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El peludito del balcón. Por Myrna de Escobar

Myrna de Escobar

 

Primero Totito, luego Toto. Después Galgo, Hijue…Hoy, en ese hogar, pocos recuerdan su nombre, y cuando lo hacen es para ultrajarlo con palabras hirientes, altisonantes.

De sus costillas se desprenden cientos de bichos escondidos en su grisácea melena sucia y llena de nudos. De su mirada alegre y vivaracha queda poco. Una nube blanca se adueña de su pupila risueña, poco a poco. Es un perro joven, pero luce viejo y desde hace unos seis meses olvidó las caricias de sus amos, su comida favorita, los halagos de los suyos, cuando era parte de la familia, el orgullo de la casa.

Al principio presumirle era fácil por ser una adquisición costosa para su estilo de vida. Un lujo adquirido con la remesa del familiar ausente, hasta la llegada del primer nieto al hogar, cuando la pandemia arreció y el yerno se vino deportado del Norte.

La alegría de la familia se volvió tristeza para el peludito, pasó a segundo plano y vive desde entonces confinado a un reducido espacio del balcón. Ahí la luz del sol cae impune, de soslayo, haciéndole inhalar el vapor infernal que se eleva por un entretecho de lámina. En invierno, y sin un refugio, tirita de frío y soporta la lluvia y el miedo a los rayos y relámpagos.

Su plato de agua y comida permanece vacío casi siempre y cuando se acuerdan de alimentarlo lo devora todo en un santiamén, pero de un puntapié, su amo le recuerda comer despacio pues no habrá más comida hasta el día siguiente. Al irse todos a sus quehaceres diarios, los ladridos del peludito van en aumento con las horas, incomodando a los demás inquilinos del edificio.

¿Este perrito le recuerda a uno conocido? Es mera coincidencia, o es el suyo, olvidado en el patio de la casa mientras usted se refugia en la iglesia dos tercios del domingo, en la playa, o en los centros comerciales, tal vez. Lo cierto es que, el perrito de mi historia ni siquiera conoce el parque, al lado de su condominio, pero observa cabizbajo, desde el balcón, a los demás perros, acicalados en lindos trajes y exóticos peinados, camino a la diversión con sus dueños, como debe ser. Los perros, como los humanos, experimentan aburrimiento, estrés, miedo sed, hambre y son como niños juguetones, llenos de energía para derrochar tras una pelota o una caminata en el parque o en las aceras de su entorno.  Totito, mientras tanto, vive prisionero, abandonado, esperando un antojito, una pieza de pollo o su caldito de res con tortillitas tostadas, cuando menos.

Cuentan algunos que, por tratar de ayudarlo, un vecino terminó preso. Otra denuncia no llegó a ser investigada. Bastaron unos tragos y una buena plática para sobornar a la policía. Otros trámites burocráticos son necesarios para ayudar al pobre can.

En el vecindario, el tema de Totito está en boca de todos, cómplices y testigos mudos del calvario del peludito, pero nadie quiere verse expuesto a la perversidad de sus dueños.

—Yo me alejé del vecindario, pero los latidos constantes del cachorrito del balcón me persiguen en las noches de insomnio. Me levanto y siento su mirada implorante. ¡pobrecito!

—    Decidí averiguar si aún sobrevivía y lo visualicé desde la calle, está más flaco que antes.

—    Es domingo y como de costumbre sus amos no llegan, hasta al final de la tarde.

—    Con otros vecinos tratamos de hacerle llegar un poquito de caldo, pero pasó un pajarraco e impidió la hazaña. ¡faltaba más!

—    Yo creo que quizá lo ponen a dormir los domingos, no ladra todo el día y los dueños aparecen hacia el final de la tarde.

—    ¡Es cierto! Yo los veo camino al culto y van todos, menos el peludito.

—    ¿Verdá que sí? ¡Llegan, y hasta que les ronca la gana, le dan de comer! ¡Quizás lo drogan!

¡Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia! O valoré usted si al igual que yo, conoce a un Firulais ignorado en un balcón, sin techo, agua, comida y abrigo. Uno cuyos latidos —como a mí —le roben la calma.

Un hijo, al igual que una mascota, es de por vida. No piden venir al mundo, sin embargo, ambos requieren de amor y cuidado verdadero, no solo cuando se tiene tiempo, y no deberían tenerlos quienes no saben amar con responsabilidad.

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«Crónicas de días cotidianos». Wilfredo Mármol Amaya

Tomado del Libro inédito: Sin escapularios en los ovarios. 2012 Por Wilfredo Mármol Amaya. Psicólogo …