Luis Armando González
I. Aclaración necesaria
En un contexto democrático, check medical ningún ciudadano tiene que aclarar nada respecto de las opiniones que emite. Y en el país, decease check hasta hace poco, diagnosis ampoule este derecho –protegido por la Constitución de la República—se consideraba indiscutido. Sin embargo, de pronto, un clima de intolerancia, de revanchismo y de venganza ante quienes tienen opiniones distintas ha ido creciendo como ponzoña en ciertos círculos de poder. Ese clima obliga a justificar las ideas que se exponen en el marco del debate público. Ese clima obliga a curarse en salud ante quienes están predispuestos a ver en cualquier discrepancia con sus planteamientos una ofensa personal, ofensa ante la cual –en la primera oportunidad— no dudan en pedir cuentas a quien, presuntamente, la profirió.
Así que, dado ese nocivo clima, me veo obligado a aclarar que las ideas y razonamientos que expongo en estas páginas no contienen ataques personales de ninguna clase. Cualquiera que las lea encontrará una reflexión filosófica y política sobre el poder absoluto (o casi absoluto), así como un intento de leer, a la luz de ellas, lo que sucede en El Salvador en estos momentos. Es un ejercicio de reflexión al que me he dedicado en los últimos 25 años, como profesional de la filosofía y las ciencias sociales; de tal suerte que no se puede decir que es algo que estoy haciendo ahora como algo excepcional y por una mera inquina personal. Creo que es mi obligación como ciudadano y como profesional de la filosofía y las ciencias sociales proponer ideas críticas sobre temas cruciales de la realidad nacional. A lo mejor me equivoco en lo que digo, pero esos errores deben hacerse evidentes a partir de otras formulaciones y no por la condena o el rechazo desde una posición de poder determinada.
El lector encontrará en estas páginas, entonces, un planteamiento crítico (y por eso razonado y lógico) sobre la contradicción existente entre el poder absoluto y la democracia. Asimismo, también encontrará un aterrizaje de ese planteamiento en la situación del país en la actualidad. Son las dos partes de estas notas: una general y la otra particular (empírica), deducida como implicación de la primera.
II. Democracia y poder absoluto: consideraciones generales
No es necesario ir a un diccionario especializado para tener una idea bastante clara del significado de la expresión “poder absoluto”. Quizás muy pocas personas estén en desacuerdo con definir el poder como la capacidad de imponer a otros la propia voluntad. Y lo mismo con la palabra absoluto: lo que no depende de nada (lo suelto de todo, como se suele decir en filosofía). Obviamente, ambos términos –y las escuetas definiciones que de ellos hemos dado— han dado lugar a debates interminables en la filosofía y la teología no sólo en lo que se refiere a sus depositarios y agentes, sino en cuanto al sentido (o sinsentido) subyacente a los mismos como formulaciones lingüísticas. Pero, para efectos prácticos, son útiles las definiciones mínimas que se proponen aquí.
Poner juntos los dos términos es, sin duda, algo mucho más denso desde un punto de vista conceptual. Poder absoluto: capacidad de imponer a otros la propia voluntad sin ningún límite o restricción. El poder absoluto es lo que Aristóteles, en su Metafísica, llama motor inmóvil: “Hay también algo que mueve eternamente, y como hay tres clases de seres, lo que es movido, lo que mueve, y el término medio entre lo que es movido y lo que mueve, es un ser que mueve sin ser movido, ser eterno, esencia pura, y actualidad pura”. El ser que mueve sin ser movido; el ser que impone su voluntad sin padecer imposiciones; el ser que influye sin ser influido: ese ser es el poder absoluto.
No en vano ese ser fue concebido como Dios y en la Edad Media se elaboró una extensa obra filosófica y teológica para fundamentar y justificar el carácter absolutamente absoluto de Dios: omnisciente, omnipresente y omnipotente. En el plano secular, papas, emperadores, reyes y príncipes se sintieron herederos del poder absoluto de Dios, y como tales impusieron su voluntad a sus vasallos sin restricción alguna. Las monarquías absolutas, precisamente, se caracterizaron por la concentración del poder en manos de una persona que podía así imponer su voluntad sin más miramientos que los propios deseos o intereses.
En el siglo XX europeo, los totalitarismos expresaron estas ansias de poder absoluto –sin límites, no controlado por nada ni nadie—, cuyas consecuencias se revelaron desastrosas para quienes lo padecieron. Tal como los monarcas absolutistas, los líderes totalitarios se vieron así mismos –y actuaron en consecuencia— como seres omniscientes, omnipresentes y omnipotentes.
En el siglo XX latinoamericano, aunque no se afianzó el totalitarismo, sí lo hizo el caudillismo y el autoritarismo, ambos contagiados por las ansias de un poder absoluto que –por razones históricas, sociales y políticas— siempre tuvo algún tipo de restricción. Se trató –para decirlo de manera elegante— de un poder relativamente absoluto; lo cual no significa que sus consecuencias no fueran graves, tal como lo revelan los crímenes cometidos por las dictaduras militares de los años 60, 70 y 80, amparadas en un ejercicio de poder discrecional y sometido a unos mínimos –y en casos extremos, a unos casi inexistentes— controles (muchas veces emanados de los colectivos castrenses en los que descansaba el poder dictatorial).
La democracia de los modernos (y sus actualizaciones en el siglo XX) se alza en contra de cualquier poder absoluto y contra cualquier poder dictatorial. Para ello, trabajó arduamente por dotarse de mecanismos constitucionales, institucionales y de debate público para impedir que una persona o un grupo de personas concentraran una cuota de poder que las pusiera por encima de cualquier control o de controles exiguos, permitiéndoles imponer su voluntad a los demás, sin verse sometidas a la voluntad de otros.
Definitivamente, nada es más contrario a la democracia (republicana y constitucional) que la existencia de un poder (jurídico-político) fuera de todo control, es decir, de un poder que puede imponerse arbitrariamente sobre los demás, de un poder que pretenda controlarlo todo, pero que se considere blindado contra cualquier control. O sea, la democracia no admite ningún poder para el cual lo único legítimo es su propio autocontrol y sus propias autolimitaciones. Eso –sin llegar a totalitarismo— enrumba a las sociedades y a sus sistemas políticos hacia cuestionables sendas autoritarias, que pueden culminar en una peligrosa dictadura (militar, constitucional o caudillista).
III. La situación de El Salvador
Las reflexiones anteriores invitan a preguntarse –para no quedar en el aire como una mera elaboración abstracta— por su pertinencia para en El Salvador actual. Y es que, desde hace un tiempo para acá, la Sala de lo Constitucional, de la Corte Suprema de Justicia, ha tomado decisiones de graves repercusiones en el sistema político y en la institucionalidad del país –incluida la misma Corte Suprema de Justicia—, que se han pretendido legitimar a partir de la tesis de que se trata de una instancia jurídica (Tribunal Constitucional, la denominan algunos de sus valedores) que está por encima de todo el entramado estatal salvadoreño. Es decir, una instancia que puede imponer sus dictados cualquier otra instancia institucional del país, pero que está exenta de cualquier tipo de control y vigilancia. En pocas palabras: una instancia que escapa a la regla de los pesos y contrapesos connatural al republicanismo democrático.
La Sala de lo Constitucional apela, como respaldo último de sus decisiones, a la Constitución de la República, de la que por dice ser resguardo, guardiana e intérprete. Estas atribuciones que la Sala se abroga en exclusiva se han convertido en un blindaje para sus decisiones, por delicadas que sean en sus consecuencias, por inoportunas, por contradictorias y por ir muchas veces contra las exigencias de la misma Constitución. Se trata de una lógica circular que comienza y termina en que a la Sala de lo Constitucional todo la está permitido.
Y ello porque la visión que la sostiene –visión discutible, obviamente— la Constitución es la que le da ese estatus de ser un suprapoder. ¿Y quién dice que eso es lo que afirma la Constitución? La Sala de lo Constitucional. Cualquier otra lectura del texto constitucional no tiene validez. No sólo quedan descalificados en su interpretación de la Constitución académicos e intelectuales, sino –con mayor razón— el pueblo salvadoreño, al cual el texto constitucional consagra como el único soberano.
Es preocupante este modo de ver las cosas, sobre todo por sus implicaciones prácticas. El “golpe de mano” de la Sala de lo Constitucional en contra de la Asamblea Legislativa es, precisamente, una consecuencia de su concepción como un suprapoder al que todo le está permitido.
En estos momentos, en El Salvador no hay Asamblea Legislativa, y ello debido a decisiones de la Sala de lo Constitucional que han impedido su instalación formal en los tiempos que manda la Constitución. Es preocupante el proceder de la Sala de lo Constitucional; es grave que una instancia particular del Estado –que no es ni siquiera la Corte Suprema de Justicia— se abrogue atribuciones excesivas encaminadas a alterar discrecionalmente el sistema político y la institucionalidad del país.
De seguir así, nos encaminaremos hacia una especie de dictadura constitucional, injustificable desde todo punto de vista, por más que no falten quienes la reciban con beneplácito apelando a las (presuntas) virtudes morales, intelectuales y jurídicas de sus detentadores. Quienes siempre hemos luchado por la democracia, en las diferentes trincheras en la que nos ha tocado hacerlo, sabemos que una dictadura no deja de serlo, aunque sea conducida por personas moralmente virtuosas e intelectualmente capaces; incluso, en determinadas circunstancias, estas pueden hacer de una dictadura algo mucho más perverso e inhumano de lo que ellas suelen ser, pues nada es más peligroso que dar un poder ilimitado a quienes se creen puros y superiores.
San Salvador, 5 de mayo de 2015