José M. Tojeira
En la elección de Fiscal lo que se está mostrando es el muy poco aprecio de la ética que tiene la mayoría de los diputados. Por supuesto hay excepciones claras tanto en el FMLN como en ARENA, patient que en esta ocasión han sido terminantes afirmando que no van a votar por algunos candidatos por razones éticas. Pero la mayoría mantiene a candidatos que con los datos exhibidos públicamente deberían estar fuera de concurso. El caso más evidente se ha dado con el Fiscal Luis Martínez, que recientemente terminó en su cargo. Ya hace algún tiempo el Faro le había acusado de infringir seriamente las leyes del país violando la confidencialidad de las grabaciones telefónicas en temas que no tenían absolutamente nada que ver con la investigación objeto de las escuchas telefónicas. Posteriormente aparecieron más noticias sobre viajes en aviones privados, vinculados a un empresario con problemas legales que estaban siendo manejados favorablemente por la Fiscalía. Frente a este tipo de denuncias ni hubo investigación oficial del comportamiento del Fiscal, ni mucho menos denuncia del Fiscal por sentirse calumniado. Otros casos de resonancia nacional, llevados directamente por la Fiscalía, han sido cuestionados públicamente. Y en estos días el dirigente de ARENA, Jorge Velado, ha acusado al ex Fiscal General y actual candidato a la Fiscalía de pretender negociar con su partido un “arreglo” del caso Flores, a cambio de la reelección.
En cualquier país con instituciones serias la candidatura estaría terminada. Pero entre nosotros el nombre no sólo de Luis Martínez, sino de otros candidatos así mismo cuestionados éticamente, siguen mencionándose. Con respecto a Belisario Artiga, otro ex Fiscal General, hay cuestionamientos serios por el mal manejo de casos vinculados a delitos de lesa humanidad y con franca violación tanto de las leyes del país como de los pactos en torno a los Derechos Humanos. De otro supuesto fuerte candidato se dice que tiene incumplida la cuota de paternidad. Uno acaba preguntándose qué entenderán por ética los señores diputados, siempre salvando la excepciones de quienes se han pronunciado ya públicamente al respecto. Y la respuesta no se deja esperar: Son unos ignorantes absolutos o unos cínicos sin ética. Probablemente hay de las dos especies, puesto que la ética en la Asamblea se ha confundido con demasiada frecuencia con la aritmética. Lo que tiene mayoría es bueno, suele ser el argumento, porque en democracia la mayoría manda. Sin embargo lo bueno o lo malo no depende de mayorías o minorías, sino de debate serio, de reflexión y de conciencia personal. Los votos generalizados a mano alzada son con frecuencia más expresión de rebaño y de ganado que de conciencia ética.
Esta falta de conciencia ética suele ir unido en bastantes de nuestros diputados por la creencia de que mientras no se demuestra que se ha violado una ley y no hay delito probado, se está procediendo éticamente. Se maneja la presunción de inocencia, que por supuesto todo estado democrático debe manejar adecuadamente, como una especie de escudo en favor de la impunidad. Y se pone el grito en el cielo cuando se dicen cosas que todos saben que pasan pero que muy pocos se animan o atreven a investigar. El caso más patente y reciente ha sido el de la indignación de algunos por el hecho de que el embajador alemán mencionara que puede estar corriendo dinero en la Asamblea Legislativa en favor de la elección de tal o cual Fiscal General. Protesta que da un poco de risa porque se alude en ella al tratado de Viena sobre relaciones diplomáticas que legalmente no está aún plenamente asumido por El Salvador. Y en segundo lugar porque todos sabemos que en la Asamblea Legislativa hay corruptos. Los enriquecimientos en el cargo de diputados que van apareciendo no dejan lugar a dudas. Ha sido tradicional en la Asamblea conseguir votos con apoyos económicos o favores políticos, y no sólo por parte de gobiernos y partidos, sino también de empresarios, que gustan de meter cuchara a la hora de seleccionar gente de conveniencia para este tipo de cargos.
La confusión entre legalidad y ética muestra al mismo tiempo la despreocupación por la ética, que siempre va mucho más allá de la legalidad. Y que en los cargos públicos debería ser mucho más exigente. El salario mínimo vigente de la cosecha de algodón es de 98.70 al mes. Es legal, si se diera este tipo de contrato en una supuesta cosecha. Pero es un salario de negrero. En otras palabras y hoy en día, un salario injusto, afrentoso a la dignidad humana y en clara oposición a los valores de la Constitución nacional. Diputados que pasen indiferentes ante una legalidad injusta, aunque no les corresponda a ellos determinar dicha legalidad, son siempre sospechosos de tener un bajo nivel ético. Si incluso en los temas que les corresponden son incapaces de examinar a fondo información pública, de crear comisiones de investigación cuando las acusaciones son de relevancia e incluyen posibles infracciones de la legalidad por parte de personas con cargos oficiales, algo funciona mal en la Asamblea. Aunque es cierto que en la política hay que buscar acuerdos realistas, da la impresión que en nuestra Asamblea se consiguen más fácilmente acuerdos en torno a hacer el ojo pacho frente a las arbitrariedades personales que en torno al bien común.
La incapacidad hasta el presente de no sólo obligar al Ejército a pedir perdón por las masacres de la guerra, sino de darle la orden de retirar el nombre de Domingo Monterrosa de lugares públicos muestra tanto la falta de voluntad cívica y civilizada de nuestros políticos como su limitada capacidad ética. Afortunadamente el Procurador de Derechos Humanos le acaba de recordar esto último a políticos y militares. Se pueden entender las fallas personales, pero la indiferencia institucional ante la ética no es permisible. Y menos en instituciones que se deben al servicio de la ciudadanía. Que nuestros representantes y funcionarios, que nuestros ricos y famosos se sientan perseguidos políticos cada vez que se les dice que hay que revisarles las cuentas, es signo de la perversión de valores. Es la voluntad de llamar bien al mal y mal al bien. Todo un espectáculo para quienes tienen hambre y sed de justicia y no se sienten correspondidos.
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