias reservas con la política. Porque no ve que avance en la construcción del bien común. Porque contempla que para unos cuantos, con demasiada influencia, la patria no es más que un recurso para llenarse de dinero los bolsillos. El tema es viejo y el cansancio de la gente es cada día mayor. Por muchas partes va aflorando ese adorado becerro de oro que ya Monseñor Romero decía que era la causa principal de la violencia en El Salvador. Nuestro arzobispo actual, Mons. Escobar, afirma también en su carta “Veo en la ciudad violencia y discordia”, que la exclusión social y la idolatría del dinero, junto con el individualismo y la impunidad son las principales causas de la violencia que hoy sufre El Salvador. Males en buena parte vinculados también de una forma u otra con la política.
Es evidente que no todos los políticos son malos ni patrioteros. Pero los infectados con patrioterismo barato y simultáneamente depredador, son suficientes como para crear mala fama a algo que es necesario en todo país, y urgente en naciones con graves problemas como la nuestra: la política enfocada al bien común. Y es que el patrioterismo no es más que el encubrimiento de diversas enfermedades de la política que se unen para deformarla y convertirla en una actividad tan individual como egoísta. Contribuyen a deformar la política los funcionarios corruptos que solo buscan dinero, y se olvidan de los salarios miserables de la gente, mientras se oponen a subir el salario mínimo. Les siguen los que tienen una mentalidad cuadrada, de derechas o de izquierdas, incapaces de ver con realismo nuestra propia realidad nacional si no pasa por los lentes de su ideología. Les acompañan los que buscan soluciones fáciles, con capacidad de llenar noticieros y distraer de los problemas de fondo, más difíciles de solucionar. Y ponen la guinda en el pastel los mentirosos, que consideran el engaño como una de las mejores armas de la política, poniendo en práctica aquello que decía Maquiavelo de que “quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.
Celebrar el mes de la patria, de la independencia, no puede ser un festival de tambores y ruido, desfiles y palillonas, frases bonitas, colores y exhibición de armas de guerra. Es un mes que debe utilizarse para contemplar nuestra realidad, evaluarla, y definir caminos de desarrollo social y convivencia pacífica. Los desfiles y la bulla terminan pronto. Y al final no queda más que esperar al año siguiente para volver a repetir, en el mejor de los casos, frases poéticas como las de la Marcha Triunfal de Rubén Darío. Y decimos en el mejor de los casos, porque la generalidad de los discursos ni tiene un contenido decente ni pasa un examen de literatura. Mentir gritando nunca ha sido la mejor de las costumbres ciudadanas y sólo ha conseguido pasar a la historia del ridículo. Necesitamos que el patriotismo de la mayoría de nuestra gente se centre en exigencias sociales, económicas y culturales, se eleve sobre la cháchara dominante de la política y fuerce a los políticos a reconocer sus responsabilidades en la construcción de un orden más justo, más equitativo y más pacífico. Si el quince de Septiembre nos ayudara a poner en evidencia a los políticos patrioteros, avanzaríamos mucho más fácilmente hacia el desarrollo que necesitamos.