Oscar A. Fernández O.
El llamado progreso, pharm la distribución del ingreso y el ingreso per cápita son indicadores que más bien reflejan el atraso humano, la inequidad social y la injusticia del capitalismo como sistema económico. Si analizamos el lenguaje en boga y revisamos conceptos como competencia, individualismo, eficiencia, productividad, nos damos cuenta que no está presente el valor de la solidaridad, el respeto a la naturaleza, ni la cohesión de los colectivos humanos.
En la mayoría de países dónde por la imposición de un modelo económico en el cual las grandes mayorías no participan de sus beneficios, encontramos formas de violencia que se han extendido al grado de penetrar los cimientos de la cultura tradicional y sobreentenderse en la vida cotidiana. El Salvador es un ejemplo clásico.
Cuando los lazos de unión se disuelven a causa de la lucha por la sobrevivencia, la ausencia de solidaridad se compensa con subordinación y conformismo. Simplemente la uniformidad global permite advertir que la presión por la adecuación social es enorme y que la cantidad de artículos dispuestos con los cuales establecer una “identidad de moda” es inaccesible para las mayorías. Al mismo tiempo, paso a paso se expande una cultura estimulada por elementos bélicos y un comportamiento militarista. Ésta prolifera en la vida cotidiana y penetra hasta el interior de las familias comunes, que no tenían ningún ansia de guerra. Todos hablan hoy de “guerra contra la violencia”, una paradoja temeraria, una negación en sí misma, un culto peligroso.
Si sumamos esta infiltración de una cultura bélica y nihilista, a la violencia sufrida por la exclusión de grandes sectores en el país y la respuesta particularmente punitiva del Estado a este problema, obtenemos como resultado la legitimación y legalización de la violencia, lo que en otras palabras quiere decir que parece que los salvadoreños ya aceptamos la violencia como parte del paisaje social y comenzamos a creer que es normal vivir con ella. El bombardeo de propaganda, la inundación de noticias amarillistas y morbosas, el consumismo, la violencia exaltada y glorificada por los juegos electrónicos, la publicidad, el cine y la TV, impiden reconocer con claridad una diferencia entre la guerra y la paz.
La guerra se convierte en un asunto privado y el pensamiento violento y guerrerista invade nuestra conciencia. En contra del anhelo de que los seres humanos podamos ser iguales y liberados de un Estado violento y represivo, se expanden de manera epidémica, el autismo, el conformismo y las formas violentas de organización con sus correspondientes emblemas que proporcionan identidad y sentido de arraigo. Independiente de las formas en que sean entendidas, esta cultura de la violencia no es más que el síntoma de algo de lo que todavía no se toma conciencia: un fenómeno del “nuevo orden mundial” impuesto por el poder del capital transnacional y su poderío militar, el cual es aceptado y reproducido al pie de la letra por un régimen político corrupto y oligarquías burguesas que amasan fortunas de dudosa procedencia, como las que predominan actualmente en El Salvador.
Sin embargo, a pesar de este sello impuesto por el “nuevo orden imperial”, es necesario considerar que la violencia que vive la sociedad salvadoreña como fenómeno propio, debe ser visto como un hecho evidente que nos obliga a implementar un cambio fundamental y revolucionario en las relaciones sociales. M. Enzemberger (1993), se refirió hace dos décadas, a la expansión de una disposición general a la violencia: “Armados los marginados y las bandas dominan la ciudad y el campo debido a que el darwinismo social del libre mercado barrió con toda clase de cohesión social fundada en la solidaridad”.
Tanto las guerras civiles distantes como la violencia del narcotráfico y pandilleril, son meras variantes de un tipo nuevo de guerra civil, totalmente distinta a las tradicionales. El rasgo esencial de esas nuevas guerras civiles es el autismo (Enzemberger: 1994) Al contrario que sus predecesores clásicos, el guerrillero o partisano que luchaba por fines nobles, el nuevo adversario autista, se caracteriza por un rasgo totalmente nuevo y paradójico: la completa ausencia de ética y altruismo, una pérdida total y radical del yo y de la cognición, que incluso el principio regulador de la propia supervivencia no funciona.
A partir de una violencia inicial, como la tipifica Helder Cámara, que es la injusticia, es que se crea la “espiral de violencia”. Lo hemos analizado en anteriores artículos. Es un círculo infernal en el que una violencia acarrea otra. Varios filósofos y expertos técnicos en esta materia, indican bien cómo y cuándo se sufre la violencia de un orden dominante y dominador, que llega a ser autoritario y hasta tiránico, parece inevitable una respuesta organizada o no, a esa violencia.
Pierre Mertens (1982) se pregunta: ¿Cómo puede escapar el oprimido a su vocación violenta? ¿No es el opresor el que le indica el camino? No son los pueblos los que han inventado la violencia, si no los Estados, dice Engels. De tal manera que, “es en el momento en que reafirman la violencia de clase, cuando los oprimidos, los excluidos realizan prácticamente una sociedad en la que se apoderan de los valores morales oficialmente reservados a los no violentos” (F. Engels. Teoría de la violencia)
Las consecuencias de esta violencia desatada que sufrimos los salvadoreños y otras sociedades, son las manifestaciones de la fractura y disolución social que atomiza la sociedad. En El Salvador heredado, el sistema y modelo aún vigentes, excluyen cada vez más personas, llevándolas a la frustración y desesperación. Vivimos la negación total de una sociedad de inclusión sustituida por una sociedad de exclusión. En la actualidad se han establecido mecanismos de excepción adicionales, visibles e invisibles, de hecho y de derecho, que se aplican contra los asentamientos marginales a manera de defensa para las minorías sociales que se encuentran en una posición privilegiada.
Cuando los políticos tradicionales condenan la violencia en cuanto tal en nuestro país, es que consideran lógicamente las injusticias y las desigualdades como fatalidades inevitables e irreversibles ante las cuales sólo queda resignarse. Maurice Merleau (1969) observa acertadamente, que al condenar la violencia de los civiles, se pretende consolidar la violencia del sistema, es decir un régimen y un sistema de producción que hacen inevitable la miseria y la violencia.
La escalada a la violencia y la tendencia de ésta a estabilizarse preocupa en primer orden, porque hace evidente el fraccionamiento interno de la cohesión social, contra la cual las instituciones se muestran impotentes. Así, la sociedad se descompone en asociaciones de violencia de todas las escalas sociales, que nos hacen vivir un permanente estado de guerra, el cual creíamos estar superando.
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